Llegué a la dirección que me habían dado subiendo sola por el cerro. No había otra manera de llegar, salvo pidiendo ayuda a los lugareños, que a su vez pedían ayuda a unos burros enfermizos que sometían sin disimulo alguno. La pendiente no era agresiva pero sí larga, y en su extensión el sol se escondía por tramos detrás de un pico, para reaparecer y cegarte de repente, como un esgrimista. ¿Hacía cuántos años que estas tierras no se agitaban?, me pregunté a media altura. El frío mientras tanto era imponente.

La casa recién se dejó ver bien arriba, así que pasé varios metros sin estar del todo segura de la dirección que había tomado. Para peor, llegué a la puerta y nadie me abría. Hice sonar el timbre, después hice palmas: nada. Así que empujé la puerta. Estaba abierta y era pesada, un solo bloque rotundo. La humedad y el viento habían trabajado la madera con dedicación. 

Al entrar vi a mi objetivo de espaldas, vestido con un pulóver viejo y un par de jeans. Sostenía un largo rodillo hacia arriba, alcanzando el cielorraso de una pared con mucha dificultad. No tenía escalera, o si la tenía había decidido no utilizarla. Un pequeño cuadrado inaccesible de color naranja lo tenía enloquecido, y a sus pies había un tarro de veinte litros de pintura blanca. 

Había diarios cubriendo el suelo, diarios aplicados en las aberturas con cinta aisladora. Al fondo una de las salas, donde pude distinguir gran cantidad de muebles amontonados. Probablemente eran los que antes ocupaban y después ocuparían la habitación en la que insistía sobre ese cuadrado intransigente de pintura vieja. 

Era claro que yo había llegado demasiado temprano, y eso que me habían enseñado que era menos ofensivo llegar tarde que antes de tiempo a casi cualquier parte. Él fue amable, sin embargo, cuando nos presentamos. La suya era una amabilidad que se parecía bastante al cansancio. 

–Mi mujer está por venir, trae algo para comer desde el pueblo. Mientras tanto tengo café. ¿Quiere café?

Acepté, con alegría. Eso era exactamente lo que quería. Tenía muchas preguntas que hacer, pero no podía comenzar con otra que con la que se hiciera cargo de aquella escena.

–Es que en unos días comienza la nevada fuerte. Las rutas se bloquean, no se puede salir de la casa. Son dos semanas, más o menos, en las que hay que aprovisionarse y mantenerse a resguardo. Eso si no se quiere morir uno. –Dijo, mientras desaparecía por un pasillo que conectaba con la cocina. 

Dejé mi mochila en el suelo y esperé su regreso mirando la pared. El blanco todavía iba a necesitar otra mano más. Quizás dos. 

–No hace tanto que vivimos en esta casa, llegamos el verano pasado. Mi mujer está haciendo una investigación en curas abisales. Es oceanógrafa. La universidad le ofreció una casa y tomamos la oferta. La vimos solo en fotos, por Internet. Nos pareció bien: yo podría avanzar con mi novela en un escenario así. Cuando llegamos, encontramos que las paredes eran de todos colores y distintas en cada cuarto. A rayas, rojas, amarillas, azul eléctrico en la cocina. Con pintitas verdes en el baño. Ya verá. Ahí, donde no alcanzo, se ve el naranja que había antes en esta sala. Horrible. Horrible. Podría volver loco a cualquiera. Nos prometimos pintar antes de que llegue la nevada. Nos prometimos no pasar las dos semanas de helada dentro de este cubo esquizofrénico. Pero se nos fue pasando, una cosa se puso delante de otra, y al final...

–¿Estuvo escribiendo? –Pregunté, mientras recibía mi café. Su tono había iniciado una espiral angustiante y yo, después de todo, acababa de conocerlo. Al instante lamenté el error: no era del tipo de preguntas que se hacen con el grabador apagado.

