Es un instante, histórico, único, oscuro, denso: Los  lanzallamas de Roberto Arlt está tirado sobre el vinilo Fragile, de Yes, y esos dos objetos conviven en armonía. La radio trasmite con estridencia metálica a Central y más allá de la medianera se escuchan unas voces que armonizan, ensayan, se preparan para dar el salto en el Festival de Cosquín: son Los Trovadores del Norte. Hay algo en el aire. Un clima represivo, pero también la sensualidad agreste del chamamé y las guaranias que transportan las aguas del Paraná, el tango del puerto, la cumbia de los Wawancó de los tocadiscos del vecindario, los boleros de Olga Guillot de las radios y un secreto para pocos: los discos de Aquelarre, una exquisitez.

El relato es una deconstrucción de lo que cuenta Adrián Abonizio. “Había una música en ese ambiente, en nuestras cabezas, queríamos hacer algo nuevo con todos esos elementos”. Lo dice más largo y mejor: sus descripciones de época son deliciosos sainetes orales. Se complementa con lo que recuerda Juan Carlos Baglietto y, por mail desde Italia, Mario “Beto” Corradini.  Tres testimonios de la trama cultural de Rosario, circa 1975: la prehistoria de La Trova rosarina. La cazuela donde se coció una estética que explotó en sintonía con el estrépito de los bombardeos en Malvinas. Una estética nueva pero asimismo anacrónica, clásica, que colisionaba contra la modernidad y la afectación de las bandas emergentes del under porteño. 

El fuego lento de esa cocción –cosmopolita y provinciana, urbana y ribereña– dejó en el fondo de la olla mucho para raspar: leyendas, silencios, malentendidos y misterios. Uno de los misterios más perdurables fue Irreal. Ese nombre es un run run en la historia del rock argentino, confinado a ser apenas “la banda en la que cantaba Juan Carlos Baglietto antes del desembarco porteño”. Pero, ¿qué fue Irreal en verdad?, ¿era sólo la banda de Baglietto? ¿Cómo sonaban? ¿Qué hacían?

Esta semana sale Irreal, el disco que contesta todas las preguntas a través de la compilación de grabaciones perdidas en un limbo de más de 40 años. Ahora lo sabemos: Irreal fue una banda que conectó con el rock progresivo y, en ese link, aparecen como influjos posibles bandas nacionales bien diferentes como M.I.A., La Máquina de Hacer Pájaros, los tucumanos Redd. Esto es, canción y sintetizador, poética y temas instrumentales sinuosos y extensos, tango y Genesis. 

Irreal fue uno de los vectores de la movida. Completaba una cartografía rosarina definida por un hormigueo de músicos que entraban, salían, se amaban, se peleaban haciendo honor a las típicas tensiones de pago chico. Todos se conocían y se multiplicaban: desde Pablo El Enterrador, de Rubén Goldín y Lalo de los Santos, y El Banquete con un imberbe Fito Páez, y también Goldín hasta el grupo Abril, más latinoamericanista, en el que tallaba el ex canciller Rafael Bielsa.

Hubo dos formaciones de Irreal. Una, marcada por el pulso metafísico siempre un poco a contramano de uno de los más grandes cantautores de Rosario y de la Argentina toda: Adrián Abonizio; la otra, bajo el influjo de la voz y la poderosa escena de Juan Carlos Baglietto. En el medio, músicos virtuosos, compositores casi anónimos para el público grueso. Además de Abonizio, en el primer Irreal tocaron Hugo García, Ricardo “Topo” Carbone, Marcelo Domenech, Juan Chianelli y Yayi Gómez. Cuando Abonizio abandonó la banda  y fue reemplazado por Baglietto se sumaron tres integrantes de un grupo de San Nicolás, Caballo de mar: Sergio “Muerto” Sainz, Mario “Beto” Corradini y Daniel “Tuerto” Wirtz. 

