Venezuela está ante el proceso ascendente de un insultante golpe de Estado. Los hilos rugientes de ese golpe tienen muchos rostros. Los procedimientos son los clásicos. Una nación gigantesca y compleja, poderosa en su voz imperial –podemos seguir diciendo Imperialismo–, impone reglas, tiempos, condiciones. Dicta por televisión una orden de clausura. Debe cesar el avatar complejo del gobierno venezolano. Amenaza mostrando sus dientes de plata. El presidente, el vicepresidente norteamericano, dan el parte de largada. Alegan la ilegitimidad de Maduro y arrojan al aire una moneda. No escatiman destinatarios, muchos se preparan. Otros ya están largamente preparados. Un ignoto aprendiz de conspirador ofrece una faz juvenil, se proclama en plaza pública y se generan las condiciones de una guerra civil. Se cambia argumento por extorsión. No hay límites para los cálculos de vidas en juego. Las muertes se las adjudicarán a Maduro, cuyo gobierno está sitiado hace tiempo. Eso genera malestar difuso y generalizado. Ese malestar es multitudinario, y le otorga una base social a esta oscura maniobra de las cancillerías atendidas hoy por los pajes del Imperio, que lo miran todo por TV, pero firman los úkases de Trump desde Villa La Angostura.
Al empobrecimiento material de las existencias no se le puede pedir que hile finas causalidades. Que se remonte al origen del problema. Que piense en sacrificios desmedidos. Es por eso que también asombra el fuerte respaldo civil que tiene el Gobierno Legal. Todo el mundo vio en millones de pantallas el ultimátum de Trump. Pero por los visillos se ve también resistencia, la animación colectiva en medio de la penuria. No son fantasmas del pasado sino el testimonio cercenado de antiguas promesas libertarias, que en este caso se han vestido con el nombre de bolivarianas. Ojalá que haya prudencia y autocontención en la respuesta de los movilizados a los movilizados. Hay en ciernes una coreografía visible de armas poderosas. Estas se reparten entre quienes les importa la legalidad del gobierno (por eso deben hacer de esa legalidad algo viviente y responsable) y quienes excluyen sus reservas institucionalistas, si las tenían, ante la acción mancomunada de Estados Unidos arrastrando a casi toda Latinoamérica en una aventura de bandoleros. Tristísimo momento de nuestra historia.
Es hora de que un nuevo pensamiento democrático reabra las antiguas carpetas donde están las implacables lecciones del pasado. Hay un imperialismo sin ley, con groseros personajes que ya no se parecen ni a Kipling ni a Lord Palmerston ni a Mister Pitt. Se inspiran en el General Pershing o el Presidente Taft. Están manejados por ideologías bélicas y racialistas, místicas y economicistas. Sus métodos de intervención pueden condensarse en “el incidente de Tonkín”, donde fraguaron un falso ataque a una nave norteamericana para desencadenar la guerra a Vietnam. Poco ha cambiado, algunos hacen lo mismo con variables económicas y se llaman FMI. Otros tornan más grosero el esquema del autoatentado y se llaman Tump. Esta es una época donde la circulación del capital y sus simbologías actúa en la clandestinidad, donde aparatos ideológicos corporativos manejan escenografías que incluyen simulacros de consumo de millones de personas, que creen ir al supermercado cuando en realidad el supermercado va hacia ellas. Las armazones de poderes son ahora semiológicas. Sigilosos y glotones, aspiran a circular por las corrientes sanguíneas de los cuerpos humanos. Ya ni es necesario controlar pensamientos, pueden intervenir en los fluidos que sostienen los latidos corporales. El Imperio da órdenes públicas convencido de que las segregaciones del cuerpo de sus vasallos hace tiempo ya transita con esos dictámenes adentro. Por las arterias de ellos, en este caso circula el espeso vaho petrolífero.
Con una metodología de pretextos que envidiarían los teólogos de Bizancio, ellos enumeran obstáculos amenazantes, que aun siendo puramente imaginarios, sostienen una ficción institucional artillada, misiles en nombre de The Federalist. Esta paradoja hace difícil que los refutemos con esquemas, cuando ellos tienen un elenco de subterfugios que se diseminan en nombre de un gelatinoso “republicanismo”, de mal encolumnadas palabras de “libertad” o del simple exorcizo de que luchan contra el mal. De las pifias de gobiernos turbulentos asentados en tierras ricas, construyen relatos monstruosos. Pero de los polichinelas aliados hacen magistrados altisonantes. Del nuestro, que va desde el astuto ejercicio de la risa velada a la mirada de áspid, hacen un Gladiador de Occidente. Saben atacar cuando sus presbíteros belicistas dictaminan que ya está lista la humanidad para recibir la caída mesiánica de un eslabón más del Eje del Mal.
El mundo acepta vivir “en modo contrahecho”, donde argumentos “democráticos” pueden significar el fin del estado derecho, argumentos “ecológicos” pueden acelerar la destrucción del mundo geo-natural y argumentos que apelan a la “justicia” pueden abrir el compartimento ideal para que reinen todas las pedagogías policiales en curso. Hace unos años se producía en Mar del Palta el anuncio posible de otra Sudamérica, de otra Latinoamérica. La foto de manos entrelazadas de Kirchner, Lula, Evo y Chávez sirve para cotejar como los tiempos cambian con brutalidad incalculable. ¿Pero cómo decirlo para comprender mejor de qué modo se hace manifiesto ese nuevo torrente de poderes que fragiliza un inmediato pasado? Este parecía tener sus cimientos ya asentados. ¿Qué hace que veamos esa fotografía como quien ve las Ruinas de Palmira?
Porque, atención. No debemos ser nosotros las víctimas del síndrome de adecuación a las nuevas dinastías de patanes que deciden a diarios cuántos van a morir en nombre de los sacrificios de sangre que el Imperio total exige. El instinto de adecuación es de lo que suele padecer la política convencional. El nombre de Venezuela y lo que se diga sobre ella establece hoy una regla de identificación y reconocimiento para restituir la noción de soberanía nacional y justicia institucional en las relaciones sociales, aquí, en la Argentina. Nunca está contraindicada ninguna autocrítica. Pero los que tenemos legados por los que responder, respetamos una temporalidad diferente, no sincrónica a los mandos imperiales actuales, sino ucrónica, asincrónica e incluso anacrónica. Es cierto, no es novedad nada de esto, que simultáneamente a las manifestaciones de dignidad colectiva y discursos de emancipación, podían gestarse burocracias inexcusables cuyo lenguaje podía ser, incluso, teñido de palabras extraídas de antiguos diccionarios socialistas.
Pero si una sombra carcomida sigue con oportunismo de prestamistas a los movimientos populares, no podemos imaginar ahora que se los ataque por haber tolerado beneficios privados –si es que esto hubiera ocurrido–, sino porque consagran su verbo a la trascendencia histórica. Los “curros” no precisan épicas, no la contienen en su larga historia. Pero también es cierto que las épicas, si no se renuevan, caen en sus rituales de asfixia. No está de más recordar aquí a Simón Rodríguez. Pero la utopía regresiva final del fin de las instituciones, a cargo del gran libreto Imperial, nos ofrece un Maduro como ogro, los militares como traficantes. Áspero destino de las instituciones, que al fin y al cabo son las creencias. ¿Y esto por qué? ¿Porque hay bigotes que parecen autoritarios, uniformados que alzan el puño izquierdo? Los que aún creemos, consideramos vital apoyar a ese bigotudo surgido de la compleja densidad histórica de un país fundamental de “nuestra América”.