–Intenté avanzar con la novela, sí. Pero llegaba siempre al mismo párrafo y no sabía continuar. Corregía, desmalezaba, pero no había manera. Todo en mi cabeza ha estado como en pausa en este tiempo. Mi personaje se me aparecía en el baño, afeitándose. A mí, que siempre consideré como imbéciles a esos escritores que hablan de sus personajes como si de personas de carne y hueso se tratase. A mí, y yo lo miraba desde el inodoro. Lo miraba absorto. No desaparecía. Quería decirme algo, pero yo no lograba entender su lengua. Y la verdad es que me entristecí. No hice nada. No leí, no escribí más. No le respondo los mensajes a mi agente desde hace no sé cuántos días. Está esperando la novela, sí. Cree que es una segunda parte de La mortificación. No lo es. O sí. No sé. No tengo la novela. 

–Entiendo. –Dije, por decir algo. Tenía que encontrar una manera de llegar a mi grabador sin destruir esa confianza repentina, que ahora parecía empezar a jugar a mi favor.

Miré alrededor buscando un lugar donde sentarme. Exageré un poco mi gesto, esperando que lo advirtiera y me ofreciera algo, al menos un banquito, pero no surtió efecto.

–Disculpe que le hable tanto, es que hace semanas que no veo a nadie más que a mi esposa. 

Permanecí de pie, entonces, con la taza de café a la altura de mi estómago. No me atrevía siquiera a dar un sorbo. En las fotos me había parecido menos alto y más canoso, no tan delgado. 

–Lo que ocurre es que desde que lo gané, ese premio me vuelve loco. Loco. No escriba nada de esto, ponga simplemente que estoy trabajando en la segunda parte de La mortificación. Ponga que me encontró escribiendo. ¡Ya sé! Ponga que lo hacía a toda máquina, que había resmas por toda la casa con distintas versiones de un mismo capítulo. Que le adelanté que esta vez el personaje sí que lo consigue, pero que de ese modo encuentra también su destrucción. Debería haber estado escribiendo cuando llegó, y no con un rodillo, las uñas empastadas... Usted no me piensa sacar fotos, ¿no? Tengo miedo de abrir mi casilla de mails. Creo que ahí debe haber ya al menos un mensaje nuevo de mi agente. O dos. Nada bueno. 

Mis piernas latían de cansancio. No soporté más y me senté en el piso, cruzándolas. Él quedó de pie, a cierta distancia, y no cambió en nada su posición ni su tono. Como si yo no estuviese ahí. Desde abajo, yo tomaba mi café al fin. Estaba exquisito.  

–Tenía tiempo, tenía una ventana perfecta abierta a la montaña, pero no escribí. Ella, en cambio, llega cada noche con un descubrimiento. Se presenta ante mí, fresca, menudita, después de haber descendido trescientos, cuatrocientos, hasta seiscientos metros bajo el nivel del mar en unas cápsulas selladas, unas cápsulas especiales. Y creo que va más hondo todavía, pero no me lo dice para no alertarme. Están probando unas máquinas nuevas. Capturan animales ciegos, lentísimos monstruos llenos de agua. Al llegar a casa siempre me dice: no puedo describirlos. Yo le pregunto mucho. A veces pienso que si lograra contarme qué cosas hay ahí abajo se dispararía al fin en mí alguna idea para la novela. Pero no. Hace listas, pero no me cuenta nada. ¿Me entiende? Dice, apenas: hay arañas de un metro y medio de ancho. Hay animales que durante años se creyó eran plantas. Hay pulpos fluorescentes, pulpos invisibles, pulpos con aletas en las orejas. Hay medusas rojas que son como corazones de gigante. Hay calamares de cristal, peces dragones que tienen dientes tan largos que no pueden cerrar la boca jamás. Hay demonios del mar. Y me dice, mientras deja caer las naranjas en el último cajón de la heladera, que descubrieron que las hembras son más grandes que los machos. Que los machos, si quieren sobrevivir, deben adherirse a ellas cuando llegan a la edad adulta. ¡Son como parásitos!, le grito. Ella no dice que no, pero en vez de decirme que sí dedica toda su atención a rescatar una de las naranjas que ya está rodando bajo la mesada. También hay chimeneas de agua caliente, agua volcánica. Cerca de esas corrientes hay gusanos de hasta tres metros de largo que viven doscientos años. La mitad de su peso se lo llevan unas bolsas de bacterias que les permiten procesar su alimento. ¡Son como países! ¡Como países de bacterias!, le digo yo. Ella me mira y no dice que no. Sigue caminando hasta el baño, el agua hirviendo para el té. La oigo abrir la ducha. La imagino desnudándose, pequeñísima. El pelo pegándose a sus hombros. Y yo no tengo nada para decirle, nada nuevo en mi día ni en mi computadora ni en mi cabeza. Ahora usted está aquí y yo debería decirle que estoy trabajando a buena marcha, enfrascado en una gran ocurrencia. Por favor, mienta por mí. Hágame ese favor. Invente lo que quiera. Podría, inclusive, usarlo. Podría darme alguna idea, si es que no va a usarla. Total, si no va a usarla, ¿no? Le juro que cuando ella llega y me habla de esas eclosiones ultramarinas, de esos bichos aguantando el peso de todo un océano encima y yo… Y yo no puedo encargarme de nada, ni siquiera de las paredes. ¡Con ese tipo en el baño, que no me deja en paz! Quería darle la sorpresa hoy, pero ya veo que no llego. Quería pintar al menos el comedor.

