Tal vez no rece con amor ni con fe,
sino con la visión de la condena.
Olga Orozco
El está sentado en un tren. A veces cuando no puede estar en ninguna parte viaja en tren. Procura bajar en las estaciones terminales para no ser tomado por un vagabundo o por lo que es: un fugitivo. No es más fugitivo que ayer o que el día anterior cuando estaba en su casa, con su mujer, o haciendo la prensa clandestina, pero hoy huye de la muerte en otro sentido. Es una fuga que no tiene caso porque es imposible. De esa muerte sólo se puede huir de un modo: muriendo. Planificar el modo de morir es lo único que lo aleja por momentos de la muerte.
Deben ser las seis de la tarde. Va hacia la Capital. Esta es la segunda vez que vuelve a la Capital. El tren va casi vacío. Hacia el lado contrario los hombres desbordan puertas y ventanas. Volver a casa es una operación de la que no se puede salir ileso. El ve pasar a esos trenes que son como achuras recocinadas, con la piel abierta y toda la carne a punto de escaparse y se pregunta si esos hombres sabrán, si estarán enterados de toda la sangre que está corriendo para que ellos se salven. Es un pensamiento paternalista, soberbio, de esos que él detesta. Pero no está en un día para corregir sus debilidades ideológicas. Está furioso. Pero su furia no es una columna de fuego. Su furia es una lava de volcán que se va colando lentamente en los recovecos de su inteligencia y consume uno por uno los motivos de su furia. Hay algunas palabras que lo obsesionan. Como siempre que una idea lo acosa, deja que las palabras lo vayan atacando por los costados. Al final sabrá que hacer. Pero antes hay que dejar que las pistas lleguen al escenario, que se planten en la escena del crimen y sólo después tratar de encontrar la conexión.
El hombre ya no es joven. Viste un sobretodo oscuro. Tiene un maletín sobre las rodillas. Parece un viajante de comercio o un oficinista. Esta vez no se baja en la terminal. No quiere perder su asiento, no quiere ser aplastado por la horda humana que entrará corriendo y buscará un lugar en el vagón. Somos faena. Somos deportados. Venimos o vamos a un campo de concentración. Las masas. Eso somos. Una masa para hacer un pan dulce, un pan de Navidad. Algunos seremos las frutas secas, otros el harina y el agua y algunos otros la levadura que la hará leudar. El hombre aprieta los dientes y se deja invadir por las quejas, los olores, las manos que se agarran del asiento para oponer un poco de resistencia a la presión de doscientos cuerpos que buscan una posición no tan dolorosa. Trata de huir mirando por la ventana. Antes de llegar a la primera estación el tren se queda detenido. Nadie sabe por qué. El fastidio y la resignación se van trenzando hasta formar una cuerda pegajosa, llena de electricidad y de peligro. Cruzando la avenida hay un edificio en construcción. Los obreros están saliendo por la puerta de chapa. En la vereda hay grandes bolsas de plástico blanco llenas de arena. Una nueva lengua de lava incendia su memoria. Se deja quemar. Para entender hay que dejar que las palabras actúen. Parece que ha pasado una década pero fueron apenas meses. Los amigos en la playa. Los paseos por la rambla, las noches en el patio, las tardes en el living de la casa escuchando la voz grabada del Secretario General. Una ronda humeante alrededor del casete, viendo las dos rueditas dar vueltas, hilar la voz grabada del Secretario General. El hombre se lo había figurado frente al micrófono imaginando un estadio lleno, los ojos fijos en él, la escucha devota, el aire contenido. Tal vez haya gesticulado con la mano derecha, puntuando lo importante. Seguramente levantó el dedo índice, bajó el mentón y fijó sus grandes ojos redondos en el auditorio imaginario cuando dijo no es cierto que nos estén diezmando. Eso es lo que el enemigo quiere que creamos. Y los que han muerto en combate y los que todavía morirán serán los mártires del pueblo, serán los héroes de la revolución. Toda revolución necesita sus muertos, sus mártires, sus héroes. El hombre recuerda el silencio y las miradas sombrías y las manos crispadas, y después el ridículo de gritarle al casete, como si el joven Secretario General pudiera oír las protestas de sus mayores. Y después los cigarrillos perdiendo sus cenizas en desorden y todos hablando al mismo tiempo. Dios mío, la derrota es irreversible. Hay que replegarse, hay que preservar a los cuadros que tantos años nos llevó formar, tenemos que sacar del país a la mayor cantidad de compañeros posible. Muchos no se van a querer ir. Pero no es cuestión de renunciar, es cuestión de medir fuerzas, de ser más inteligentes, de entender este tiempo histórico. El tren se pone en movimiento y alcanza la estación. Un suspiro general alivia un poco a ese animal único formado por cientos de personas. Nadie baja. Algunos incluso suben. Toman carrera y se meten en un vagón donde parecía no poder entrar más nadie. Los pasajeros no se quejan. No se puede recriminar el deseo de llegar a casa como sea.
