El sol le ametrallaba polvo y fuego sobre la cabeza desnuda y hacía brillar las micas hasta cegarlo de puro amarillo. La saliva se le empastaba en el paladar. Una costra de mocos resecos le dificultaba la respiración; los trapos con los que se había vendado las manos antes de trepar por la ladera pedregosa le entorpecían el alivio. El calor insoportable y el sudor lo fastidiaban al punto de fantasear con salir del escondite y entregarse a los huinca milicos(*) con tal de que le dieran un poco de agua helada y un retazo húmedo con el que pudiera aplacar los rayones que sentía en los ojos cada vez que parpadeaba. Y la mañana apenas comenzaba.

Allá abajo, los caballos abrevaban en el arroyo que sabía cristalino y frío. Los soldados empapaban sus pañuelos para remojarse la cara y la nuca. Fijó la atención especialmente en uno de ellos, que con un jarro se volcaba chorros de agua helada sobre las crenchas rojas y enruladas, y que luego sacudía como hacen los perros cuando los sorprende el aguacero. Era él, no había dudas. Lo tenía en la mira. Sólo tenía que apretar el gatillo y correr. Incluso si erraba el primer tiro, la posición descuidada del pelirrojo y del resto de la milicada le daría tiempo para recargar y disparar una vez más. Y el huinca pampa mapuche jamás había repetido un yerro. Bajó el fusil y apoyó la espalda en la roca que lo ocultaba. La venganza personal debía esperar.

Los 40 hombres que integraban el pelotón se habían separado en grupos de 8, en medio de los cuales, entre dos horquetas de palo, cada uno preparaba el fuego para la ranchada. Cuando más tarde el aroma de los guisos le hizo eco en el estómago, sacó una lonja de charqui y la masticó largo y pausado. Cada tanto sorbía un poco de agua para licuar la saliva espesa. Esa cantimplora de cuero era toda el agua con la que contaba y se había calentado como las piedras.

Los milicos estaban cansados, sin guardia fija, confiados de que nadie los seguía. Ahora que los había encontrado, era solo cuestión de guiar al malón y atacar. Los suyos lo esperaban en el monte sagrado; pero el escondite entre la mica estaba demasiado cerca y había esa luz tan intensa; el mínimo movimiento lo delataría; recién en la noche, que sería de luna nueva, podría regresar. Lo más probable -se anticipaba- es que tuviera que volver a pie, porque desconfiaba de la fidelidad del zaino arisco que lo trajo a pelo hasta la falda del cerro. No era una cuestión de lealtades -pensó, y perdonó-; ningún bicho que apreciara su vida andaría soportando dócil, sin verde ni agua, los golpes engualichados(*) del sol. Puto sol. Se miró los brazos y el pecho: estaban rojos y ardidos como el pelo del milico. Maldijo su corteza huinca, que se entregaba vencida con tanta más facilidad que el cuero curtido de sus hermanos.

Había heredado la piel de la madre y a la vez la fuerza guerrera del cacique Calfucurá: un envase delicado conteniendo fiereza y ardor. Era el huinca mapuche príncipe bastardo de la nación pampa, pero hijo reconocido de la dignidad ancestral. Aquellos muertos eran su sangre y su historia, por eso se ofreció el primero para ir tras el rastro de la milicada canalla. Mujeres, niños, ancianos, los huincas milicos no habían perdonado la vida de nadie; tampoco la de su madre que, a pesar del rostro europeo, era más pampa que el Huecuvú(*). Conocía apenas y de oídas sobre su origen extraño a los toldos: padres ingleses, criadores de ovejas y amigos de los tehuelches, muertos por la viruela. Los pampas la adoptaron y se crió entre ellos como una más; se emparejó con el lonco(*) Calfucurá cuando éste acordó la paz con el cacique Biguá y recibió el mismo trato de una esposa principal. Desconocía el idioma y la vida de los blancos, y aunque era su piel más pálida y fina que la de los propios soldados, el huinca pampa mapuche sabía que habría batallado en la defensa de los toldos con el color y la arrogancia de los antepasados que la ampararon.

Los milicos llegaron a la toldería de noche, cuando la mayoría de los guerreros pampa iban camino al fortín del Claromecó. Pero los cobardes no querían pelear mano a mano en la batalla; buscaban sorprenderlos y masacrarlos a traición, como habían hecho en el llano al norte a la caída de don Juan Manuel. Los esquivaron y tomaron por asalto la toldería. Los viejos pelearon hasta donde pudieron, pero también ellos, primero ellos, perecieron en el fuego huinca. Una sola niña logró escapar y esconderse en el refugio de las sierras. Ahí la encontró el huinca mapuche; tenían la misma piel; ella temblaba de frío y miedo, él de furia y dolor. Ukene(*)-le dijo- mamaki(*), el huinca de pelo rojo… Y no pudo decir más. Los soldados se habían ensañado con las mujeres, y sobre todo con la pampa blanca, la gringa indócil amancebada con el lonco mapuche de la que todos hablaban en los cuarteles y que ahora yacía empalada entre los restos abrasados de los toldos.

