–Va a tener que disculparme, pero está muy débil –dijo la mujer cuando reapareció por el vano de la puerta–. No puede recibir visitas.

El periodista infló el pecho y largó un resoplido que fue una forma apenas solapada de protesta.  

–¿Quién le dijo que no va a poder recibirme? ¿Él?

–No, la señora Amelia.

–¿Y quién es la señora Amelia? Viajé seis horas desde Resistencia para hacer esta entrevista. El camino acá a diez kilómetros estaba anegado, casi me quedo en el barro.

Estuvo por agregar que ni siquiera tenía interés en entrevistar al viejo, que hubiera preferido cubrir el rally, pero entendió que eso no iba a ayudar.

–No depende de mí, señor.

–¿Y de quién depende? ¿De la señora Amelia? Llámela, por favor. Dígale que quiero hablar con ella.

–Pasa que el viejito hoy amaneció muy mal. Le queda muy poco, mire. Y con este tiempo…

El periodista aplastó un mosquito que se había posado en su antebrazo y miró hacia el Chevrolet prestado que lo había llevado hasta allí. Su auto estaba por cumplir un mes en el taller.

–Hace unos días vino otro periodista –dijo mientras tanto la mujer.

–¿Ah, sí? ¿Y él pudo entrevistarlo?

–Bueno, entrevistarlo no. Estuvo con él. Pero el viejito se puso mal. Se quedó muy molesto. ¡También! Póngase en su lugar. Tantos años retirado de todos, abandonado a la buena de Dios… Antes tenía a la hija. Yo la conocí porque soy de por aquí cerca, mire. Pero se murió ya hace unos años, dicen que de la enfermedad de la chinche. Y ya antes había perdido al varón, de jovencito, y más familia no tiene. Ahora que los doctores dicen que se está por morir, todos quieren verlo. Con eso de que es el último que habla ese idioma. Pero vea, yo creo que él siente que lo molestan.

Tal vez la mujer esperaba que esas palabras fueran suficientes para que el periodista se diera por vencido, pero él, en lugar de irse, dio un paso hacia ella, que era dar también un paso hacia la casa.

–Vino también una chica hace un tiempo, cuando yo llevaba unos pocos días aquí. Era estudiante y quería que el viejito le enseñara a hablar su idioma. Pero no duró mucho, esta señorita. Como el viejo no habla español, se le iba a hacer muy difícil. Imagínese, iba a estar años hasta poder aprender un poquito tan siquiera, y eso si el pobre viejo no se moría antes.

–¿Qué, no habla castellano?

–Muy poco. Palabras, así, sueltas.

–¿Y cómo hizo el otro periodista para entrevistarlo?

–No, él quería grabarlo. Le puso una cámara y le pidió que hablara, pero el viejo no quiso saber nada. Parecía los nenes chiquitos, que cuando los padres le piden que digan algo delante de extraños, no hay caso.

–O sea que usted y la otra señora, Amelia, se comunican con el anciano con señas. ¿O cómo hacen?

–Bueno, no. Entender entiende. Pero casi no habla. Como le digo, solo palabras sueltas: que agua, que mate, señora, fresco, y así.

El periodista volvió a resoplar y levantó la mirada. El cielo de la tarde de domingo era una sola nube baja, interminable, que acorralaba el paisaje y tornaba más íntimas las voces.

–Bueno, entonces va a ser mejor que me vaya yendo. No quisiera quedarme encajado en el barro ya de noche.

Se notaba que a la mujer la situación la ponía nerviosa, porque jugaba insistentemente con la manga de la blusa.

–¿Usted pensaba que iba a poder hablar con él? –dijo–.Tendrían que haberle dicho a usted allá, en Resistencia, que el viejo apenas si se hace entender.

–Sí, pero el tarambana de mi jefe escuchó de un anciano que se estaba muriendo y de la lengua que iba a desaparecer, y me mandó así, sin decirme más que dónde vivía. Ni siquiera eso me averiguó muy bien, porque si no preguntaba en el camino, no llegaba.

