“Hay momentos en los que miro a ese niño que crié, y que creía conocer por dentro y por fuera, y me preguntó quién es”, le confiesa un atribulado David Sheff (Steve Carell) a un especialista en adicciones. El motivo de la visita tiene nombre y apellido: Nic Sheff (Timothée Chalamet) se llama ese hijo adolescente que desde hace años se mete cuanta sustancia se le cruce, desde bebidas alcohólicas hasta marihuana, pasando por cocaína y el flamante y más devastador plato del menú, la metanfetamina del cristal. El largo proceso de recuperación de Nic, con sus infinitas recaídas y las consecuentes idas y vueltas en las relaciones familiares, puntúan las distintas etapas narrativas de Beautiful Boy, que para su lanzamiento argentino agrega “Siempre serás mi hijo” como subtítulo. Esa apelación a la incondicionalidad no es casual, en tanto el punto de vista es el de David, ese pobre hombre dispuesto a dar las mil y un batallas con tal de salvar a su primogénito de las garras de las drogas. Batallas complejísimas, con daños colaterales para el entorno cada vez más severos, que se retratan con la misma crudeza con la que se muestra el proceso degenerativo de Nic, en una decisión estética que coquetea peligrosamente con la estilización.
Basada en dos libros escritos por los David y Nic “reales” y publicados casi en simultáneo a fines de la década pasada, Beautiful Boy propone una narración no lineal que alterna entre el presente oscuro y un pasado luminoso en el que padre e hijo parecían compartirlo todo. Ese paralelismo remarca la entrega del primero y una creciente oscuridad interna en el otro. Pero nunca se explica ni se intenta justificar las adicciones, dejando esas motivaciones en un piadoso un fuera de campo. Porque, a simple vista, la vida de ese chico es igual a la de muchos otros y no asoman traumas puntuales: padres separados pero de relación cordial y hasta amistosa, él nuevamente en pareja y con otros dos hijos chicos que quieren a Nic y a los que Nic quiere, una vida económicamente cómoda y hasta una noviecita durante uno de sus intentos por empezar la facultad. Esa ausencia de motivos es, además, un elemento dramático fundacional del relato, ya que deja flotando en el espectador la misma pregunta que David se hace una y otra vez: ¿por qué?
La película no entrega respuesta alguna. A cambio se dedica a mostrar los vaivenes de ese hijo que a veces pide ayuda y otras huye de ella, y las reacciones de un padre sin herramientas para solucionar el problema. Es así que Nic viaja a la casa materna, donde las cosas empiezan a mejorar… hasta que dejan de hacerlo. Una nueva recaída, con escapada incluida, suma aún más desconcierto en un núcleo familiar cuya tensión aumenta. Esa recaída no fue la primera ni será la última, lo que es un problemón tanto para los personajes como para el relato. Beautiful Boy entra en una circularidad que, sumado a la estructura fragmentada que va y viene en el tiempo, la vuelve reiterativa, como si, al igual que Nic, no supiera como salir de su propia encerrona. Sobre el final, el realizador belga Felix Van Groeningen se fascina con el consumo llegando a límites mortales e incluye varios planos bellos y luminosos en los que parece regodearse en la desgracia ajena. Las inevitables placas finales con datos sobre consumo de estupefacientes en Estados Unidos confirman que la voluntad máxima de Beautiful Boy es aportar al mejoramiento social antes que al cine.