Cleo, la sirviente protagonista inmortalizada en Roma, la película de Alfonso Cuarón, ha conquistado al público de los Estados Unidos y, sorpresivamente, a los votantes del Oscar, que nunca antes habían dado semejante reconocimiento –nada menos que diez nominaciones!– a un ejemplar del cine de nuestro continente.
Si el éxito de la obra maestra de Cuarón suscita orgullo a los latinoamericanos, también nos deja con una serie de preguntas inquietantes, tanto para nosotros como para los habitantes de la tierra de Lincoln y Trump.
Acá en Santiago de Chile, donde mi mujer y yo estamos pasando unos meses, la presencia de mujeres como Cleo es abrumadora, multiplicándose por toda la ciudad. La Cleo de Alfonso Cuarón se encarna en las empleadas domésticas que veo cada madrugada caminando con prisa hacia los hogares de sus patrones para servirles un desayuno caliente. Y la reconozco en una enfermera que acompaña todas las noches a una octogenaria que padece de demencia senil. Y en las mujeres que barren los pisos de un hospital cercano. Y en las trabajadoras que riegan los jardines municipales por la mañana y por las tardes recogen basura de las calles.
Pero Cleo se hace presente más que nada para mí en las nanas chilena (llamarlas nanas es una manera de simular de que son parte de la familia y no criadas o muchachas que pueden ser despedidas de un día a otro). Cada Cleo chilena sirve de baluarte para cada próspero hogar, fregando embaldosados y cocinando todas las comidas y, sobre todo, cuidando, consolando, celebrando a los niños, como verdaderas madres sustitutivas. En la película de Cuarón (y confieso que somos amigos desde hace muchos años), la devoción de Cleo culmina en una escena desgarradora, cuando rescata a dos de sus protegidos, tirándose, pese a que no sabe nadar, a un mar turbulento, demostrando que quiere a esta familia adoptiva más que a su propio bebé recientemente muerto.
Para los espectadores del mundo entero se trata de un desenlace conmovedor. En mi caso, la imagen de una mujer de origen nativo entrando al agua prohibida a riesgo de su vida, me trae resonancias muy particulares y especialmente perturbadoras.
La casa en que vivimos en Chile es parte de un condominio, una comunidad de residencias construida para retornados del exilio en las tierras de una vieja finca que todavía mantiene una pequeña piscina que permite refrescarse con agua helada en estos meses de ferocidad estival. Una de las reglas que rigen el uso de esa alberca es que los sirvientes y su progenie no pueden hacer uso ella. Esta norma –que se adoptó hace muchos años debido al comportamiento temerario del hijo del cuidador del predio– provocó una discusión contenciosa, hasta el punto de que varios residentes protestamos su implementación. Nos parecía injusto que las nanas se achicharraren bajo un sol sofocante mientras que los pequeños a los que guarecían se recreaban a sus anchas en el agua cristalina. El hecho de que los padres confiaran la vida de sus críos a los buenos oficios de esas empleadas a la vez que se les vedaba el goce del agua comunal, no solo era cruel, sino que traslucía algo más lamentable y funesto. Detrás de tan flagrante discriminación, acechan prejuicios de raza y clase social que predominan en nuestra América Latina, aun entre muchas personas que reclaman ser más progresistas. Para quienes disfrutan de cierta holgura, los pobres pueden llevar a cabo las tareas más sucias, siempre que sus cuerpos sucios no contaminen las vidas supuestamente prístinas de sus patrones privilegiados. Hay una frase que se utiliza mucho en USA que manifiesta esa actitud: “not in my backyard.” Es decir, se puede tener infinita caridad y simpatía por “los de abajo” siempre que se encuentren lejos, siempre que no penetren en “mi patio trasero.”
Aunque Roma mira nostálgicamente hacia el barrio mexicano del mismo nombre del Distrito Federal de antaño, cuando se contempla desde el Chile contemporáneo, opera como una denuncia de la hipocresía y la ceguera que imperan entre las elites que gobiernan mi país hoy en día, así como tantas otras naciones de la región.
Incluyendo a los Estados Unidos.
Roma evoca a todas las Cleos que sueñan con llegar hasta el país del Norte, huyendo de la violencia y la explotación a las que alude con sutileza Cuarón. Por los resquicios del filme se asoman las crisis urbanas y catástrofes rurales que alimentan las desigualdades de México (y tantas otras repúblicas latinoamericanas), y que derivan en el éxodo masivo de vastos sectores populares. Una vez que hayan logrado llegar a los Estados Unidos, si es que logran sobrevivir el océano de arena y hostilidad, los millones de avatares de Cleo, son pilares de la seguridad y la salud y el bienestar de sus anfitriones gringos: como en Chile, limpian y cocinan y cuidan a enfermos y ancianos y, por cierto, a los niños. Y lo hacen con... amor, ¿qué otra palabra emplear?
Amor. Parece significativo y probablemente deliberado que deletreando Roma al revés nos resulta esa palabra, amor. Lo que tanto falta en nuestro planeta despiadado. Al fin de cuentas, Roma y esa palabra afectiva que esconde y revela, nos preguntan cómo es posible que Cleo, el personaje, pueda cruzar sin esfuerzo la frontera de los Estados Unidos, floreciendo en tantas pantallas de todo el país, mientras que sus hermanas de carne y hueso con repelidas con gases lacrimógenos y amenazas e insultos. ¿Porqué a Yalitza Aparicio, que interpreta con tanta ternura y encanto a esa sirvienta de origen Mixteca, se la festeja y se la nomina para un Oscar y otros galardones, pero no hay alfombra roja ni paparazzi para las mujeres invisibles que criaron a los Alfonsos y Cuarones de este mundo con, en efecto, amor?
Las Cleo de Chile y México y los Estados Unidos, después de todo, solo están pidiendo silenciosamente que se las trate con una muestra del amor que nos prodigan a diario, y tal vez, por ahí, que las invitemos a nadar algún día en las aguas hospitalarias de nuestra existencia.
* Ariel Dorfman es el autor de La Muerte y la Doncella, y de muchas novelas, entre ellas, Allegro y La Nana y el Iceberg.