Atrevimiento: esa es la palabra que mejor define la decisión del director italiano Luca Guadagnino de filmar un remake de Suspiria, la obra maestra del giallo a la que Dario Argento le puso su firma en 1977. Atrevimiento en todas sus acepciones. Por un lado, porque hace falta valor para atreverse a dar ese paso tras haber tocado el cielo con las manos con su trabajo anterior, Llámame por tu nombre, un drama sobre un adolescente que despierta a su primer amor homosexual, que sorprendió con varias nominaciones a los Oscar en 2017. A priori no parece haber nada más alejado de esa película (delicada, sensible, naturalista) que Suspiria, la original, un film de terror que se hace fuerte en el artificio y la exageración. Pero también se puede pensar ese atrevimiento desde el extremismo del fanático, como insolencia, como lisa y llana caradurez: ¿qué tiene que hacer este tipo, que dirigió esa novelita rosa, con un clásico intocable y genial como la Suspiria de Argento?
Por supuesto que llama la atención el contraste entre el trabajo que encumbró a Guadagnino en la meca del cine y este segundo paso a nivel global, que para nada aparece como el más lógico. Y por supuesto que también tiene el derecho de meterse con Suspiria y con todo lo que se le antoje, si a priori hasta contó con el aval del propio Argento como productor y en este caso no hay voz más autorizada que la suya, por más que los fanáticos pataleen. Y no caben dudas de que van a patalear, porque lejos de respetar las escrituras sagradas del original, Guadagnino filmó otra cosa, lo que se le ocurrió, una película distinta. Otra película. Algo que dicho así parece una obviedad, pero que quizá no lo es tanto para aquellos que pagan la entrada esperando encontrarse con la misma película de hace 40 años.
Y no. No queda nada de aquella puesta en escena deliberadamente irreal, con decorados sobrecargados, actuaciones ídem y una paleta de colores puros y saturados, entre los que predominaban el verde, el azul y sobre todo el rojo. Nada de esa banda sonora exasperante y frenética, pero también sugestiva y amenazadora. Guadagnino se aparta de todo eso con un solo e inesperado movimiento: el de poner un pie sobre la realidad. Aunque el relato está ambientado en Alemania en 1977, como el original, el modelo 2018 se preocupa por establecer cuál es el mundo en que se desarrolla su historia. Una Alemania dividida entre el este y el oeste, golpeada por la violencia revolucionaria de la década de 1970, donde agrupaciones como la famosa Baader-Meinhof ponían bombas y tomaban rehenes por todas partes. Una ciudad de Berlín gris, arratonada, en la que la presencia del muro impone su aura opresiva a la vida cotidiana. Con valentía, Guadagnino avisa desde el minuto cero que se tomó muy en serio eso de destruir el original.
Tanto, que revela en las primeras escenas un detalle que en la película de Argento recién tomaba forma en el último tercio. La protagonista, Suzie Bannion, llega desde los Estados Unidos a una prestigiosa academia de baile que resulta ser el hogar de un aquelarre, cuyas brujas utilizan ese espacio para conseguir chicas jóvenes para usar en sus rituales secretos. Pero descubierto el truco final, ¿hacia dónde se dirige Guadagnino? Eso está por verse, pero no en estas líneas, sino en el cine. El director italiano reordena las piezas, agrega, aumenta, arboriza para convertir lo que era un simple cuento de terror en una película que quiere mostrarse compleja e inteligente.
Es ahí donde tal vez Suspiria muerde la banquina de sus propias pretensiones y patina. El desliz de Guadagnino no está en la sana búsqueda de apartarse de la obra que se propuso adaptar, sino en recargarla con subtramas que tienen la intención declarada de alcanzar el estatus de subtextos. Y, como si no confiara en la capacidad del espectador para tejer por sí mismo una red con esas referencias, el guión necesita hacer pie en lo explícito. “Todo es un desastre: lo de afuera, lo de adentro”, dice en un momento la protagonista, tratando de que a nadie se le escape el supuesto vínculo entre lo que ocurre en el interior de la academia de baile (la historia fantástica) y lo que ocurre en las calles de Berlín (las citas históricas). Igual que el “chiste” de poner a Tilda Swinton a interpretar tres papeles distintos, el pecado de la nueva Suspiria no radica en tratar de ser distinta de la de Argento, sino en su vanidad, en el esfuerzo por dejar su atrevimiento bien claro, para que todo el mundo lo note y se maraville.