En la Europa previa a la primera guerra mundial, en el Imperio austro-húngaro, un joven de casi veinte años que ha llegado al grado de teniente, Robert Musil, abandona la academia militar –rompiendo con el deseo familiar– para dedicarse a estudios científicos y a las matemáticas. Diversos estadios, el militar, el científico, el filosófico, irán así pasando, y terminará estableciéndose en el de la literatura, según reconstruyó Pedro Madrigal en su libro Robert Musil y la crisis del arte. En 1901, como ingeniero, comienza a trabajar y a desilusionarse ante la parcialidad y límites de la visión de sus colegas, los “especialistas”, agentes de la expansión económica de un imperio, pese a todo, en crisis. “Hastiado por el seco trabajo” durante un año, en los talleres de Stuttgart, en sus ratos libres fantasea y recupera aquellas vivencias en los dos internados militares por los que pasó, para transformarlas en un libro.
Publicada en 1906, Las tribulaciones del estudiante Törless es la primera novela de Musil, un trabajo que le abrió exitosamente las puertas de la literatura y al que le siguieron varios relatos, una obra de teatro, otras prosas y finalmente su más conocida e inconclusa obra, El hombre sin atributos, publicado su primer tomo en vida del autor. Ahora, con traducción de Nicolás Gelormini, la editorial Bärenhaus recupera aquel debut literario, unos “recuerdos de adolescencia”, en la superficie, que ocultan –y anticipan– oscuras fuerzas.
Aunque el punto de partida es autobiográfico, aquí no hay recuento de lo que fuera la vida del autor en ese periodo; tampoco son “confesiones”, así contenga elementos de “educación sentimental”, ni mero realismo. Ni discusiones “pedagógicas”. Lo que se puede encontrar en Las tribulaciones…, en primer lugar, es la historia de una intensa sensualidad, desbocada, en un internado, cuando tres jóvenes condiscípulos le descubren a otro un robo. La amenaza de señalarlo, denunciándolo públicamente, el poder de la extorsión les permitirá recorrer un cruel camino, de ribetes sádicos, sojuzgando al “otro”, en una especie de experimentación en búsqueda de “romper límites”, generar autoafirmaciones y obtener “trascendencias”.
Cada integrante de la pequeña cofradía secreta de amigos persigue sus objetivos y expresa sus motivos. Los de Törless, en particular, contienen una mezcla de ansia y esperanza –vía el intelecto y la razón–, y una desconfianza en el mundo real, el de las rutinas y disciplinas de los adultos y autoridades. Retraído del bullicio diario juvenil, Törless se interroga y busca tras las apariencias. Le dice a uno de sus compañeros: “De todo lo que hacemos todo el día en la escuela, ¿hay algo que tenga sentido? ¿De qué se puede sacar algo? Me refiero a sacar algo para uno… A la noche uno sabe que vivió un día más, que aprendió esto y lo otro, pero aun así sigue estando vacío, interiormente, quiero decir, uno se queda con una profunda hambre interior”. La fascinación con el joven cuasi esclavizado, con su apariencia de efebo, el tormentoso vaivén de “amor-odio”, los flujos sensuales, de recuerdos, e intelectuales –lo que incluye “tropezones” de Törless con los límites de las matemáticas y con su entendimiento de Kant– llegarán a un punto de crisis, con su posterior estallido y resolución.
En segundo lugar, se encuentra lo que pareciera una asombrosa anticipación histórica del nazismo, cuando uno de los jó-venes les plantea a sus socios “entregar” a la víctima de las vejaciones al alumnado, haciendo público su delito; otro, por su parte, preferirá transitar el camino del hipnotismo y la mística. “Tal vez lo entreguemos directamente a los compañeros. Esto sería lo más inteligente. Con que cada uno aporte un poco, al ser tantos, bastará para hacerlo pedazos. Además me gustan esos movimientos de masas. Nadie admite estar haciendo nada para que suceda, pero las olas se agitan cada vez más alto y terminan por cubrir las cabezas de todos. Lo verán, nadie moverá un pelo pero habrá una gran tormenta”. La tormenta ocurre, y Törless, un observador más, se estremece: “Acababa de ver con sus propios ojos el poder de la terrible amenaza”.
A diferencia de lo que pretendiera Hegel, que la moderna “prosa del mundo” encontrara su forma armónica, totalizadora y homogénea en la novela, la realidad del capitalismo, con sus inestabilidades, contradicciones, fragmentaciones de toda índole y múltiples crisis dieron por resultado, como indicara Lukács en su todavía actual Teoría de la novela, una “totalidad heterogénea”, estructura de la “novela de la decepción”.
Törless está desgarrado “entre dos mundos: uno sólidamente burgués, en el que al final estaba regulado y transcurría de modo razonable, tal y como estaba acostumbrado de casa, y uno de aventuras, lleno de oscuridad, misterio, sangre y sorpresas insospechadas. Uno parecía excluir al otro”. Es parte de lo que Claudio Magris llamara en un ensayo “la excepción austríaca”: novelas que, en el marco del ciclo de auge de esta forma de expresión burguesa, entre mediados del siglo XIX y aproximadamente los años 30, se diferencian por no tomar como factor o elemento sustancial, estructurante de la narración, el producto-fetiche burgués por excelencia: el dinero, tal como hiciera, por ejemplo, Balzac. En cambio, focaliza su atención en el sujeto, en sus múltiples y conflictivas relaciones con el mundo, y consigo mismo. “No frescos sociales, sino frescos de la desintegración del tejido social y de toda unidad, incluida la del yo: las obras maestras de Musil, Kafka y otros gigantes”, dice Magris. No expresión, sino malograda, insatisfecha exploración. La novela como instrumento gnoseológico.
Con Las tribulaciones del estudiante Törless, como señalara Hermann Broch en un homenaje por el centenario de Musil, este le dice adiós con su libro a un momento de su propia adolescencia, sí –con este, “su Werther”–, pero también a una época histórica que, tras las crisis y destrucciones de la Primera Guerra Mundial, se iría para ya no volver.