Bartolomé Mitre, en el texto que abre su traducción a La divina comedia, “Teoría del traductor”, firmado en enero de 1889 (hace exactamente 130 años), presenta una significativa idea de lo que cualquier traducción debería ser. “Una traducción –cuando buena– es a su original, lo que un cuadro copiado de la naturaleza animada, en que el pintor, por medio del artificio de las tintas de su paleta, procura darle el colorido de la vida, ya que no le es posible imprimirle sus movimientos.” La comparación coloca a la obra en lengua fuente en el lugar de la naturaleza, de lo que, por orden divina, dicta las reglas de todo lo creado. Y presenta al trabajo de traducción como una mera copia que intenta reproducir la gracia, el “alma” de su original, con artificios. En esa teoría de la traducción, que es más la imposición de una regla antes que un comentario sobre lo hecho o una reflexión sobre una actividad determinada, se encuentra sintetizado todo el proyecto político e intelectual de Mitre. Por un lado, la idea de tratar de reproducir lo que se piensa como lo “original” de la manera más fiel, más literal posible, cosa que se enriquece como perspectiva general de su lugar en la historia si pensamos que está traduciendo una de las obras cumbres de la literatura, ese invento europeo que seguimos replicando en nuestras costas. La actividad del traductor, también del político, resulta menos un ejercicio de creatividad y más una suerte de seguir los lineamientos presentados por la voz primera, sublime, directamente “divina” de la profundamente europea obra de Dante, La divina comedia. Esa tradición clásica, sus lecturas e interpretaciones y figuras, deben poder traerse tal como están a nuestro territorio. Si Mitre fue una figura “modernizadora” de la Argentina, habría que entender que esa modernidad que traía era el firme intento de copiar los trazos de la originalidad europea a través de artificios, ficciones locales. Quizás la más significativa de esas ficciones haya sido la Guerra del Paraguay (1864-1870).
“Yo nunca había escuchado de la Guerra del Paraguay en la escuela. En los doce años de formación escolar, nunca había escuchado nada”, asegura Miguel Vitagliano, escritor y académico que acaba de sacar la novela Enterrados, en donde cosas aparentemente tan disímiles como La divina comedia, la biografía de Mitre, el mariscal Solano López y la “mariscala” Elisa Lynch, la Guerra de la Triple Alianza o los vaivenes de la política argentina en cualquier momento de su historia se dan cita en el soliloquio (¿o diálogo?) de un hombre enterrado, que sólo tiene piedras a su alrededor con las que pasar un tiempo sin tiempo pero repleto de historia, a fin de cuentas. Sigue Vitagliano: “siempre hubo referencias laterales a todo eso. Ahora, cuando te acercás de verdad, te das cuenta de todo lo que todavía hoy significa. No solamente por el momento y la circunstancia, sino también por cosas tan actuales como el destino del Mercosur. Esa guerra define el carácter moderno de la Argentina, le da su carácter profesional al Ejército Argentino, por ejemplo. No entendí cómo esa guerra no tenía una presencia o una referencia más constante en la literatura argentina. Y otra cosa que siempre me llamó la atención es por qué se le puso ese nombre: la Guerra del Paraguay, como si hubiese sido una guerra ocasionada por el otro. La posición de Mitre, lo que quiso armar después de todo, es exactamente eso: nosotros no hicimos nada, fue un acto de defensa”.
¿Qué es lo que te llamó la atención de la Guerra del Triple Alianza como para escribir una novela concentrada, en parte, en ese evento?
–Lo que a mí me sucede con las novelas es que no surgen de certezas, sino de un profundo pozo de incertidumbre. Hay muchísimas cosas que uno no sabe, pero no todo lo que uno no sabe te interpela. Cuando hablo de incertidumbre me refiero a ese no saber que genera la sensación de reclamo, de desafío. Lo de la Guerra del Paraguay, de la Triple Alianza, tenía bastante de eso. En mi caso, las novelas no surgen de cosas que sepa. La certeza que tengo es la pasión de escribir sobre eso. Ese tema aparece como un vacío, como algo que reclama. La idea de escribir sobre la Guerra del Paraguay la tengo desde 2004. Fui allá, investigué, me encontré con gente, conseguí material, conseguí películas, cosas más raras, que no circulaban, que se habían editado hace mucho tiempo, en sellos piratas, etc. Con toda esa información, de repente me di cuenta que no era mi novela. Que no era el momento de escribirla, al menos. En Paraguay, la presencia de esa guerra es constante. Esta denominación que tienen ellos, la Guerra Grande, ya dice mucho. Te hablan de los tiempos del mariscal como si hubiese sido ayer. Ahí me parece que estos grandes hechos, estos momentos que son tan importantes y que, en nuestro modo de leer la historia, aparecen tan silenciado, funcionan en muchos casos como un espacio que invita al revisionismo.
