Los norteamericanos llaman sleepers a las películas que revientan la taquilla cuando nadie esperaba demasiado de ellas. Pocos casos más ilustrativos de sleeper que Intouchables, que entre 2011 y 2012 se convirtió en una de los títulos franceses más vistos en ese país, con más de 20 millones de espectadores sobre un total de 67 millones de habitantes: como si, para trazar un paralelismo local, a la próxima de Darín la vieran 12 millones de argentinos. A ellos se sumaron otros 20 en el resto del mundo, entre ellos ocho millones de alemanes y casi dos de surcoreanos. Como no podía ser de otra forma, al exitazo le siguieron anuncios de remakes en países tan disímiles como Argentina (Inseparables, 2016), India (Oopiri, 2016) y, of course, Estados Unidos. Después de años de idas y vueltas que incluyeron varios cambios en el elenco y en la silla del director, finalmente llega la versión angloparlante de la historia de una improbable amistad entre un tetrapléjico millonario y cascarrabias y un negro pobretón e irreverente. Dos opuestos que, como ocurre casi siempre en el cine, terminarán atrayéndose.
Basada, ay, en “una historia real”, la película de Neil Burger (El ilusionista, Sin límites) replica de toooodas sus antecesoras una estructura narrativa cuyo primer acto arranca con Phillip Lacasse (Bryan Cranston, rol que en la versión argenta desempeñó Oscar Martínez), postrado en una silla de ruedas desde un accidente en parapente, en plena convocatoria para elegir un nuevo cuidador. Hasta su lujoso piso en Nueva York llegan candidatos atentos, otros chupamedias y varios de currículum intachable, pero el hombre elige al menos pensado, para descontento de su secretaria (Nicole Kidman, a quien en estos días se la ve hasta en la sopa). Un negro recién salido de la cárcel, bravucón y puteador llamado Dell (Kevin Hart, Rodrigo de la Serna aquí) que, por esas arbitrariedades de guión sin las cuales no habría película, cautiva a su futuro empleador. Y entonces arranca esta buddy movie hecha con partes iguales de melodrama y humanismo en la cada uno se retroalimentará de los saberes y formas de ver y pensar el mundo del otro. Phillip, por ejemplo, se fumará algún que otro porrito para reírse un rato y recuperará cierto ánimo vital y un deseo de goce sexual, en tanto Dell descubrirá los placeres de la música clásica y cierta sapiencia a la hora de vincularse con su familia.
Amigos por siempre tiene la anómala virtud de ser una remake superior a la original. Ojo, tampoco hacía falta demasiado, en tanto Intouchables era básica en todos los aspectos posibles: en su paternalismo pueril, en la falta de tapujos a la hora de golpear bajo el cinturón, en el descaro a la hora de aleccionar a través de la parábola emocional de sus protagonistas, en la apelación a todos los clichés raciales y clasistas. Más allá de que algo de todo eso se mantiene, debe agradecerse que esos clichés aparezcan como disparadores humorísticos y no tanto como arquetipos negativos. Lo mismo que con las temidas moralejas sobre la importancia de las segundas oportunidades y otros tópicos similares (no por nada su título original, The Upside, podría traducirse como “Lo positivo”). Esas moralejas, si bien abundan, se desprenden de las acciones -obvias y deliberadamente metafóricas, pero acciones al fin- y no de los parlamentos de un personaje. La última razón por la que Amigos por siempre se deja ver mide apenas 1,63 y se llama Kevin Hart. Ilustre desconocido en estas tierras pero de amplio recorrido en el terreno cómico estadounidense, el actor tiene una lengua velocísima, por momentos imparable, y una voz aguda que coquetea con el falsete. Sus pequeñas explosiones son bienvenidos desvíos en una película que no se caracteriza precisamente por salirse de lo esperable.