–Por ahí lo hizo a propósito.

–¿Mi jefe?¿Y para qué?

–Para que viniera igual. Porque si le decía que no hablaba en cristiano usted no iba a querer venir.

–¿Y para qué me mandó entonces mi jefe si no lo voy a poder entrevistar?

–Capaz quería que usted le sacara unas fotos –dijo la mujer, y le señaló la cámara que él tenía colgada del cuello.

–Pero parece que me voy a ir sin siquiera una foto.

La mujer lo repasó de arriba abajo, desde el pelo despeinado hasta los zapatos embarrados.

–Espérese que voy a preguntarle otra vez a la señora Amelia. Ya vengo.

Él estuvo a punto de decirle que no se molestara. Ya quería irse. El día estaba pesado y no soportaba más los mosquitos.

Un minuto después apareció otra mujer que debía de ser Amelia.

–¿Usted quería verlo a Juan?

–¿Juan se llama?

Amelia dio media vuelta y volvió a entrar. 

–Pase –le gritó desde adentro.

La casa olía a barro cocido. En un extremo, la cocina y una mesa en la que ahora la mujer que lo había recibido picaba una cebolla. En el centro, una máquina de coser y, arrimado a una pared, un banco largo. 

–No sé cómo se llama–dijo Amelia–, pero yo le digo Juan. Le digo Juan y él me mira, y entonces presta atención. Necesito que preste atención para que me pueda entender algo. Y a veces ni así.

El periodista buscó al viejo entre las sombras del extremo opuesto a la cocina, y si bien no lo encontró, reparó en la puerta entornada que debía de llevar a la única habitación.

Amelia encendió un fuego.

–Mire, si quiere pasar a sacarle unas fotos, pase. Yo mientras me voy a preparar un té. Estoy cansada, anoche no me dejó dormir.

–¿Cómo fue que usted se acercó a cuidarlo? –preguntó el periodista. No fue una pregunta motivada por la profesión ni por la curiosidad personal. Solo quería demostrar cierta consideración por Amelia, por haber tenido la amabilidad de dejarlo hacer su trabajo.

–Me envió la secretaría de cultura de la provincia. Después que salió en un par de medios la noticia de que el hombre estaba enfermo y que el país estaba por perder una lengua, decidieron poner a alguien para que lo cuidara. Iban a venir unos antropólogos a filmarlo y a hacer unos estudios, pero todavía los estamos esperando.

–Me dijo la señora que estuvo un hombre que quiso grabarlo.

–Pero ese era periodista, y bastante maleducado. Juan está enfermo, triste, cansado. El periodista no le tuvo paciencia y se fue con las manos vacías. Bueno, pase. Es por ahí.

Lo primero que vio el periodista fue la cara vigía y arrugada que ya había descubierto su forma en el umbral y se esforzaba por reconocerlo.

El periodista murmuró un saludo y avanzó hacia el centro de la habitación sin saber qué hacer de ahí en más. El viejo ahora lo miraba con indiferencia, como si observara una mancha de humedad en la pared.

Por costumbre, el periodista buscó el ángulo con mejor luz y estuvo a punto de sacar la cámara. Después entendió la situación y, avergonzado, juzgó ridículo intentar unas fotos. Pero no podía dar media vuelta y volverse a su casa, así que tomó la actitud de quien va a un hospital a visitar a un paciente. Descubrió un banquito al pie de la cama, lo puso junto a la cabecera y se sentó.

El viejo respiraba con dificultad. La luz de la ventana remarcaba las arrugas de su cara (profundas, infinitas) y componía un claroscuro ideal para una foto. Los ojos del viejo miraban hacia la luz, y sus retinas temblaban apenas como el agua de un estanque con el viento. Ante esa imagen, el periodista se convenció más aún de que no tenía sentido estar ahí, con un viejito que aguardaba la muerte y de quien ni siquiera sabía su verdadero nombre. Imposible pensar en entrevistarlo. Incluso si hablara castellano, ya era tarde para una entrevista.

