–Qué divinos estos chicos, como atienden. Son un amor. Ojalá los nuestros fueran así...
–¡Y qué educados! ¡Nunca les vas a escuchar una queja! Siempre con una sonrisa...
–Y eso que vienen del infierno, pobres. ¿Sabés lo que debe ser vivir en Venezuela?
–Señora, creo que estos chicos son colombianos –interviene con fastidio una chica, intuyo que sin saber, solo para chicanear al matrimonio enamorado de los, eso sí estamos en condiciones de asegurar, caribeños.
–Ah... bueno... igual, vienen de la droga, y aún así son buena gente...
Hace unos años era raro escuchar un diálogo como éste en la fila de una casa de empanadas de Palermo. No porque la sociedad argentina fuese inmune a los prejuicios, sino porque las necesidades comunicacionales de la época los orientaban en otra dirección. Durante muchos años, nos enseñaron que la inmigración proveniente de los países latinoamericanos era “de baja calidad”. Algunos comunicadores lo sugerían, otros lo decían con todas las letras y luego pretendían relativizar (pero reforzaban) añadiendo: “que no se malinterprete”, “que se entienda bien lo que quiero decir” o –el más desopilante– “con todo respeto por nuestros hermanos latinoamericanos”. Eran tiempos en que los inmigrantes “de baja calidad” venían a beneficiarse de las políticas sociales “que se financian con la plata de los impuestos de todos los argentinos”.
Ahora, cuando los beneficios sociales se liquidan entre la purga de la pesada herencia y las expectativas de una felicidad que nunca llega, el paradigma valorativo de “lo extranjero” está cambiando. Ya no son “los extranjeros que vienen a sacarnos el trabajo a los argentinos” sino los que vienen a mostrar cómo hay que trabajar en una economía moderna.
Un par de meses atrás conocí a un chico venezolano, de veintipico de años. Trabajaba en una panadería. Le pagaban 12 mil pesos por diez horas de trabajo. Sin aportes sociales ni aguinaldo ni vacaciones. De todos modos lo echaron al cabo de unos meses, sin pagarle un peso. No tuvo ante quien quejarse. Ahora se dedica a cuidar ancianos, por menos plata que antes. Seguramente quienes lo contratan deben coincidir en que “es un pibe divino, nunca una queja”.
Más allá de esta apreciación de tipo racialista (entendida como aquella que a diferencia del racismo, apunta a establecer arquetipos diferenciales a partir de las razas, inclusive con connotaciones “positivas”: los negros bailan bien, los japoneses son trabajadores, etc) se esconde, en el fondo, la estigmatización de otra tipología prejuiciosa: la del argentino vago, díscolo, huelguista, que hace un juicio por cualquier cosa. Lo que en realidad se pretende atacar, enmascarado en esta diferenciación por nacionalidades, es el estatus del trabajador registrado, asalariado, consciente de sus derechos, protegido por leyes laborales. “Aprendamos de los que se sacrifican para salir adelante”, nos quieren decir, como si el esfuerzo y el sacrificio solo pudieran ser reivindicados cuando se resignan condiciones laborales dignas.
El hecho de que muchos de estos jóvenes vengan de Venezuela le añade al comerciante-empresario-buen samaritano una cucarda “humanitaria”. Es que los chicos están huyendo de una “dictadura sangrienta”. Contra todos los indicadores económicos y sociales de nuestro país, esta concepción instala la idea de que Argentina vuelve a ser el país de las oportunidades, como lo fue en tiempos de “nuestros abuelos”.
Una semana atrás, sin embargo, una discusión trivial de tránsito puso entre signos de interrogación esta línea argumental: un taxista le estaba diciendo de todo a un joven caribeño de Glovo que, al parecer, lo había rozado con su bicicleta en la esquina de Córdoba y Agüero. Mientras arrancaba a toda velocidad, el tachero liquidó el pleito verbal con un “¡muerto de hambre, volvete a tu país!”. Parecía un insulto viejo, desfasado respecto de esta apertura multiculturalista que se estaría imponiendo en ciertos sectores. Pero acaso esa reacción xenófoba estaba expresando nuevas contradicciones de clase: en la jungla porteña, el tachero clásico (así vote a Macri, sea pro milico, etc.) representa el escalón más bajo de un estado de bienestar en retirada. Es el trabajador que paga un alquiler y recién a la noche va a saber si recaudó lo suficiente para pagar los remedios de la nena, pero está protegido por ciertas regulaciones y al menos la nena tiene su obra social; antes estaba furioso porque los piqueteros le cortaban la calle; ahora tiene miedo porque el nuevo paradigma en el rubro “servicios” amenaza con llevárselo puesto; el pibe venezolano de Glovo es el prototipo del Cambio. Un emprendedor, con menos dinero pero con mejor imagen social que el motoquero (“motochorro”, diría Macri) de la mensajería tradicional. Tal vez, dentro del ecosistema que dirime en el asfalto rivalidades e identificaciones básicas, el tachero vea en el pibe de Glovo un sucedáneo en dos ruedas del trabajador desregulado de Uber.
Estas nuevas tensiones sociales imponen la necesidad de reelaborar los discursos políticos, para interpretar los matices de una sociedad que aparece confundida. Hasta el momento, da la sensación de que los únicos que entienden los movimientos del tablero son los que desprecian por igual a los tacheros, al pibe de Glovo y al matrimonio que estaba comprando las empanadas en Palermo.