Desde Río de Janeiro
El martes murió a los 79 años el obrero metalúrgico Genival Inácio da Silva, víctima de un cáncer de pulmón. Era el hermano mayor de Luiz Inácio da Silva y una figura esencial en su vida y su memoria.
Cuando Lula nació, Genival tenía seis. A lo largo de toda la infancia y la adolescencia, fue una especie de guía protector del benjamín de la familia abandonada por el padre. Era, de los otros seis hijos de doña Lindú, el más apegado, el más íntimo de Lula.
Corrigiendo: el martes murió ‘Vavá’, el hermano amado de Lula. Y tan pronto lo supo, Lula pidió, desde la celda en que se encuentra cumpliendo una condena arbitraria, injusta e inmoral, comparecer al velatorio y al entierro de Vavá, a unos 500 kilómetros de distancia (foto: un hermano y un hijo de Lula en el funeral).
Se trata de una prerrogativa asegurada por ley, a depender del encargado del cumplimiento de la sentencia. El último dato oficial corresponde al año de 2015, cuando nada menos que 173.325 detenidos fueron autorizados a, debidamente acompañados por escolta policial, prestar la despedida final de parientes directos.
Empezó entonces uno de los más asombrosos desfiles de perversión, cobarde y abyecta perversión, que este país en harapos vio a lo largo de las últimas muchísimas décadas.
La jueza encargada de acompañar la condena de Lula, una joven llamada Carolina Lebbos, no quiso usar la prerrogativa que le era facultada por ley: optó por consultar a los fiscales de Curitiba y al superintendente regional de la Policía Federal, en cuyas dependencias el ex presidente se encuentra recluido. Una burda maniobra para ganar tiempo.
A partir de ese momento empezó la farsa, la inmoral farsa en que un lado recurría a otro, hasta que ya entrada la madrugada el tribunal de segunda instancia saltó al ruedo para rechazar el pedido de Lula.
Los argumentos esgrimidos serían risibles si no fuesen tan grotescos. Ofensivamente grotescos. La Policía Federal, por ejemplo, mencionó la imposibilidad de lograr, frente al tiempo absolutamente escaso, una logística para conducir Lula de Curitiba a San Bernardo. Se olvidó de que hace un par de semanas despachó un avión a Santa Cruz de la Sierra tan pronto supo de la prisión del activista italiano Césare Battisti en tierras bolivianas. Un gesto ridículo, a propósito: el avión fue y volvió vacío. El gobierno de Italia no quiso darle al capitán presidente el gustito de exhibirse con un trofeo ajeno.
Si en aquella ocasión el tiempo escasísimo permitió la payasada, ¿cómo creer que no había medios para un vuelo mucho más corto? El Partido de los Trabajadores se ofreció para cubrir los costos de un vuelo privado, con todo y escolta al presidente detenido. Y nada.
Alta madrugada, los abogados de Lula intentaron el último gesto: recurrieron al Supremo Tribunal Federal. Y al mediodía de ayer el presidente de la corte suprema brasileña, Días Toffoli, tuvo ocasión para lucir su costado más brillante y evidente, el de pigmeo moral.
A la una menos cuarto autorizó Lula a viajar a San Pablo, pero no al cementerio: a una guarnición militar, donde podría reunirse con sus familiares. Generoso, autorizó también que el cuerpo de Vavá fuese trasladado a esa guarnición, para que Lula pudiese despedirse de su hermano.
Cuando se comunicó oficialmente la decisión de esa microscópica figura, Vavá ya había bajado a su última y postrera morada. Lula reaccionó como Lula: rechazó la oferta inmoral por considerarla indigna de un hombre digno.
En resumen, de eso se trata: dignidad. Es lo que falta a toda la sarta de los que se mueren de miedo de él, y que por eso armaron todo un circo de asco y crueldad. A esa calaña que se muere de miedo de la presencia y la palabra de un preso que sale de la cárcel para despedirse de un hermano y que luego sería conducido de regreso.
Mirando a todo eso, a un país de ignorancia, truculencia e inmoralidad, me pregunté: al fin y al cabo, ¿quién es el prisionero? ¿Lula o los que se mueren de miedo de él?