Hay números que no cierran, o parecen no cerrar. Si la inflación acumulada de la era Macri se ubicó en torno al 160 por ciento, ¿por qué el aumento del transporte automotor del área metropolitana de Buenos Aires superó el 300 por ciento, y habrá llegado a estirarse hasta un 500 por ciento en marzo próximo? En efecto, el boleto mínimo de colectivo pasó de 3 pesos –en diciembre de 2015– a 14 –ahora– y trepará a 18 cuando finalice el primer trimestre.
Al anunciar las subas, el ministro de Transporte, Guillermo Dietrich, afirmó que una parte se explica por la inflación, “porque aumentan los costos”, mientras que la otra “tiene que ver con la necesidad de arreglar estos desequilibrios de muchos años en los que la tarifa no se tocó, con un sistema totalmente subsidiado y de mala calidad”. Sin embargo, hay un par de datos que relativizan los dichos del funcionario. El primero es que a lo largo de estos tres años –y a pesar de los aumentos– el gobierno de Cambiemos no ha logrado reducir drásticamente los subsidios al transporte automotor, que se han venido manteniendo alrededor de un 50 por ciento de la “tarifa técnica”. Por eso, en parte, fue que se decidió que a partir de este año sean las jurisdicciones –provincias y municipios– las que afronten esas erogaciones. Pero a lo enunciado por Dietrich puede retrucarse algo más, porque los feroces aumentos no redundaron tampoco en una mejora del servicio, que más allá de casos puntuales no ha dado muestras de mejoras significativas. Es más: por más paradójico que suene, estas subas indiscriminadas del boleto podrían llegar a implicar una baja en la calidad del servicio.
Un pasito al fondo
¿Qué es lo que está provocando este círculo vicioso de tarifas altas, subsidios impagables y un servicio que en líneas generales en nada ha mejorado? La explicación tiene varias puntas. Lo primero que hay que entender es que el sistema de transporte tiene un costo, un costo que principalmente se compone de los salarios de los choferes, el combustible y la compra y mantenimiento del parque móvil. El caso que el grueso de ese costo no varía –o más bien no debería variar– según la cantidad de pasajeros: haya más o menos gente viajando, el servicio tendría que ser capaz de garantizar cierta frecuencia y conservar los coches determinadas características en cuanto a antigüedad y confort. Así, si el costo de un viaje de colectivo tuviera que dividirse en forma proporcional entre sus pasajeros, claramente estarían pagando menos quienes abordaran un coche más lleno. Trasladando esto mismo a la totalidad del sistema, un conjunto de líneas que por algún motivo comienza a transportar menos gente necesitará más fondos para cubrir sus costos, fondos que pueden provenir de la tarifa, del Estado o de una combinación de ambos. Otra alternativa es redimensionar todo el sistema, de ahí que –a contramano de lo que sostiene Dietrich– una combinación de tarifas altas y menos pasajeros transportados puede implicar menos coches, menos frecuencias, menos recorridos e incluso un parque automotor más antiguo. Por eso el indicador conocido como “IPK” o “Indice de pasajeros por kilómetro” resulta tan vital: porque habla de cuál es la ocupación del transporte público y es una información esencial para evaluar el desempeño del sistema y su rentabilidad financiera.
Y aquí viene el dato clave: la resolución 1085 de 2018 (que establece las compensaciones al transporte público automotor) muestra para el AMBA una caída brutal de pasajeros transportados: comparando noviembre de 2018 contra el mismo año del mes anterior, la caída fue de 23 millones de pasajeros, según difundió en su cuenta de Twitter el contador y especialista en transporte Eladio Sánchez.
Ahora bien, ¿por qué transporta el sistema de colectivos menos pasajeros? En parte influye el mismo aumento del boleto, ya que para no hacer frente a ese costo creciente algunos deciden caminar, otros cambiar al tren y otros a la bicicleta, aunque el dato más preocupante sigue siendo el creciente uso de ciclomotores por sus impactos en la seguridad vial y los costos en la salud. Pero como la mayoría de las veces viajar no es una opción, sino una necesidad, el factor clave para explicar por qué viaja menos gente no es tanto la suba tarifaria como la caída de la actividad económica. Una serie corta pero robusta, realizada y twiteada el último 18 de diciembre por el economista especialista en transporte Rafael Skiadaresiss, correlaciona datos de la actividad de la industria, la construcción y el comercio con los pasajeros transportados. La semejanza en el recorrido de esas curvas salta a la vista enseguida. “Es que el transporte es una función del trabajo, el estudio, el ocio, la salud. La correlación entre el uso del transporte y cómo se mueve la economía es muy directa”, advierte el experto en diálogo con Cash. Y cita el ejemplo de lo que sucedió con los peajes de los accesos norte y oeste de la ciudad de Buenos Aires, en donde de acuerdo con los mismos considerandos de la resolución 2369/2018 las tarifas debieron aumentar… porque el flujo de tránsito fue menor al esperado.
