Hay mucha gente todavía que, más que insensibilizada, parece hechizada, como si no pudiera hacer conexiones elementales. He visto reproducirse esta escena varias veces: se le pregunta a alguien cómo se encuentra, cómo la está pasando, cómo vive, y casi todos responden invariablemente que mal, que todo está peor, que apenas llega a fin de mes, que el Gobierno es un desastre, etc. Y sí, la gente en realidad no es tonta, o al menos no al punto de quedar desconectada de sus vivencias más inmediatas. Sin embargo, se suele inducir a los susodichos que respondan precipitadamente si votarían a Cristina, entonces vuelve a surgir la retahíla de improperios y frases vacuas que tan pacientemente se han encargado de inculcar los medios hegemónicos. Ahí es donde se encuentra la brutal desconexión: entre las vivencias concretas y el lenguaje político disponible; falta la traducción del malestar imperante a una mínima lógica política que lo vuelva inteligible. No creo que, inducidos por esta negatividad absoluta, hubiese que introducir otros nombres improbables para matizar la desconexión, porque la lógica política pasa por otro lado: relaciones de fuerza, representatividad, y efectividades varias; lo que habría que hacer –estrategia comunicativa mediante– es tener mucho cuidado a la hora de precipitar conexiones y decisiones, habría que dejar en suspenso el malestar invocado y reorientarlo más sutilmente hacia las lógicas y modos que hacían, no hace tanto como para olvidarlo, que la vida no fuese tan miserable, independientemente de nombres y atributos tan cargados de sentidos peyorativos. Cierto ejercicio más psicoanalítico que dialéctico o contra-argumentativo. Un trabajo sobre el lenguaje, sobre los modos, sobre los nombres, que reponga lazos y conexiones indispensables (ya no digo tradiciones o legados, sino mínimamente prácticas de bienestar); algo así como el despertar una suerte de inteligencia sensible y colectiva que impida esta lenta ideación suicida que parece imponerse sobre los ciudadanos, desesperados entre el malestar actual y el desprecio a toda otra vía posible, a cualquier vida deseable, en función de un odio pacientemente inculcado. Recientemente Jorge Alemán, en una entrevista en C5N, volvió a argumentar la necesidad de un “voto ético” que impida el desenlace fatal, lo que llamó una suerte de “suicidio colectivo”, y se refirió también a la imposibilidad de conectar lo elemental que predomina entre la gente, como si fuese un “tabú”. Quizás esa palabra no sea la más adecuada, porque justamente un “tabú” es una prohibición, algo de lo que no se habla, ahí operan la represión y la censura, mientras que la desconexión que trato de pensar aquí no es del orden de lo simbólico en pleno funcionamiento, sino producto de su inoperancia; allí donde no funciona lo simbólico vienen todas esas frases insensatas y llenas de odio. En fin, más acá de esta sutil diferencia que hace al diagnóstico, coincido en la reflexión de Jorge Alemán sobre el panorama desolador que se abre antes de las próximas elecciones, y sobre el papel clave dado a la ética en las decisiones y formaciones políticas concomitantes, porque resuena bastante con lo que vengo escribiendo y pensando desde que el macrismo llegó al gobierno; y también con lo que ha formulado Diego Tatián en su último artículo de PáginaI12, “Lo inhabitable”. La vida misma está en riesgo, porque toda vida es política, es decir, se trama junto a otras y otros; y si no es así, se vuelve irrespirable, inhabitable, insoportable, cuando lo que predomina es el odio, la desconexión, la estupidez y la desidia. Es necesario entonces hacer resonar estas cuerdas sensibles todo lo que se pueda, con un pie al borde del abismo que se abre y otro tocando puntos sensibles clave, con sumo cuidado, pero asumiendo con paciencia y coraje los modos de decir, pensar y hacer que nos permitan avizorar otras vías, tejer nuevas vidas deseables entre todes. Salvemos todas las vidas, mejor, con mucho cuidado e inteligencia; porque si no, cuanto peor, peor...
* Filósofo y psicoanalista.