El viejo se ahogó y con gran esfuerzo levantó un poco la cabeza. El periodista trató de ayudarlo colocándole una mano debajo de la nuca, pero para entonces el viejo ya había recuperado el aliento y le hizo notar que quería poner nuevamente su cabeza en la almohada.

Poco a poco la respiración del viejo recobró el ritmo tortuoso pero constante. Con la boca entreabierta, dejaba escapar un silbido flaco y monótono. Miraba un rato la ventana y otro rato al hombre sentado a su lado. El periodista no sabía si en esos ojos grandes había alarma, desconfianza o simplemente los signos de la agonía. Y si bien estuvo un par de veces por levantarse, saludar e irse, la calma de la habitación y la luz tenue lo fueron sedando, y sus pensamientos se fueron haciendo más hondos y más cercanos al recuerdo, hasta que la cama a su lado pasó a ser otra cama en la que moría un hombre que no era precisamente su padre pero que había sido más que un padre, y la mano arrugada que temblaba rozando la suya terminó de transportarlo. Recordó un secreto atroz que había escuchado en la respiración cálida y agónica de aquel hombre, un secreto que de tanto guardarlo casi se había perdido en el fondo de su memoria. Cuando volvió a la realidad de la habitación, fue por una voz borrosa que le hablaba.

–¿Cómo dijo? –preguntó, sin estar seguro de si el viejo le había dicho algo o si él lo había imaginado.

Pero, en todo caso, el viejo ahora permanecía callado. Sus ojos parecían mirar hacia dentro, escarbar entre imágenes y palabras que pronto desaparecerían. El periodista se quedó con esa idea, especuló con que el viejo estuviera repasando su vida con pensamientos forjados en una lengua que ya solo existía en su cabeza. Pensamientos construidos con vocablos a punto de extinguirse y que nadie más volvería a pronunciar.

–Angas... palaube –dijo el viejo, y respiró profundo.

Confundido, el periodista miró a su alrededor en busca de una respuesta y creyó encontrarla en un vaso de agua que resplandecía sobre una mesa. Pero cuando se lo ofreció, el viejo inclinó la cara hacia la pared.

Entonces decidió ir a buscar a Amelia; ella quizá podía comprender lo que el viejo decía.

Ya se levantaba del banco cuando sintió la mano que tomaba la suya.

–Angaspalaube –dijo el viejo una vez más, y esta vez acompañó los sonidos con una mirada llena de intención. Inmediatamente su respiración se enturbió. Tomó un par de bocanadas de aire con mucho esfuerzo, hasta que su pecho quedó suspendido y su boca, abierta pero sin aire.

El periodista corrió a buscar a las mujeres.

–Pobre Juan –dijo Amelia al acercarse a la cama. Le cerró los ojos, le acarició las mejillas.

Por respeto a ese hombre que acababa de irse, el periodista intentó vaciar su cabeza de toda especulación egoísta, pero no pudo evitar pensar en el acontecimiento, en la nota. Se le mezclaba el verdadero pesar con las oraciones periodísticas. Aunque intentaba hacer a un lado el interés profesional, el patetismo de la crónica, y tomar conciencia del hecho en sí, ambas cosas estaban demasiado entreveradas. No podía hacer nada contra eso. Los pensamientos de todos los habitantes de una cultura habían sido moldeados por un idioma que acababa de desaparecer delante de él.

Ya era tarde cuando emprendió el regreso. No iba a llegar a Resistencia antes del anochecer. Así y todo, el trayecto se le hizo más corto que a la ida. En el camino de ida no había pensado más que en el domingo desperdiciado y en el rally. Ahora repasaba esos minutos que había pasado junto al viejo, quería pulir algunos conceptos que había ido elaborando sin proponérselo y que podían servirle para la nota. Pero sus reflexiones eran atravesadas por una palabra, y ya para cuando la noche se había devorado el paisaje y solo quedaban las luces del auto iluminando el camino de tierra, se había entregado a la tarea de retener esa palabra en su cabeza y repetirla a cada rato para no dejarla ir.