A fines de 1969, en una New York ya bendecida por la revuelta de Stonewall, un cine proyecta La pícara embustera (Nothing Sacred, 1937) protagonizada por Carole Lombard y el antiguo glam de los treinta llega a su esplendor cuando la actriz interpreta la escena de una borrachera en un nightclub y pasea revelando todos los pliegues de su vestido de noche. En ese momento, en la oscuridad de la sala, Manuel Puig grita ¡Ay, qué traje divino!, estaba allí acompañado por su amigo, el periodista uruguayo Emir Rodríguez Monegal, y la traductora al ingles de sus primeras novelas, Suzanne Jill-Levine, testigos de ese grito primario, que contiene toda la fascinación puiguiana por el glamour primitivo de Hollywood, el de su infancia. A través de sus novelas, Puig recién se había convertido en el primer escritor pop latinoamericano con un reciclaje de la estética cinematográfica como forma combativa, una cinefilia marica que invertía los valores: cuando la crítica culta ya había establecido la política de autores, donde los directores eran el cerebro de películas, para él la inteligencia fílmica eran las estrellas femeninas. Y lo expuso claramente en su ensayo sobre Dolores del Río, donde Puig explica cómo ella hizo modificar la puesta en escena de sus películas, como si su aura fuera el guión cinematográfico. Esa autoría actoral para Puig incluía al maquillaje y al vestuario, dos rubros que hasta hoy la crítica desprecia, como atributos de la estrella y, por lo tanto, como rasgos sustanciales para la dimensión estética de la grandeza del cine como arte. El éxtasis del culto a las estrellas femeninas sería una salida del machismo pero también el contramodelo marica de percepción, un empoderamiento de las mujeres como dominatrices, como guerreras de besos venenosos que descomponen las moralidades sociales de lo bello, de lo permitido. Códigos más o menos secretos para identidades posibles de las locas, ideologías que traicionan la supremacía y la fe de lo macho, vestirse de estrellas, repetir sus mohines, sus clisés, es ese exceso necesario para que pueda germinar el otro sentir, el sentimiento inverso, el corazón perverso, la seducción trola. Con el melodrama como campo fértil para el despliegue del sentimentalismo femenino, la obra puiguiana desde su primera novela La traición de Rita Hayworth hasta sus últimos textos publicados en vida, nada menos que una serie de escritos sobre cine para una revista de modas italiana, puso a las divas de la pantalla como modelos, sin corset, sin que lo femenino sea una linealidad, sino una forma de exceso, de libertinaje, de pliegue, de volado al viento, de formas de vida por fuera de la rigidez unívoca del machismo. No hay más que leer el poco revisitado poema que Néstor Perlongher dedica a Puig, “El mundo de las modas”, para entender esa pluralidad y esa potencia del afeite y el maquillaje de la loca, ese “fugaz desvío o borroneo del rouge”. Todo aquello parece hoy desbordarse en La favorita, película con que Yorgos Lanthimos pega un golpe de timón en su obra con excesos de estilización de época, en un custome drama donde tres mujeres despliegan ese glam venenoso que lo hacía gritar a Puig.
Glam para todes
Ambientada a inicios del siglo XVIII, cuando asume la corona la Reina Anne de Inglaterra, Escocia e Irlanda, en medio de una guerra con Francia, la película no es solo una celebración XXL del traje, del maquillaje y de las pelucas, sino que encuentra una dimensión política a todo aquello para aportar una crítica al presente desde un lugar clave de la historia de la construcción del género. Como casi toda la historia transcurre en la Casa de Estuardo, y vemos principalmente a la realeza, sus allegados y sirvientes, la película hace foco en trajes extraordinarios recargados, maquillajes teatrales exuberantes, y pelucones abundantes. Pero las mayores extravagancias indumentarias las portan los personajes masculinos, quienes son los únicos que usan pelucas y quienes tienen los maquillajes más cargados. De hecho, el segundo capítulo de la película se llama “¡Qué atuendo!” (What an Outfit!), una frase que podría haber dicho Puig al observar cualquier diseño de vestuario de esta película, pero la pronuncia el personaje de Abigail, interpretado por la actriz Emma Stone, al ver el look de su pretendiente. “Un hombre debe verse lindo”, se oye en la película, y justifica esos looks barrocos, extraestilizados, pero sobre todo invierte la ecuación tradicionalista y patriarcal de la belleza disciplinaria hacia las mujeres de la cultura contemporánea, la exigencia de estar “arregladas”. En el matriarcado de la película son los hombres empujados a producirse, a llevar melenas abundantes, ensortijadas y resplandecientes, maquillajes muy elaborados y sofisticados trajes de sastres. No es que las mujeres aparezcan sencillas socialmente, pero no usan pelucas y tienen el pelo recogido, y el relato las muestra más en la intimidad, donde visten despojadas y sin maquillajes. En verdad, lo que hace La Favorita es subrayar un despliegue horizontal e igualitario típico de este período y que en la modernidad es un gusto legalmente femenino, el sueño drag puiguiano del glamour de la loca que circule libre, sin límite. Lo marica pinta la aldea y el mundo. Porque también los caballos que empujan un carruaje llevan tocados de plumas, es el glam interespecie, total. La naturaleza imita al glam, podría decir Oscar Wilde, quien fue, en ese mismo territorio, el heredero de la estética dandy que cruzaba los géneros. Hay que apuntar a que durante el rodaje se usó todo un trailer exclusivo para las pelucas y la diseñadora del vestuario es la genia de Sandy Powell, que fue nominada 14 veces al Oscar y ganó tres, y es responsable de esas deliciosas criaturas emperifolladas de películas como Orlando, Velvet Goldmine y Carol. El vestuario para La favorita lo hizo en paralelo al diseño de vestuario lisérgico infantil de El regreso de Mary Poppins (le fue posible hacer doblete porque los rodajes eran cerca) y por ambas películas está nominada al Oscar. No hace falta aclarar que Powell hoy es la mejor reina del glam.
