Las hojas estaban abiertas como techos a dos aguas. Resultaba extraño que el tiempo no pudiera con las tapas desdobladas. Desde la noche anterior hasta la tarde siguiente cuando entraba en la cocina, en la habitación, en el baño, en el placar con la ropa que había sobre la cama. Sesenta páginas en seis horas y las restantes con el último número de las últimas palabras. Pensaba: la cara, los rulos de un pelo abundante, la voz serena, la sintaxis previamente pensada, sentada frente a quien le hacía preguntas y ella recordaba la manía, el tic, la certeza, la inquietud, la falta de ingenuidad o la aguda experiencia de la periodista trastocando el orden de lo que todavía no encontraba y prefería un fragmento análogo a sus finalidades. Después volvía a ver la mesa y las hojas abiertas, y se recostaba en el sillón como si necesitara hacer de un archivo el reservorio de sus pensamientos. Causaba gracia que pudiese sentir antes de hacer algo. O lo que a veces decía o decían sus padres cuando comían y terminaban satisfechos. Una satisfacción podía ser el veredicto de algo que alguien llamaba e invocaba satisfecho. Nadie en su familia era religioso ni quería serlo, pero pensar que alguien podía estar lleno de gracia se parecía a las ceremonias de esos almuerzos o cenas en que todos coincidían satisfechos. En su reservorio pensaba por primera vez en lo que estaba antes de lo que estaba haciendo. Antes de la comida estaba la mesa, y antes de comer lo que sentía por estar ahí y lo supieran. El libro sobre la mesa, las piernas flexionadas, las medias, lo que había hecho leyendo y estaba por hacer de nuevo. Como si decidiera mudarse y sentir lo que antes era grato y podía hacerlo. Cuando era adolescente pensaba que su casa iba a ser la última, y que el día que volviera hablaría de otra manera y las mismas cosas. Las cosas que se habían separado y miraba advenidas. Antes de la mudanza irresoluble. Antes de que pasara dentro. Decir o pensar antes de cumplir un anhelo. Ya no era lo mismo. Desde ese momento decir o pensar eran el silbato y la habitación que a nadie escondía.

Era tan lento salir de una página y entrar en otra que conmovía ver a ese chico esperando a su madre en su cuarto, y pensar que ese sentimiento dividía el tiempo en detalles imperceptibles acababan en la medida única de su infancia. Si tuviese paciencia pensaría en la galería de una casa pisando la arena de la playa de un viaje inconfundible como la entrega a su lectura. Sin embargo, los espacios abiertos no le permitían concentrar su atención en lo que un libro estaba contando, y automáticamente cualquier definición o atributos se perdían con su mirada en la contemplación del paisaje. Se levantó y dio vueltas hasta encontrar las fotos del primer año de la escuela elegida por descarte, o por las excusas que el sacerdote había encontrado en las preguntas absurdas de un test absurdo después de haber aprobado las dos materias exigidas para el ingreso a lo que tanto quería. Lo único que ni ella ni el tiempo habían separado había sido lo que no había callado ni evitado en la oscuridad reglamentaria larga negra de la sotana y lo que había sentido como la indiferencia de una certeza al ser rechazada. El tiempo podía no haber cambiado y seguir siendo el mismo, pero la distancia mostraba el recorrido de lo que había vivido y su reservorio confirmaba que seguía viviendo. La mesa, las sillas, mesas y sillas, lo que estaba antes adoptado por el agnosticismo de su familia, la sensación de callar lo que llegaba o permanecía en las conversaciones escuchadas o leídas, sobreactuadas o eludidas, acumuladas o invisibles, capas sobre capas en una superficie incapaz de reconocer o nombrar las cosas en sí mismas y por sí mismas. Después de todo era tan chica y tan grande lo que veía que nunca había sentido resentimientos. Solo algo parecido al tiempo perdiéndose en el tiempo. El tiempo que le había fascinado en los vagones oxidados y escondidos como entreabiertos por el desinterés de la gente. Veía vagones, chapas y quebrachos, caminaba bajo la sombra de eucaliptus, recordaba casas ajenas a la inmensidad muerta, viva, olvidada entre restos de papeles y cenizas, pensaba en una contradicción a cielo abierto, en un temor infundado y cierto, involuntariamente inhibiendo lo que estaba haciendo, al mismo tiempo y mientras alguien la podía ver o seguir viendo. Una adolescente que veía a sus pensamientos adueñándose de una lógica inescrutable y muda. Todo lo que había escrito para que lo leyera ese chico invertía lo que no decía con el uso de una lengua que seducía cegando lo que no estaba en lo que escribía sino en la verdad tan costosa como la distancia de todos los días y escuchar y ver y volver a decir la incertidumbre.