Jugar con el enemigo
Enterrados es una novela que reúne muchos tiempos con una idea por demás sofocante, no apta para claustrofóbicos, digamos. Un personaje, cuyo nombre no se revela, se encuentra encerrado entre escombros luego de una explosión de algún tipo, en un edificio del cual solo quedan azulejos rotos y escombros. El “enterrado” (así lo vamos a conocer) tiene a su disposición la cabeza y algunos movimientos, con los que va recuperando rocas y encontrando en ellas, más que dibujos, voces fragmentarias de diversos momentos de la historia argentina. Pero, lo interesante, además del planteo inicial, es que ese “enterrado” no contará la historia, las historias, desde una primera persona. Muy por el contrario, un narrador, también desconocido, trata de intervenir en lo que “dice” el “enterrado”, dándole forma, prolijidad, para que se entienda a dónde va. Realizando, a fin de cuentas, una tarea de traducción que ordena el “pensamiento salvaje” de alguien que tiene el cuerpo limitado por esos doctos, elocuentes escombros. El “entierro”, que puede remitir a muchas citas, es también la mejor puerta de entrada a la relación de la novela con La divina comedia, ese texto que opera como base para todo lo que se va a contar. Y que también, como la novela de Vitagliano, empieza con alguien camino al infierno.
Junto con la Guerra del Paraguay, hay una fuerte presencia de La divina comedia y, sobre todo, de la traducción de Mitre. ¿Cómo pensás que funciona esa referencia en lo que contás?
–La novela trata de girar en torno a la Divina Comedia. Lo que pasa es que la tenemos adormecida por la gloria, como diría Borges. Entonces, no tenemos esa referencia constante o consciente que estamos leyendo una obra en donde en dos o tres versos estamos viendo representadas a personas que vivieron trescientos años antes de Dante, otros cuatrocientos, otros mil años antes, y un contemporáneo que está a la vuelta, que acaba de morir. Y esas reunión de lo diverso es la que a mí me interesaba en Enterrados. Por eso no hay una lógica temporal, si se quiere, “realista”. Y eso también me lleva a Borges, pero a una anécdota personal. Cuando era muy jovencito, a los veintiún años, le hice una entrevista (algo que no era muy relevante: era sólo cuestión de llamarlo por teléfono y preguntarle si se lo podía entrevistar o no). La entrevista me la habían pedido para El porteño. Yo le iba a hacer dos o tres preguntitas, que llevaba anotadas. Pero, obviamente, le terminé haciendo más. El viejo no me daba bola cuando yo me ponía en periodista, que era lo que tenía que hacer; y me daba bola cuando era el estudiante de Letras que lo iba a entrevistar. Le hice una pregunta relacionada con La divina comedia, una cosa que había pensado y que tenía que ver con algo fundamental del poema: ¿en qué momento muere Dante? Dante entra y está vivo, y todos los otros son sombra; pero, ¿cuándo se hace el pasaje? ¿Cómo sale de ese entierro en el que se encuentra, en el Infierno, y llega al Paraíso? Y Borges me responde: “¿le parece que vivir en el Paraíso es estar muerto? ¿Mirar a Dios?”. Claro, lo que me estaba diciendo es que en La divina comedia se ponían en juego otras cosas, no ese principio realista con el que yo la estaba leyendo. Las cosas que se comentaban en la época era que Dante, ese hombre, había viajado a la muerte, como para tenerlo en cuenta. Esa ruptura del principio realista aparece también en Enterrados. Investigué en su momento sobre la Guerra del Paraguay, y de repente no quería escribir una novela histórica, no me interesaba. Entendí que eso que había investigado me había servido para conocer un poco más, y lo dejé, sin mucho problema. Pero pasó el tiempo, surgió lo de La divina comedia, se impuso, sobre todo, pensando en la traducción de Mitre, y ahí me di cuenta de que había encontrado mi novela. El punto de articulación entre La divina comedia y la Guerra del Paraguay fue, entonces, pensar en la traducción de Bartolomé Mitre. Y pensar el lugar de Mitre en nuestra historia.