Ahí anida uno de los motores que propulsan el círculo vicioso: la actividad económica cae. Las personas viajan menos. La recaudación del sistema de transporte también cae. Y para cubrir los costos, hace falta más dinero. La tarifa sube. Ese aumento impacta directamente en el salario de los trabajadores, que entonces disponen de menos ingresos para otros gastos. Y así sucesivamente.
Derecho vulnerado
Hay otros dos elementos que participan en la ecuación y sirven a la vez para explicar por qué no fue posible bajar los subsidios. El primero es la política de integración tarifaria que a través de la red SUBE comenzó a implementarse el año pasado en el AMBA y que permite obtener descuentos del 50 y 75 por ciento en el segundo y tercer viaje realizados con la misma tarjeta en el lapso de dos horas. La medida, que resultó a todas luces acertada (el golpe al bolsillo que significan los aumentos del transporte es siempre más brutal en el segundo y tercer cordón del conurbano), fue al mismo tiempo contraproducente si la lógica era bajar los subsidios. Por otro lado, se viene advirtiendo un aumento sostenido de los usos con atributo social (55 por ciento de descuento en los pasajes a jubilados y pensionados, veteranos de Malvinas, trabajadores domésticos y beneficiarios de la AUH, entre otros), que en febrero de 2014 implicaban apenas un 13,25 por ciento del total de pasajes, pero en enero de 2016 se dispararon a 17,92 por ciento y en junio de ese año a un 23,55 por ciento para alcanzar el último octubre casi un 30 por ciento de viajes subsidiados. Esta suba continua responde a varias razones, como el aumento del alcance de la Asignación Universal por Hijo y la inclusión de quienes cobran pensiones contributivas, también el caso de todos aquellos que comenzaron a tramitar el atributo a medida que el boleto iba poniéndose más caro. Ese uso subsidiado, al igual que la integración tarifaria, tiene mayor impacto en los grupos de menores ingresos, grupos que a su vez, y según los últimos datos del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, han venido creciendo en los últimos años. El caso es que ese uso debe ser también compensado para cubrir los costos: mediante el aumento a quienes pagan el boleto ordinario, o a través de más subsidios, o redimensionando todo el sistema. No es casual que a fin del año pasado el gobierno autorizó la circulación de coches con más de una década de antigüedad, a pesar de que la Ley Nacional de Tránsito lo prohíbe. Más pobreza, más subsidios, más aumentos del boleto y colectivos más viejos: otra vez, el círculo en marcha.
La alternativa que pareciera intentar el Ministerio de Transporte a través de la creación de la flamante Unidad Ejecutora de Modernización de la Red de Colectivos del AMBA es achicar el sistema de transporte. De hecho, la resolución 1154/2018 que le dio origen señala que el nuevo ente deberá proponer modificaciones en las rutas así como estudiar “parámetros económico-financieros”.
“La movilidad es un derecho con jerarquía sobre los demás”, decían Verónica Pérez y Candela Hernández en este suplemento. ¿Hasta dónde podrán seguir aumentando las tarifas de transporte sin generar problemas en la accesibilidad, un deterioro palpable del sistema y protestas masivas? Otro de los análisis de Skiadaressis muestra que, con aumentos y todo, la tarifa promedio anual de los colectivos de la Ciudad de Buenos Aires aparece aún relegada respecto de la de otras ciudades de la región: casi en paridad con México, pero muy por debajo de Santiago y San Pablo. “De todas formas hay que analizar cómo es la política de subsidios en cada una –marca el economista–. Pero es cierto que en algunos casos se vuelve casi prohibitivo. El peso sobre el gasto de los hogares es mayor, y los que más lo padecen son los sectores más pobres que ora evaden o bien, como diría el ex secretario de Transporte de la Alianza, Jorge Kogan, directamente no viajan”.