Volvió a asomarse sobre el risco y apuntó con el fusil al pelirrojo. Un blanco fácil. Estaba hablando, contando algo seguramente gracioso para los soldados que reían; el huinca pampa mapuche era incapaz en su aturdimiento eufórico de entender palabra. Acarició el gatillo. Una gota de sudor se deslizó hasta el ojo que apuntaba y el ardor lo hizo volver en sí. Dos veces lo tuvo a tiro. Dos veces venció la tentación de la venganza individual. Matar a uno o acabar con todos: debía ser fuerte y esperar.

El sol le estaba incendiando la piel. La Frente, los hombros y los antebrazos se le habían cubierto de ampollas. El solo trámite de despejarse el sudor hubiera sido suficiente tortura para cualquiera. Pero el pampa resistía en silencio el tránsito cenital del que era dios, era vida y era muerte.

Bebió un sorbo del agua cada vez más caliente y con sabor a cuero viejo. Calculó, por el peso, que quedaban poco más de 10 tragos. Detrás de las voces y las risas, podía oír el arrullo del riacho que acunaba el deshielo. Cerró los ojos y volvió a maldecir su piel huinca, que ardía. Ni toda una vida a la intemperie había logrado curtirle el cuero como a los hermanos, que se reían de su poca tolerancia al frío y al calor, y de las ropas que estaba obligado siempre a vestir. Precisamente con la túnica que llevaba puesta fue que se fabricó los guantes y las botas que le permitieron trepar por la cuesta empedrada sin herirse. 

Cuando el sol empezó el declive, por fin una breve sombra lo alivió. Abajo, los soldados armaban carpas alrededor de los fogones. Un poco más -se alentaba- un poco más. Apenas entrada la noche, el rastreador se dispuso a salir; pero cuando quiso moverse, la piel tirante y ardida, cubierta de ampollas y llagas, le provocó un dolor tan agudo que soltó un gemido sordo y a punto estuvo de gritar.

Alguien desde el campamento lo oyó, aunque dudaba de que ese gemido fuera real o una mala jugada de su imaginación temerosa de la noche; le hizo señas al resto para que hicieran silencio y escucharan. Qué sucede, dijo uno. Oí algo, le respondió. ¡Quién vive! - gritó el pelirrojo hacia los peñascos. Debe ser el viento, dijo uno. O un puma, dijo otro. Y buscaron en la negrura el brillo ladino de los ojos del animal, pero no encontraron nada y cinco minutos después se desentendieron del asunto.

Cuando lo creyó seguro, el huinca pampa mapuche intentó moverse otra vez. Una sed furiosa lo asaltó. Bebió de un trago el resto de la cantimplora. El agua, ya un poco más fría, fue una bendición para las tripas. Pero por fuera ardía cada vez más. Logró ponerse en cuclillas. Debía ascender unos treinta metros antes de emprender el descenso por el otro lado del cerro. Subía lento y con dificultad. El dolor le obligaba a apoyar las rodillas sobre el filo de las micas; sangraba. A mitad de camino, una roca suelta le hizo perder el equilibrio y cayó hacia atrás. Golpeó la cabeza contra las piedras; cerró los ojos y se desmayó.

Abrió los ojos, amanecía. ¿Los huincas se habían marchado? No, ahí estaban todavía. No sentía dolor, ni frío, ni ardor; no sentía nada, salvo sed, mucha sed. Había quedado tendido de cara al cielo, con los brazos en cruz y oculto entre dos rocas. En la mano derecha adivinaba el fusil, pero tampoco lo sentía. Vio que los soldados levantaban el campamento. Quiso moverse para observar mejor, pero no pudo. El pelirrojo trepó hasta la zona donde el espía había permanecido oculto. Qué cerca estaba, podía olerle la bosta adherida a la suela de las botas. Hasta con un piedrazo podría matarlo desde ahí. Pero ningún músculo le respondía. Ni siquiera podía mover el dedo que gatillaba. Lo vio descender lento, todavía buscando hacia los costados. Lo vio encogerse de hombros cuando otros soldados se le acercaron a preguntar. Lo vio montar. Lo vio alejarse. Los vio a todos marcharse. Vio el arroyo solitario que corría helado a los pies de la ladera. Vio el sol que poco a poco volvía al mediodía. Vio a la hermana que reía, a la madre que lo llamaba. Y ya después no vio más nada.

* Gualicho: (tehuelche guenaken) espíritu maligno. Huecuvú: (mapuche) demonio. Huinca: (mapuche) hombre blanco. Lonco: (mapuche): cacique. Mamaki: (tehuelche guenaken) madre. Ukene: (tehuelche guenaken) hermano.