Esa relación entre traducción y obra traducida se da un poco entre el enterrado y el narrador, porque está todo el tiempo uno tratando de entender por qué dice lo que dice el otro. ¿Pensás que hay un vínculo similar en ese sentido?
–Lo que creo es que hay un desdoblamiento. Y siempre me interesó eso. Como lo que contaba al respecto de saber si Dante estaba o no muerto: pensemos que hay una escena en el poema en donde Dante se sienta en una barca y la inclina para un lado, porque el resto de los tripulantes son sombras, no pesan. Dante es todavía, en ese momento, cuerpo. En algún momento, hubo un cambio, un desdoblamiento, algo que no es igual a lo que pasa en la novela, pero que puede llegar a tener que ver. Sin embargo, estas reflexiones creo que son como esos secretos que uno tiene en tanto lector. Son esos secretos que te guardás para vos y te acompañan. Dentro de mi memoria como lector, vuelvo siempre al canto de La Ilíada en donde Héctor se despide de Andrómaca. Héctor se saca el yelmo para no asustar a su hijo. A mí, cuando lo leí, me quedé atrapado en eso. Porque pensé, pienso, ¿cómo alguien puede pensar en el enemigo de esta manera, con ese gesto, esa delicadeza? Algo tan particular no puede ser otra cosa que eso que te guardás como lector y que empieza a ser como un dispositivo de lectura. Vos vas viendo, después, cómo podés volver a diferentes textos con ese dispositivo funcionando, viendo si se puede leer esa misma delicadeza en otros textos.
¿Está funcionando esa delicadeza con el enemigo en Enterrados? Porque hay escenas en que parece que sí, como cuando se vuelve al encuentro de un joven Mitre con Rosas.
–Para la novela, es un momento clave el encuentro entre Rosas y Mitre. No pude resistir al hecho de que buena parte del trabajo de Mitre se condensara ahí, en esa escena. Pero hay más, siempre hay más. Yo creo que nosotros, si pensamos en tanto escritores de izquierda, mejor, en toda una rama de lectores marcados por cierta cultura de izquierda, siempre pudimos leer a Sarmiento. Pero a Mitre lo leemos tan en presente que no tiene ese espacio. Que yo crea, no hay mucho reflexión en torno al personaje. Sí creo que todo lo que escribió y pensó es tan presente para nosotros que todavía no hemos podido establecer una distancia para poder pensar a Mitre. Es un personaje fascinante. También, un autodidacta. No solamente inventó la Historia, cosa que sabemos y la padecemos, junto con La Nación, sino que también hay todo un trabajo allí que me tentaba. Hay que considerar la habilidad del tipo para estar atento a lo que estaba pasando, ya desde muy joven. Lo que pasaba con la literatura que se iba publicando. Y a eso hay que sumarle sus agachadas, sus complejas posiciones, lo que fuere. Me parecía que era un personaje muy interesante para trabajar. Sobre todo, porque no me caía simpático: es casi como un principio flaubertiano. Como no me caía simpático, ahí había algo que me interesaba.
La clave del exilio
La novela de Vitagliano es una obra fragmentaria, compleja, que encuentra su piedra de escándalo en Mitre y su relación con Delfina, mediada por la (imposible) traducción de La divina comedia; pero que también pasa por el romance de Elisa Lynch y Francisco Solano López, aún más, por la figura de exiliada de Lynch: alguien que va de un lugar al otro, y que termina convirtiéndose en heroína en la historia del Paraguay. Habiendo nacido en Irlanda, habiéndose formado como mujer independiente entre Argelia y Francia, termina en un país sudamericano, convirtiéndose en una de las figuras políticas más importantes del conflicto armado. Enterrados es una novela de figuras en exilio permanente, ya sea por su propia biografía o por ese collage que el propio texto va armando, donde escritores contemporáneos como Estaban Buch, Dardo Scavino o Aníbal Jarkowski pueden encontrarse con Dante, Saer, Borges, Sarmiento y los Mitre.
Gran parte de los nombres en la novela tienen que ver con cierto modo del exilio: Dardo Scavino, en Francia; o Jarkowski, que está como exiliado del mundo que lo rodea, o como la propia Elisa Lynch. ¿Hay en Enterrados una reflexión acerca de este estar fuera de lugar?