Miraba con asombro la mole gigantesca de cemento que la sostenía y la apatía previsible, azarosa, innombrable, insatisfecha, como marañas de hormigas levantándose de la tierra. El living, las hojas abiertas sobre la mesa, la demorada o la súbita decisión de olvidar la plana madera de la mesa. Antes se ignoraba porque no había final en un camino. Lo paradójico era que ese hacer llevaba el movimiento de un lugar a otro o hacía de ese reservorio el pasatiempo expedito de algo vivo. Lo que podía pensar y hacer se parecían a una integridad. Una cartografía y todos los grados que podía ocupar. Pensaba: todo lo que había conocido había sido sugerido. No había habido brutalidad. Quizá eso explicaba la elección de un agnosticismo como algo que negaba lo que estaba afuera y a la vez tenía esa rara intimidad que hacía equivalente hablar o callar, argumentar o ignorar, contextualizar u olvidar. Tenía la impresión de que el presente era lo opuesto a pensar. Era incongruente pensar aquello que nombraba el tiempo y ese tiempo era atemporal. Cambiaba constantemente de forma y de lugar, y cambiaban las formas y los nombres que lo podían nombrar. En cambio su pasado estaba en los mismos lugares que evocaba y en donde los podía encontrar. También podía ser atemporal, porque recordaba y no había un lugar que coincidiera con el sentido que hacía que estuviera en ese lugar. Estaba viva, como una planta o un animal, y su conciencia de estar seguía siendo atemporal.

En la cocina las ollas y los platos y una cuchara con granos secos. Había hecho café apenas abrió la puerta. El mediodía comenzando la siesta. Una carpeta, la computadora portátil como ejemplos, un texto de palabras queridas, buscadas, exigidas. La había escuchado tantas veces, y tantas veces sus preguntas la habían interpelado. Ese jazzista, como si alguien dijera o le dijeran y no fuera otra cosa que hacía lo que alguien hacía y fuera como dijeran. Pensó que podía ser una pregunta o una respuesta, y que podía ser ella la que preguntaba y escuchaba lo que contestaban. Se sorprendía porque se había quedado pensando, y porque quizá nunca lo podría haber hecho sin interlocutores. Pensaba y se daba cuenta que era imposible decir que nadie podía decir nada, y cómo se comportaba o actuaba alguien que nada decía. Seguía siendo su intento de traducir un gesto que parecía decir todo lo que ella pensaba y no llegaba a decir. ¿Cómo podía haber olvidado o resultarle extraño lo que estaba antes y era análogo a sus significados? A veces leía recuadros sacados de redes sociales que decían que la libertad no existía o era una utopía o un ideal, y era comprensible porque en ese espacio se podía negar todo lo que ocurriese y al mismo tiempo desconocer que al hacerlo confirmaban. El mundo parecía estar separado y desconocer que esa escisión había sido humana. Empezar todo de nuevo no había estado antes ni después. Después era la sensación o el sentimiento que antes no había importado. Evidentemente humano. Tan humano que podía decir cuándo había tenido conciencia y el agnosticismo de sus padres ni los cuentos que escuchaba ni el mandato de palabras subrayadas ni la noche o la mañana. O esa noche que su abuela caminaba hasta la casa que habían alquilado con la frente ensangrentada. O la ventana como un ojo resguardado que veían con su hermana las luces de la calle apagadas. De noche las paredes separadas de las paredes y los techos de los ángulos. Lo distinto, lo que estaba entre el techo y la calle, invadía la casa y su cuerpo podía ser el lugar que ocupaba. 

Lo había dicho y era irresponsable. Lo repetía y hablaba con un amigo mientras caminaban. Compartir era un acto de amor, pero el amor era compartir todo lo que estaba ahí y todo lo que podían decir o callar. No era una epifanía o la manifestación de una trascendencia o de una lengua que conjugaba la voz que todos pensaban. Cuando se levantaba a la madrugada en otra cosa y desayunaban y recordaba que no habían hablado nada. Parecía una circunstancia que el tiempo había dejado o llevado. Un presente que lo reencontraba en otra casa o en la mesa y la taza de café y el café tan caliente que cada sorbo era suficiente para estar en la cocina o volver al sillón con las manos abiertas como jarras. Otra vez pensaba lo inevitable. Lo que había pensado y dejaba de sentirse irresponsable porque miraba la mesa y las hojas abiertas delante de facturas prolijamente ordenadas y esas cosas participaban de su mirada. Como si hubiese llegado a la gracia de todas esas cosas y todas esas cosas fueran partícipes de cada palabra y de cada oración de cada párrafo y la lectura aprendida en un tiempo olvidado. De un lugar y del otro aun pensaba lo fácil que le resultaba acercarse y alejarse. Lo que había leído, escuchado, mirado, la tarde que no se había ido, lo hipotética que podía ser su forma de pensar. Pensaba y no se sorprendía porque no había forma de que sienta perplejidad.