Pablo Neruda tenía en una de sus muchas casas paredes a rayas y un pájaro embalsamado colgado del cielorraso. La puerta de su baño era de madera troquelada, y desde afuera se oía todo y se veía todo. Frida Kahlo tenía en una casa azul dos habitaciones: recostada, de frente le quedaba en el dosel de la primera un espejo, y en el de la segunda una lámina ilustrada con mariposas. Es fácil intuir en cuál de esas habitaciones soportaba el sueño esa mujer para la que el negro no existía. Tampoco existía del todo, según sus cartas, para Vincent van Gogh, quien rotaba sus residencias a merced de los favores de su hermano y era capaz de no almorzar ni cenar con tal de pagarse otro pomo de pintura blanca. Para la cocina de su casa en La Boca, Benito Quinquela Martín había elegido colores pasteles y siluetas escolares, dando al visitante la sensación de haber ingresado más bien en un cuarto de juegos. La ancha heladera era del mismo color que el piano: verde agua. Roald Dahl tenía su escritorio en un viejo sillón, confinado en un cuartucho de la casa: había mandado a recortar una tabla de madera que se encajaba sobre los apoyabrazos. Ahí escribía. Si era invierno cubría sus piernas con una manta de lana cuadrillé. Por una entrevista de The Paris Review sabemos que Hemingway escribía de pie, sobre una alfombra de piel de kudú, mientras el sol del este cruzaba su espalda. Por su parte, Emily Dickinson recibía a las visitas a través de una puerta entornada. No sabemos exactamente qué había del otro lado.