“Irreal nació de la desesperación –cuenta Abonizio–. A nosotros nos interesaba el fútbol, las chicas, no mucho más. Éramos de barrio barrio. Yo, puntualmente, era pobre, y vecino de Juan Chianelli y de Hugo García. Vivíamos en la misma cuadra. Una noche estábamos con Hugo en la terraza, mirando las estrellas. Muy colgados, pero sin drogas. No conocíamos las drogas, éramos muy boludos. Le dije a Hugo: ‘Así como existen mundos que no conocemos debe haber una música que no conocemos’. A la semana nos pusimos a tocar. Y nació Irreal. Manejábamos una data cultural rarísima en la cabeza. Mientras mi vieja cosía escuchaba la radio y sonaba jazz y swing, siempre los Wawancó, Cafrune. Yo era fan de Cafrune y de Yupanqui. Y Los Beatles y el folklore de avanzada, ese del Nuevo Cancionero y el Dúo Salteño, pero también los Quilla Huasi y Guarany. Y leíamos: Marechal, Henry Miller, Arlt. Nos pusimos a tocar y tocar, y empezó a salir una onda Chicago, Frank Zappa... No los entendíamos mucho, pero sonaba interesante. Yo me volvía loco porque no sabía tocar. Chapuceaba la guitarra. Pero los otros sí tocaban de la puta madre”.

Ensayaban en la Plaza Buratovich, en el barrio Echesortu. Era 1975. Rigurosamente había un patrullero estacionado en la esquina pero, dicen, sin molestar. Una vez bajó un oficial, y les pidió un tango. Lo hicieron. La escena se repitió durante semanas. En los ‘70 el tango había quedado asociado a actitudes reaccionarias. “Pero una vez bajó otro cana –sigue Abonizio–, se acercó y me susurró: ‘Che, ¿no saben nada de Aquelarre?’. Ahí nos dimos cuenta de que no estaba todo perdido”.

Encontrar sitios para tocar era casi una quimera. Irreal recién debutó oficialmente el 16 de diciembre de 1976 en el teatro Il Trovatore. A partir de entonces establecieron contacto con bandas como Trigémino, de Buenos Aires y Dibujos Animados, de Córdoba, ademas de Redd. Y con M.I.A. (Músicos Independientes Asociados), el colectivo autogestionario con base en Villa Adelina de Donvi, Esther Soto, Liliana y Lito Vitale, Daniel Curto, Alberto Muñoz y más. “Fue un momento muy especial de la música argentina –razona Baglietto–. No era fácil tocar, ni participar en festivales, ni generarlos. Nos unimos a grupos del interior y llegamos a Buenos Aires invitados por M.I.A. Formamos una red solidaria para hacernos más fuertes, para sentirnos menos solos. Lo único que queríamos era mostrarnos.”

Al ingresar, Baglietto era uno más en la banda. Pero en poco tiempo empezó a mostrar las barajas interpretativas –cartas fuertes: esa entonación exacta para deslizarse por climas e historias, esa expresividad teatral, de clown– que lo proyectaron a nivel nacional pocos años después. “Juan era increíble, una maravilla cantando. Yo, como siempre, estaba enojado –ríe Abonizio–. Había querido formar un corpus, una coraza medieval que nos protegiera de la música comercial. Tenía mucha polenta, furia. Y había algo que no me cerraba de Irreal. Yo quería hacer canciones. Decidí irme. Dejé una carta increíble, que decía algo así como que ‘mi corazón se había desangrado en vano, que los quería pero que prefería tomar otras caminos...”. El Zappo Aguilera cada vez que me ve me recuerda la carta y se caga de la risa”.

Ahora que pasó el tiempo, ¿por qué te fuiste realmente?

–Por eso, en serio. Había leído una entrevista a Litto Nebbia de la época de Los Gatos que decía que un tema tenía que contar una historia y durar tres minutos. Y lo tomé como la Biblia. Irreal tenía temas instrumentales, largos. Yo quería ser un cantante como Nino Bravo, pero profundo. Quería hacer tango, folklore, rock, pero canciones. Bueno, creo que me convertí en eso.

¿Qué sentiste cuando entró Baglietto?

–Que era yo el que estaba equivocado. Juan le dio un salto de calidad a todo. Su Irreal fue el germen de lo que vino. El germen de la Trova.

Baglietto manda un mensaje por WhatsApp y dice que, al fin al cabo, no encuentra diferencias destacables entre “los dos Irreales”. “Tal vez el primero era más netamente cancionístico y el segundo tenía más partes instrumentales. Pero el eje eran las canciones: las de Adrián, las de Juan Chianelli, las de Beto Corradini...”.

