Hace justo una semana, el domingo 20, el diario La Nación editorializó acerca de lo que tituló: “La trasnochada idea de cambiar la Constitución”, a menos de un cuarto de siglo de la reforma de 1994.
Con su habitual dureza, acusaron a “la ex presidenta Cristina Kirchner y La Cámpora” de la pretensión de “modificar otra vez nuestra Constitución, con el propósito de dejar atrás el principio de división de poderes y de limitar libertades esenciales. Un proyecto inviable que, por donde se lo mire, se da de bruces con nuestro sistema republicano”. Para fortalecer su furia argumental, el editorial cita una desafortunada expresión que atribuye a la ex diputada Diana Conti, quien habría postulado “reformar el Poder Judicial para que se ‘subordine’ a la voluntad popular”. Idea que, de ser cierta, no comparte esta columna ni la inmensa mayoría del pensamiento político nacional.
De manera que la reflexión de fondo que estimula la nota de LN es acerca de una idea que esta columna impulsa desde hace años y es prédica constante de El Manifiesto Argentino, y a la que la ex presidenta y otros actores de la política argentina han adherido: la necesidad y urgencia de, precisamente, cambiar la Constitución Nacional. No reformarla nomás. Cambiarla por otra.
Esta idea se encuentra ya en los discursos de agrupaciones y personalidades políticas. Sea al tanteo o por oportunismo, o por fuertes y sanas convicciones, lo cierto es que el tema integra el bagaje de casi todas las expresiones que van a participar en las elecciones de octubre. Por eso corresponde precisarlo, para que a la trasnoche siga el alba. Y no sólo para esclarecer al editorialista sino para ilustrar al Soberano. Veamos:
1) La historia constitucional argentina contemporánea es escandalosa. La Constitución de 1949 tuvo vigencia durante parte de la primera y toda la segunda presidencia de Juan Domingo Perón, hasta que fue anulada mediante un instrumento violentamente inconstitucional al que llamaron “bando revolucionario del 27 de abril de 1956”. Así procedió la autodenominada Revolución Libertadora, invocando “poderes revolucionarios” y con las firmas del general Pedro Eugenio Aramburu, el almirante Isaac Rojas y sus ministros Ossorio Arana, Busso, Podestá Costa, Hartung, Krause, Martínez, Alizón García, Blanco, Llamazares, Alsogaray, Bonnet, Migone, Mendiondo, Mercier, Dell’Oro Maini, Ygartúa y Landaburu. Pero lo verdaderamente escandaloso –que el editorial de marras ni menciona– es que esa destrucción constitucional empezó con los bombardeos aéreos a la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, que causaron más de 300 muertos civiles.
Ese sembradío de odio inició el drama contemporáneo y no se blanqueó con restablecer la Constitución Argentina de 1853 con sus reformas de 1860, 1866 y 1898. Actos tan prepotentes sólo conducen a lo inaceptable: validar que un golpe de estado militar derogara una Constitución e impusiera otra es, ahora como entonces, un escándalo.
Por eso, en El Manifiesto Argentino sostenemos que la CN de 1994 tiene un origen espurio. Y eso invalida, desde el vamos, todo formalismo leguleyo que pretenda convocar a una nueva “reforma” basada en las fórmulas previstas en 1853 y 1994. No hay pues otro camino, democrático y pacífico, que una convención constituyente votada en elecciones libres con el objeto de proponer, analizar, debatir y sancionar una nueva CN.
2) Es nuestra propuesta, además, que la democracia representativa sea reconsiderada a la luz de las incontables traiciones y grotescos parlamentarios de los últimos 60 años. Según el artículo 22, “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades”. Precepto que es hoy insostenible. Porque somos un pueblo afortunadamente deliberativo y con vocación de protagonizar su destino. Bueno será entonces que, como en otras sociedades, la nueva CN habilite formas de lo que se llama “democracia participativa”. Que funciona en Alemania, Suiza, Italia, Grecia y en California (en los EE.UU.), donde las decisiones parlamentarias están sujetas a controles y/o modificaciones derivadas de la participación directa de la ciudadanía en las decisiones del Estado, mediante referéndum’s o iniciativas populares vinculante’s.
3) Los contenidos sociales de la CN de 1949, derogados in totumo, ya no pueden estar fuera de una nueva Carta Magna. El remedo que intentó la convención constituyente que en 1957 convocó y controló aquel gobierno militar, hoy es una farsa. El artículo 14 bis vigente es una versión empequeñecida y rota del artículo 40 y de todo el espíritu de la CN de 1949. Que fue pionera al incorporar los derechos de los trabajadores; de la familia; de la ancianidad; de la educación y la cultura; de la protección estatal para la ciencia y el arte; y de la enseñanza obligatoria y gratuita. Así como garantizó la igualdad de hombres y mujeres en las relaciones familiares; la autonomía universitaria; la función social de la propiedad; la elección por voto directo para diputados, senadores y presidente; y la reelección presidencial inmediata.
4) Además de esas recuperaciones, la nueva CN debería propender (y ésta es la más profunda propuesta que impulsamos) a por lo menos lo siguiente:
- En materia judicial (que espanta al editorialista del mi trismo contemporáneo, alguien mucho menos nacional y mucho más colonizador que Don Bartola) parece imperativo un cambio copernicano: no más Poder Judicial; sí un buen Servicio de Justicia. No parece haber mejor manera de despolitizar y limpiar la administración judicial, que debe dejar de ser patrimonio exclusivo de abogados, juristas y corporaciones. La propuesta del MAN es, en principio, declarar todo el sistema en comisión, para en un plazo de seis meses establecer una nueva magistratura (esto es, renovar todos los jueces y fiscales, de todos los fueros) mediante concursos de antecedentes y oposición ante tribunales intachables. Y proponemos una nueva Corte Suprema integrada por entre 9 y 19 jueces, elegidos por votación popular.
- La nueva CN debe establecer, para siempre, que la Educación, la Salud, la Previsión Social y la investigación y desarrollo de la Ciencia son deberes del Estado, también irrenunciables, intransferibles e innegociable’s.
- El territorio nacional debe ser declarado propiedad esencial inalienable del pueblo argentino, en superficie y en subsuelo (corrigiendo un grave error de 1994) y sancionar una legislación ad-hoc.
Y hay mucho más. El triunfo electoral es imperioso, pero nada tendrá buen destino si no se prevé, con claridad, para qué y cómo.