Cuando Sandra Rivas murió de un disparo en la nuca en el micro de la Costera, en Transradio, el 27 de diciembre pasado, baleada por un policía de la Ciudad que se encontraba de civil en el fondo del transporte, no sabía que su muerte sería utilizada políticamente, que su nombre pasaría durante unos días a engrosar el discurso de tirar a matar en el que se embandera Patricia Bullrich y la campaña de Cambiemos; a justificar el descontrol policial que precisamente le provocó la muerte. Tirar a matar para evitar un robo. El uso duró unos pocos días hasta que, tal como informó PáginaI12, el fiscal Andrés Devoto comprobó que las únicas balas disparadas y que dieron muerte a Rivas e hirieron a otro pasajero y a los dos asaltantes era policial. El policía había matado a quien supuestamente debía proteger. Son numerosos los casos como el de Sandra Rivas, en los que la actuación policial no es capaz de evaluar que el uso de armas en espacios públicos mantiene un muy alto grado de riesgo de error y corta brutalmente cualquier posibilidad de resolución diferente. No se trata de casos de gatillo fácil en el sentido estricto, en los que las muertes son provocadas ilegal pero intencionalmente por las fuerzas de seguridad, sino de “errores” que no son errores, sino productos de la improvisada suposición de que la bala, una vez que sale del arma, obedece fielmente las consignas de la campaña política. Mariano Witis; Lautaro Bugatto; Gonzalo Nahuel Sala; Cristopher Rego; Nélida Bower; Sonia Colman; Carla Lacorte; Sabrina Olmos; Facundo Ferreira; Martín Zaravia; Mati Rodríguez; Villa Ramallo (Carlos Chávez, Carlos Santillán y Flora Lacave); Wilde (Edgardo Cicutín, Norberto Corbo, Claudio Mendoza y Héctor Bielsa); La Paternal (Mario Bogado); Microcentro (María D’Agnilo y Ezequiel Allende); Ariel Domínguez; Miriam Fronza; Damián Rosende; Gastón Vallejos; Claudia Flamini; Lucas Décima. Los nombres siguen. Heridos, muertos. Son las víctimas de la desesperación policial que hoy lleva el nombre de Chocobar.
Las muertes “por error” provocadas por balas policiales (todas las fuerzas de seguridad) no ocurren durante un gobierno en particular, porque el uso del arma siempre implica riesgos. Pero los casos se multiplican cuando el discurso político, ávido de votos, promueve el uso del arma como primera alternativa en defensa de quien después termina resultando víctima. En plena campaña por la gobernación bonaerense, en 1999, Carlos Ruckauf (PJ), vicepresidente en aquel momento, en un acto en La Plata ante 1300 afiliados del PJ arengó a los policías a “meter bala”. El acto se realizó el 4 de agosto de ese año. Un mes y medio después, más de un centenar de policías de todas las jurisdicciones, con o sin uniforme, en servicio o de franco, metieron bala en Villa Ramallo al auto del gerente de la sucursal del Banco Nación, Carlos Chávez, en el que huían tres asaltantes cubiertos por los tres rehenes, Chávez, el contador Carlos Santillán y la esposa del gerente, Flora Lacave. Además de uno de los asaltantes, Javier Hernández, Chávez y Santillán murieron por balas policiales (Lacave resultó herida).
Pero el descontrol alimentado en las fuerzas de seguridad no termina en un solo hecho. Después de Ramallo hubo múltiples asaltos con rehenes con resultados diferentes. Como ahora, las fuerzas de seguridad habían sido arengadas a “meter bala”, era previsible que en futuras intervenciones pudiera repetirse el “error”. Y ocurrió apenas un mes y medio después. El 1 de noviembre del ‘99, la fatalidad tocó a Genaro Albérico, como podría haberle tocado a cualquiera. Un grupo de delincuentes que escapaba de la policía después de un cruento tiroteo, entró en su casa en Lomas de Zamora y lo tomó como rehén junto a su familia. Después de horas de negociaciones, el Grupo Halcón (que había intervenido entre otros en la masacre de Villa Ramallo) tomó por asalto la vivienda. A Albérico, un disparo policial le voló la mandíbula y fue internado en estado crítico. Después, su esposa, Patricia Albérico contó a los medios la tremenda experiencia vivida y comentó: “Hoy soy una más en la lista y mañana serán otros, pero algo tenemos que hacer. Hagamos algo porque los políticos, los concejales, nadie hace nada porque ellos no lo viven. Nosotros, los del pueblo, hagamos algo, porque ellos no lo van a hacer. Antes de la campaña nos prometen de todo. Tampoco digo que pongamos mano dura, ni que los mandemos a matar. Pero, por favor, nosotros los del pueblo, hagamos algo.”
Fue un jalón. El 2 de marzo de 2000, cuatro meses después de la experiencia de Albérico y cinco meses y medio después del asalto al Banco Nación, un asalto con toma de rehenes terminó en La Paternal con dos asaltantes muertos y dos rehenes, Mario Bogado y Hugo Buono, heridos. Buono, dentro de todo tuvo suerte ya que sufrió heridas leves por esquirlas de balas. Porque claro, cuando se arenga a disparar a los policías, no se dice que las balas, autónomas al salir del cañón del arma, también rebotan en paredes, pisos, se desvían, y pueden astillarse en múltiples esquirlas que pueden penetrar en las superficies blandas como el cuerpo humano. Las esquirlas también pueden matar. Esa vez, Buono tuvo suerte.