Corradini fue uno de los cerebros de la segunda etapa. Nació en San Nicolás, actualmente pasa la mitad del año en Italia, es el creador de proyectos musicales en Mar del Plata y en Europa, y Mercedes Sosa grabó su canción “Luna de cabotaje”. 

“Ingresé como guitarrista y compositor en en el momento de una renovación casi completa del proyecto. Yo vivía en San Nicolás, los había conocido en una época de transición del grupo y me enamoró. Asistía a cada uno de sus ensayos. Me encantaba la dulzura de la guitarra de Hugo García y el vuelo de algunos temas. La banda sonaba muy compacta y la propuesta era osada. Mezclábamos ideas abiertamente. Tuve la suerte de contagiar a la banda para hacer dos obras que fueron una novedad para la época. Una de ellas contaba con la inclusión de mimos: Alicia en el país de las m... La otra era una especie de ópera, con coros y mimos, titulada 1492 o cualquiera de estos días. En ésta última aparecía mi hermano Guillermo, con bigotes y anteojos negros al estilo de los servicios, y desde un palco nos suspendía el concierto y nos llevaba detenidos... Obviamente el público no sabía que era algo armado. Eran tiempos en que no llevar tu documento era ya un delito.”

Irreal funciona como emblema de un tema que no llega a ser resuelto del todo: la relación entre rock y dictadura. ¿Resistencia, refugio, indiferencia? ¿Cómo era la vida cotidiana del rockero en el último lustro de la década del 70? Dos ejemplos antagónicos: en La Plata Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota eran perseguidos, pero no tanto por rockeros y hippies sino por conexiones directas o indirectas con la JP, el siloísmo, el ERP. En Buenos Aires Seru Giran debutó en un festival organizado por la esposa del dictador Videla y en toda su trayectoria, más allá de alguna cuestión puntual, no tuvo problemas con el poder. Rosario se acerca al modelo de La Plata: son finalmente ciudades con escalas más pequeñas, universitarias, con un considerable flujo de chicos y chicas del interior. En Rosario algunos músicos tuvieron problemas, sobre todo cuando se acercaron al PST (Partido Socialista de los Trabajadores).

El rock fue un ámbito incomprendido por los extremos: para el terrorismo de Estado era casi una broma, una cuestión inocua de “maricones estrafalarios y drogadictos”; para las organizaciones armadas significaba algo similar, chicos extraviados y descomprometidos entregados a “la música del Imperio”. 

Tanto Baglietto como Abonizio relativizan la injerencia de la dictadura en sus vidas cotidianas. “El rock era un espacio que nos permitía expresarnos más allá de las palabras. Y nos relacionaba con gente que pensaba como uno. No fuimos perseguidos. O, mejor dicho, no fuimos los más perseguidos. Tal vez éramos demasiado inconscientes. La cosa no pasaba más allá de una noche en la comisaría por el aspecto que teníamos”, dice Baglietto. Abonizio va más allá: “No te mataban en la esquina, como ahora los narcos. Sabíamos que había desaparecidos y el clima era horrible. Las balas picaban cerca pero hacíamos nuestra vida”.

Corradini difiere, y es en este punto donde el vínculo rock y dictadura sigue siendo materia de análisis abierto. Relata como ejemplo incuestionable las últimas acciones de Irreal. “Llegaron las primeras notas en revistas y todo crecía. En nuestro afán de comunicarnos cada vez más con la gente, pecamos de ingenuos en un detalle colosal: para los conciertos, como los sistemas de sonido no solían ser los mejores, comenzamos a hacer fotocopias de las letras, acompañadas de ilustraciones. Esas fotocopias llegaron a la Side. Fue el final”.

 A Corradini lo llamaron a declarar en San Nicolás. Lo atendió el mayor Fernández, con una 45 sobre el escritorio. Lo interrogó, lo amenazó y le dijo unas palabras que Corradini no olvida más:

–Irreal es... irreal. No existe. No existe más.

La banda se disolvió y Corradini se escondió en la ciudad de Mar del Plata. 