–Yo lo puedo ayudar. Mientras conversamos.

–No, ¡por favor! –Respondió, terriblemente ofendido. Y fue como si se hubiese despertado de un sueño. Me miró. –¿Qué hace ahí abajo?

De repente entró en un silencio largo y quedó mirando la pared. Yo no me atrevía a interrumpirlo. 

–No me molestaría. Mi casa la pinté yo. Soy buena en eso. No soy buena en muchas cosas, pero en eso sí. Además, de ese modo entraría en calor. ¿Sabe qué pasa? No logro sacarme el frío. –Dije, hundiendo mi mano libre en el bolsillo de la campera y sacando el grabador al fin.

–Es que se va a ensuciar.

–Me puede prestar alguna ropa suya que no importe demasiado. ¿Cuándo vuelve?

–¿Quién?

–Su mujer, ¿cuándo vuelve?

–En una hora, dos horas.

–Bien. Es suficiente. Dos horas es suficiente para el comedor. 

–¿Todo el comedor?

–Incluso quizás logremos empezar con la cocina.

Me trajo un bollo de ropa. Lo trajo como una ofrenda, las manos en cuenco. Su obediencia era desesperante.

–Es toda ropa grande, mía. La estaba por donar pero acá no hay nada, ni siquiera una iglesia. 

Me indicó por dónde llegar al baño. 

El viento aleteaba alrededor de la casa, parecía que estuviera a punto de derribarla con nosotros adentro. Como él no se preocupaba, yo no me preocupé. Dijo que iba a preparar más café, mientras tanto. 

Sonreía por primera vez en todo el encuentro y ya no parecía tan desencajado. Yo me sentía satisfecha. Me dije que de esta manera quizás estuviera colaborando, incluso, con la escritura de la segunda parte de La mortificación, esa novela extraordinaria que le había hecho ganar el premio. Yo, por ejemplo, había llorado en el final. 

Me imaginé en los agradecimientos mientras pasaba frente a la habitación. Vi la superficie de pintitas de costado. Todo iba bien mientras yo avanzaba por ese pasillo, hasta quedar ante un lavamanos de cerámica blanca y un espejo. 

Las paredes eran, en efecto, un escándalo. Apenas me podía mantener en pie del mareo que producían. Sí, había que ayudar a este hombre. 

El frío era compacto, pero me saqué el pantalón. Me saqué el pulóver, la camisa y la camiseta que tenía debajo. Mi cabeza quedó atorada en el cuello por unos segundos y se me cayeron los anteojos al suelo. Me agaché, palpando las baldosas hasta dar con el armazón tibio por el contacto reciente con mi piel. Cuando me los puse y me paré, tiritando, lo vi. Estaba en la bañadera. Y también él sonreía.