Bogado tuvo menos, recibió un proyectil policial que entró por la espalda, le rozó el hígado y se detuvo en el esternón a milímetros del corazón. Logró recuperarse después de pasar por cirugías y terapia intensiva.
“Le dije a la policía que deje a los delincuentes y salve a mi hijo, pero alguien de ellos me dijo que había que darles un escarmiento. Tendrían que haber actuado de otra manera”, dijo en aquel momento Adela Rodríguez, mamá de Bogado.
El 6 de febrero de 2018, apenas cinco días después de que Macri homenajeara a Chocobar en la Casa Rosada, una persecución policial en medio de Tribunales con tres tiroteos en tres esquinas diferentes, pobladas de público a las dos de la tarde, no terminó en una masacre de milagro. Los policías parecían caballos desbocados. Además de uno de los asaltantes, la jueza María D’Agnilo y el empleado judicial Ezequiel Allende, que caminaban por la zona, resultaron heridos. Hieren y matan tanto las balas de delincuentes como las policiales, pero del lado policial existe la obligación del autocontrol, que es esmerilada por el discurso de la chocobarización. Y, se sabe, cuantas más balas circulan, sean policiales o no, hay más probabilidades de contar víctimas.
Antes de la muerte de Sandra Rivas, se produjeron otros casos en colectivos, casi calcados, con resultados diferentes según dispuso el azar, pero siempre con víctimas por el uso letal de la fuerza policial.
El 11 de abril de 2003, el joven Damián Rosende viajaba desde Quilmes en el colectivo 159 para concurrir a clases. Iba dormido en el segundo asiento de la fila de la izquierda, detrás del chofer. Al llegar a Dock Sud, dos jóvenes subieron e intentaron robar en el colectivo. El ayudante de Prefectura Bernardino Luque, y el agente de la Federal Maximiliano Salto, que viajaban al fondo y de civil, dispararon dos veces cada uno contra los asaltantes. Rosende recibió un balazo en la cabeza mientras dormía y murió prácticamente en el acto. Seis años después, Luque fue condenado a 14 años de prisión. Salto no fue acusado de tentativa de homicidio, aunque el colectivo llevaba muchos pasajeros.
El 16 de agosto de 2011, a la mañana, dos asaltantes murieron y otros dos lograron huir (luego fueron detenidos) cuando intentaron robar en un colectivo de la línea 79 y un policía de la Metropolitana de civil decidió que debía intervenir a los tiros. El policía fue respaldado por el entonces ministro de Seguridad porteño Guillermo Montenegro, y el jefe de la Metropolitana, Eugenio Burzaco, y destacaron su valentía y profesionalismo. No dijeron si dentro del profesionalismo se debe incluir el azar y esas cuestiones que sucedieron en el bondi en el que viajaban otros diez pasajeros y el chofer.
El 14 de marzo de 2014, el aprendiz de chofer Leonardo Paz, de 22 años, quien practicaba el recorrido de la línea 56 en Villa Madero, fue asaltado por dos jóvenes. En el fondo viajaba un agente de la Federal con uniforme. Se dio a conocer pero, correctamente, no disparó. Los dos asaltantes arrojaron los objetos que estaban robando en el piso y huyeron. El agente bajó y la calle, en lugar de pedir asistencia por radio, comenzó a disparar. Los asaltantes devolvieron el fuego. Una de esas balas mató a Paz.
Diez días después, en Quilmes, en un colectivo de la línea 159, un federal disparó tres veces y mató a un adolescente armado con una pistola de plástico, mientras que dos mujeres que lo acompañaban con cuchillos, huyeron. En el micro viajaban 31 pasajeros.
El 14 de mayo de 2015 dos asaltantes murieron, uno resultó herido y otro logró escapar, cuando abordaron al interno 269 de la línea 33 en Dock Sud, y el teniente primero de la Bonaerense Ramón González, que viajaba de civil, disparó. Otra vez el azar formó parte de la exitosa preparación policial.
El 24 de octubre de 2016 un delincuente murió baleado cuando junto a tres cómplices que asaltaban al interno 2 de la línea 179 en Temperley se tirotearon con un cabo de la Federal que resultó herido al igual que el chofer.
La lista impresiona.
El 24 de marzo de 2018, el segundo de Patricia Bullrich, Gerardo Milman, proclamó en una entrevista radial, en bloque con la postura de Bullrich, que “se puede tirar por la espalda, claro que se le puede tirar. No puede matarlo”. La chocobarización de la intervención policial no solo incita a las fuerzas de seguridad a tirar a matar sin medir las consecuencias, sino que funciona como una alfombra bajo la que se barre la memoria de las víctimas que dice proteger. De otro modo, sin alfombra sobre la memoria, si cada integrante de la sociedad imaginara posible que su nombre o de un ser querido figure en las listas de víctimas del mal azar, mencionar a Chocobar podría resultar piantavotos.