–Yo leo una novela de Jarkowski con la misma pasión con la que puedo leer La divina comedia. Aparte del cariño, la amistad y todo eso, hay un interés de por medio. Esos autores, Scavino y Jarkowski, me interesan. Por eso está, también, Dardo Scavino con Sarmiento. Y por eso, atrás, en las notas que tratan de organizar la multitud de nombres que se mencionan, aparecen algunas referencias escritas por el narrador, que siempre confiesa que va puliendo lo que dice el enterrado. En esas notas, el narrador aclara que Scavino y Jarkowski podrían ser amigos de este personaje. Por eso él se pone a buscar información y encuentra determinados textos que tienen que ver con la historia que estaría contando el enterrado. A mí lo que me interesaba pensar era el sentido figurado del enterrado. Y uno podría decir que el enterrado es también un exiliado. Y, también, esos otros exilios que aparecen pueden ser un sentido figurado en donde no se está hablando de países, sino que se está hablando de otro tipo de exilio. Fui consciente de que no estaba escribiendo una novela realista, pero la trabajé como si lo fuera. El enterrado es un enterrado de muchas cosas. Por eso, ese desdoblamiento entre el enterrado y el narrador, y esa operación, más que restarle a la novela, la potencia. Creo. Por eso, hasta en un momento la novela lo dice, se menciona a la película Providence, de Alain Resnais. Yo pensé mucho en esa película: allí, un viejo, tirado en la cama, borracho, que no se puede mover, aparece en la primera escena, y después vemos cómo se va narrando una historia. El problema es que esa historia, nos damos cuenta luego, es un relato del viejo, que va atravesando eso que cuenta con cosas reales, con cosas que inventa, y no sabemos muy bien cuál es el límite. Y yo pensaba cuánto del enterrado tiene que ver con esto. ¿En qué está enterrado? ¿Cuáles son los escombros en los que está enterrado? ¿Son solamente escombros de piedras materiales, o son otro tipo de escombros? ¿De qué cosas están hechas los exilios? Todos esos elementos, a mí, me convocaban.
La novela construye un punto en donde parece que todo explota: la historia argentina y la literatura. Pero en ese acto de explosión hay un intento de poner en relación fragmentos: lo que queda después de que todo vuele por los aires. ¿Pensás que ese intento de reunir y vincular tiene que ver con el hecho de que el enterrado vive de las asociaciones, en tanto se da a entender que es un profesor?
–Este tipo, el enterrado, es un profesor, sí, y está haciendo eso, lo mismo que hace cualquier profesor: alguien que en un año, con la mención de un año, permite conectar varias cosas. Un año se convierte entonces en un punto de referencia. Ese sistema de conexiones tiene que ver con las piedras, los elementos que le permiten realizar conexiones. Y, de repente, las conexiones son azarosas. Aparentemente son azarosas. Pero hay muchas cosas funcionando junto con esta búsqueda de asociaciones. Por ejemplo, la oralidad. A mi me gustaba que la novela tuviera cierta oralidad, una que tiene que ver con el canto, con la gauchesca. El efecto era que los nombres no los dice el enterrado, es la voz que él entona. Los nombres son los que va poniendo el narrador para que sepamos a quién se refiere el enterrado. Es un efecto coral que a mí me interesaba. Por eso trataba de ir modificando la sintaxis, tratando de buscar un tono, algo que tiene que ver con el canto en la gauchesca. Hay un mundo de asociaciones posibles, en cierto modo.
En tanto académico, ¿sentís que hay un choque entre crítica y literatura a la hora de escribir una novela?
–Yo no tengo espacio para las formas breves. No me encuentro frente a las formas breves. Yo necesito vivir en cada novela un tiempo. Me instalo en un estado de algo, un tiempo. Lo mismo pasa cuando escribo un artículo académico. Además, la escritura académica tiene ciertos tipos de exigencias que no tienen las literarias. Pero, en cuanto lector, no hay ninguna diferencia. Combino lecturas, mezclo lecturas de crítica y de ficción, cuando pienso la ficción, que la pienso en términos de la crítica. Cuando me siento a escribir una novela, en esa libertad de lector, replico el modelo que siento cuando doy clases, o cuando escribo crítica. No podría decir que hay diferencia entre el escritor de novela y el escritor académico. Hay diferencia en la escritura, si querés. Pero en la lectura, en el modo de pensar, en elegir a la literatura como un lugar para mirar el mundo, no hay diferencia. Una de las mejores cosas que hice en mi vida fue decidirme a estudiar literatura. Yo ya escribía: pero leer y hacer un estudio formal de eso que leía, descubrir la teoría literaria, la lingüística, la semiología, para mí fue algo realmente maravilloso. Creo que desde ahí, desde esos lugares, desde esos saberes, miro las piedras.