“Saber que detrás de cada puerta hay un mundo”, suelta de movida la protagonista del primer cuento, “Lámparas de oca”, que, con resonancias a Felisberto Hernández, nos sumerge en un misterio de muebles de cocina espejados que esconden prendas que, “no importan cuando lean este cuento, serán muy modernas”. Allí, un hombre y su joven secretaria impostarán una escritura imposible, y una mujer inolvidable llamada Lena entregará un billete de cien dólares luego de organizar una fiesta psicodélica para sus gatos en una bañadera inundada de valeriana.
“Al fin y al cabo, yo era un impostor”, afirma Manuel Riotto, el protagonista de “Puerto deseado”, uno de los mejores cuentos. Riotto, un bailarín de gira por un pueblo, se hace pasar por el ganador del concurso a la mejor risa. Se separa de su grupo (bailarinxs que usan el mismo tipo de campera) y cae en una fiesta donde será agasajado por personas que, por su vestimenta, mezcla de bombachas de campo y vestidos brillantes, parecen una “especie de grupo pop”. Riotto termina probándose como dj, y en uno de los momentos descollantes del libro, nos hará viajar a una fiesta disco: “No quiero exagerar, pero lo que sucedió fue algo inusual: la forma en la que introduje a la gente al baile, y cómo los pude mantener en la cima durante horas”. “Me reí con ganas”, afirmará después, cuando mienta a sus amigues bailarines sobre su paradero esa noche. Comprendemos entonces que Riotto fue, de verdad, el ganador del concurso a la mejor risa; comprendemos también que nos está regalando una carcajada eterna, cada vez que recordemos la escena en la que esconde su trofeo debajo de la almohada, o el ensayo en el que hace mal el paso de baile… y le da igual.
Compartir una experiencia te asocia a muches, pero eso no implica que quieras ser parte de ese club; al contrario: el impulso de estos personajes es el del dulce descascararse de cualquier unidad que fije un sentido. De esa posición nos habla Rosario Bléfari: de estar adentro para saber, de salir para contarlo. “Me disuelvo como sal en un mar privado con una voracidad de entrega que no quiere nada a cambio”, se afirma.
Inspirada en Cinematismo, un libro de Eisenstein en el que se da una lista de los objetos del teatro funambulesco como “tres paraguas rojos, dos pollos de cartón…”, tal como lo cuenta en una entrevista, Rosario inserta en estos relatos objetos de utilería: caramelos ácidos ALCA; la remera de una banda cuyo nombre no sabemos pronunciar, licor amaretto, o el jabón de lavar la ropa que nos da la clave del perfume del ser amado. Lo mismo ocurre con las escenografías: un zoológico de La Plata un día de otoño; el baño de un bar, donde se encuentran una chica y la cantante de una banda, frustrada frente a un público apático; y por supuesto, el río de La Plata, a la altura de Hudson. Esta utilería y estos escenarios permiten sintetizar la alquimia que realiza Rosario Bléfari como autora de un capítulo del ya extenso grimorio del fantástico rioplatense: el fantástico pop, que viene a refirmar que, en la deriva y el viaje, la farsa adquiere la capacidad de contrabandear el sentido.
“Ella tampoco quería contar ni mostrar todo. Al menos no quería hacerlo de golpe”, afirma en el primer cuento. Y sin embargo lo hace, porque sus personajes nunca dejan de mutar para contarlo, encontrando un particular equilibrio: “Soy yo sola, elaborando este suplemento de la felicidad de esta manera. (… ) A veces no me queda otra que volver a la normalidad, que bajarme de todo el cóctel. El equilibro es ese grado neutro en el que nada me parece tan estimulante ni me decepciona del todo, esa neutralidad que hay que aprender a aceptar”. En ese equilibrio entre el adentro y el afuera de estos inolvidables farsantxs, Rosario nos mantiene en la cima.