Las adorables malvadas
Pero el combustible de La favorita, lo que hace que la película avance con fiebre narrativa, es una seducción lésbica sin pausa, una suerte de triángulo sexual abierto entre la mismísima Reina Anne (Olivia Colman), su amiga de la infancia y principal consejera Lady Sarah (Rachel Weisz) y su prima Abigail (Emma Stone), quien irrumpe en la relación amorosa entre las dos primeras cuando llega al Palacio Estuardo buscando trabajo para intentar recuperar su pertenencia perdida a la nobleza. Aunque primero es maltratada, Abigail logra convertirse en la asistente de Lady Sarah, y a la vez eso le permite acercarse a la Reina para conquistar sus favores. Obviamente, Anne y Sarah son amantes a espaldas de toda la corte, la única que las descubre en secreto es Abigail, y desde ese momento comienza una disputa por el amor. Hay que decir que las tres son técnicamente bisexuales, pero las relaciones carnales con hombres están fuera del relato, solo se desarrollan los encuentros entre mujeres. Aunque está basada principalmente en rumores más que en fuentes históricas comprobables, el deseo lésbico no se insinúa sino que se representa con frontalidad, con fuerza y compromiso físico de todas las actrices. Pero aunque es explícito, la película infiltra la ambigüedad tanto en el tono como en el retrato de cada personaje.
Cuentan que el griego Yorgos Lanthimos, que realiza la tercera película en Estados Unidos, le dio como ejemplos de lo que quería hacer a las actrices unas escenas de comedias clásicas, una de ellas era de La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938), obra maestra del mejor delirio cómico de la era dorada de Hollywood, con el protagonismo de intérpretes tan ambiguos como Cary Grant y Katherine Hepburn. Pero difícilmente La favorita puede ser considerada una comedia, o solamente una comedia, porque la película tiene muchos excesos melodramáticos, además de que está lejos de un categórico Happy End conciliador. Para Rachel Weisz la película es una versión “más graciosa y sexual de La malvada (All About Eve, 1950)”, con Bette Davis, y tal vez ahí estemos más cerca de la estructura de un drama histórico descompuesto por la comedia. Sí hay humor, pero mayormente o es incómodo o muy cruel, incluso gore, como cuando Abigail está practicando tiro al pichón y la sangre de un ave salpica la cara de Lady Sarah como un cachetazo. El ingenio de la pluma de la loca se vuelve risa oscura. La comedia y el melodrama se encabalgan, a veces incluso se suceden con violencia, haciendo de la ambigüedad de género un vértigo por momentos algo desconcertante.
Tres es multitud
Pero si algo hace a la película definitivamente queer, que la aleja del chic lésbico o de la película para llenar el casillero de diversidad del cupo políticamente correcto de los Oscar, es que la ambigüedad moral de cada una de las tres protagonistas es tan poderosa como su crueldad vital. Abigail puede mezclar las hierbas del bosque para aliviar los dolores de manos y piernas tanto como para crear un veneno mortal; Lady Sarah puede tener el don del perdón como del castigo de la manera más perversa; la Reina Anne puede pasar del vómito a la confitura, del asco al deleite, sin escala intermedia. Y todos los sentimientos, el dolor y la felicidad, tienen la misma intensidad, el mismo valor narrativo glam, las heridas de la pierna de la Reina se pueden cubrir de brillantes, una cicatriz fiera en la cara de Lady Sarah se puede cubrir con encaje. Hay un dato del rodaje que es clave para esa electricidad ambigua que propone La favorita: cuando Rachel Weisz descubre que Emma Stone garchó con Olivia Colman, las encuentra a las dos actrices en la cama, durmiendo, abrazadas, en una estampa de ternura instantánea. La Stone lleva el pecho descubierto, lo que da un tinte perversamente erótico a la ternura. Ese topless no estaba originalmente en el guión, pero la actriz convenció al director a que iba a ser más doloroso para Weisz si la veía así. Un erotismo de la crueldad, una ternura despiadada, pura belleza venenosa. Deliciosas criaturas complicadas: todo el ir y venir del romance entre las tres siempre tiene consecuencias políticas, porque la trama amorosa y sexual va cambiando las decisiones de la Reina en el contexto de la guerra con Francia, como si la cama y el campo de batalla se fundieran en una zona única de conquista y pérdida, donde la monarquía se retrata al derecho y al revés. Todo sexo es político.
Y hay una decisión estética y cinematográfica donde todo eso se vuelve más interesante sin perder la complejidad: casi toda la película está iluminada de forma natural, con la luz del sol o con las llamas de antorchas, hogueras y velas. Es la luz natural que sirve para ver todo el despliegue del artificio con más claridad, sin forzar la estilización visual. En ese palacio con pasadizos secretos, con pisos ajedrezados y camas con dosel, con conejos y patos, rodeado de bosques de encuentros furtivos, tres mujeres crean una trama donde el deseo se manifiesta con la fuerza de una multitud de sentimientos que incluso la Academia de Hollywood tuvo que reconocer con diez nominaciones, misma cantidad que Roma, la otra más nominada de este año. Aunque Olivia Colman ya fue coronada con el Globo de Oro como Mejor Actriz de Comedia, y tiene fuertes posibilidades de ganar el Oscar, ya poco importa si será o no la triunfadora de la noche, lo valioso es que Hollywood ya logró poner de moda una gran película de lesbianismo real.