Grabaciones encontradas, sensaciones encontradas

Hace cinco años el periodista Sergio Rébori organizó una muestra de rock de Rosario. Horacio Vargas, editor y responsable del sello discográfico BlueArt, quedó encantado por el material de fotos y volantes de Irreal. A los 19 fue un seguidor férreo de la banda. “Era –ilustra Vargas– lo que se dice ‘un extraño de pelo largo’”. En la muestra Rébori le entregó una copia de audio de muy baja calidad de un concierto en Tucumán. Después apareció un coleccionista, Manuel Berrocal, que tenía ese casete digitalizado, con muy buen sonido. Paralelamente el realizador Mario Piazza había conservado el master de la banda de sonido de su corto Sueño para un oficinista. A los 20 años, en 1976, Piazza tenía esa película lista pero sin música. Llamó a los Irreal. Hicieron diversas presentaciones en las que proyectaban el corto mientras la banda tocaba en vivo. “Pero la fecha que más perdura en mi memoria –escribe el director– fue la del 14 de abril de 1978, cuando el recital se hizo en La Comedia de Rosario, ocasión del estreno local del film. Mi idea previa era hacer el evento en el auditorio de la Facultad de Ingeniería. Pero después de un primer acuerdo, las autoridades de la Facultad resolvieron que no eran tiempos para promover actos como el que proponíamos. Recuerdo la frase del secretario académico tras ver mi film: ‘A los ojos de un energúmeno puede resultar subversivo’. Fueron los muchachos de Irreal que salieron a buscar otra sala, y consiguieron nada menos que el teatro La Comedia.”

 Vargas consultó a los integrantes del grupo y puso en marcha su viejo anhelo de cuando iba a los conciertos hoy míticos en la sala Lavardén: que Irreal saliera de las fronteras de su ciudad, que dejara de ser la figurita difícil de un ghetto de coleccionistas y maniáticos. 

La edición del disco hace justicia a la verdad histórica. El rock argentino arrima un nuevo dato revelador más allá de Buenos Aires. Irreal no fue una banda de hippies fogoneros, iba por otro lado: por la vía del paladar negro del viejo y suntuoso rock sinfónico. Lo que se escucha son siete temas de la última formación registrados de los concierto del Teatro de la Paz, San Miguel de Tucumán, el 11 y 12 de enero de 1980 (cinco de los cuales pertenecen a Corradini); la banda de sonido de Sueño para un oficinista de Piazza, una suite de casi 15 minutos; y dos temas de la época de Abonizio, “Ruta de la rutina” y “Viernes de agosto”, que fueron grabados el año pasado por un seleccionado de músicos de Irreal, exclusivamente para este disco.

Del material de los conciertos tucumanos se puede escuchar “El gigante de ojos azules” (Nazim Hikmet-Dina Rot), que Baglietto grabó como solista. Es el único tema conocido de un repertorio árido, de irreprochable audacia artística, que tiene un valor documental insondable que hace soslayar deficiencias de audio. Irreal era un eslabón perdido y el disco, una foto de una época: se puede advertir el gris, una letrística desolada, la misma densa melancolía que impregnó el primer disco de Baglietto, de 1982. Se puede escuchar un prog rock neto, el paradigma sonoro de un rock argentino que atrasaba unos cinco años, y que con actitud punk barrió la oleada de las nuevas bandas (Virus, Soda Stereo) y los regresos de las vacas sagradas recicladas (Los Abuelos de la Nada, Punch, Riff). 

“Cuando escucho estas canciones tengo sensaciones encontradas –dice Baglietto–. Es un documento, mayormente el material de un casete del que hicimos 150 copias para los amigos. No tenía otras pretensiones. Pero me reconozco ahí. Se empiezan a avizorar algunas de mis marcas como solista”. 

El rock argentino envejeció, superó los 50 años y está pavimentado por un relato atrapante que tiene lo que tienen las buenas historias: sus mártires, sus curvas, sus batallas, sus fantasmas, sus alegorías. La exhumación de Irreal rompe el hechizo y pone algunas piezas en el lugar indicado. Y refuta para siempre la abominable sentencia de San Nicolás: Irreal fue real. Existió. Y fue el cimiento de una historia demasiado grande llamada Trova rosarina, que hoy pelea entre las trampas de la nostalgia y la lozanía creativa de muchos de sus protagonistas, que se extiende más allá de los decorados del rock.

DE IZQUIERDA A DERECHA: JUAN CARLOS BAGLIETTO / TAPA DEL CASETE QUE FUÉ RECUPERADO, HOY TAPA DEL CD. DIBUJO DE OSVALDO BURUCÚA / IRREAL EN TUCUMÁN / BAGLIETTO Y CORRADINI EN RETIRO.