El hombre deja que la frente se golpee contra el vidrio de la ventana. La ciudad se va achatando a medida que se aleja de la Capital. Los negocios se apretujan contra las estaciones y las calles se hacen de tierra a no más de cinco cuadras. Los perros flacos le ladran al tren en los pasos niveles. Algunos niños tratan de ahogar el ruido con gritos rituales. Una señora se corrige el maquillaje frente a un espejito de mano mientras espera para cruzar. ¿Cuándo fue la última vez que te vi arreglarte para salir? ¿Cuándo te convertiste a ese ascetismo impresionante? Ni una cadenita, ni un anillo, ni una camisa linda. Comprarte un regalo de cumpleaños hubiera sido tal vez ofenderte. El hombre no sabe si es mejor no tener un objeto que no hubiera podido darle o si hubiera preferido quedarse con un regalito huérfano para dañarse de acá en mas.
En la última estación las puertas abiertas escupen y escupen hombres y mujeres que corren en el andén como si los persiguiera un incendio. El hombre se queda sentado y espera que todos bajen. Después recoge su maletín y cruza con paciencia la vía. Da unas vueltas por esa pequeña ciudad del conurbano, compra cigarrillos, toma notas mentales de las calles, traza en su mente un mapa rudimentario pero ajustado. Después vuelve a la estación, saca tres boletos de ida y vuelta con el dinero justo para no demorarse innecesariamente en la ventanilla. La formación ya está en el andén. Una chica esmirriada, de pelo corto, entra en el furgón con una bicicleta. El hombre siente un golpe en el estomago. La hiel le sube hasta la boca y las manos le sudan de pronto. Por un momento, por un fugaz y absurdo momento, la chica era ella y no estaba muerta y cargaba una bicicleta.
El hombre se sienta, abre el maletín, saca una hoja y una lapicera. Ya no importa tener razón, haber estado en lo cierto. Ahora hay que actuar. Si fuera útil se abrazaría a un racimo de granadas y se detonaría en un cuartel. Pero no sirve. Tiene que escribir. Le gustaría comprender qué debería escribir, cómo se escribe en la derrota, cómo encontrar las palabras que conviertan este terrible revés en victoria. Tal vez haya que recuperar palabras como amigo, escritor, reflexión. Estoy solo, piensa el hombre. Y sin embargo somos muchos. Escribir, comunicar, difundir, denunciar. Aguantar. Ya habrá tiempo para morir. Me gustaría verte sonreír una vez más. Pero con toda la boca. No con esa mueca desvaída de los últimos meses. Me gustaría, incluso, verte reír. Con esas carcajadas fuera de lugar. Las cosas nuevas, las sorpresas, los mecanismos extraordinarios, esas cosas te daban risa. Te daban. Te dan. Hay que inventar un tiempo de verbo que esté en el medio. Y un verbo para decir este dolor. No un adjetivo: un verbo.
El tiempo ha transcurrido. El hombre ha perdido la cuenta de las idas y las vueltas. Ha visto la tarde hundirse en los misterios de la noche. La gente ha llegado a sus casas, son pocos los que viajan en cualquiera de las dos direcciones. Cuando llega a la última estación se da cuenta de que debería haberse bajado antes. Ya no habrá trenes hasta que el servicio se retome a las tres y diez de la madrugada. Son apenas cinco los pasajeros que se bajan. El andén queda completamente vacío, fantasmal. Si le tuviera miedo a la oscuridad y a los lugares tenebrosos estaría aterrado. Un único foco se balancea movido por la brisa suave. Podría morir estúpidamente ahora. Está prohibido deambular después del toque de queda. El mapa que ha trazado le indica cuál es la mejor salida, cuáles son las calles por las que le convendría caminar, las avenidas que debería evitar. Pero se queda. Se sienta en un banco helado, abraza el maletín y se queda. Ya me voy. Sólo necesito encontrar el impulso.
El tren no va a salir hasta dentro de una hora. El hombre se sobresalta. Tal vez se durmió o los pensamientos lo transportaron fuera del espacio. Estoy siendo muy irresponsable. El hombre se levanta con ansiedad. El guarda, con su gorrita con visera en la mano, con su saco gris y sus pantalones grises y sus zapatos lustrados, le parece vagamente conocido. Claro, le picó el boleto en alguno de los viajes. El guarda le sonríe. ¿Problemas en casa? Tarda demasiado en responder. Está en peligro pero no logra sentirse en peligro, todavía discute consigo mismo la torpeza de haberse pasado por alto todas las medidas de seguridad. El hombre y el guarda se quedan en silencio. Se miran. Un entendimiento hace foco en la mirada del guarda. ¿Quiere tomarse un mate conmigo? Yo también tengo que esperar. No debería, el hombre sabe que no debería. Pero ha perdido por un momento la iniciativa. Inclina la cabeza, agarra su maletín, y sigue al guarda hasta una oficina ínfima donde hay planillas, horarios, un escritorio pequeño y dos sillas. También un anafe con una pava, una canilla y un estante con yerba, mate y unas galletitas húmedas. No tenga miedo, no puedo hacer mucho, pero quiero hacer lo que pueda. Le asombraría saber la cantidad de gente que viaja en tren cuando no puede estar en su casa. Mujeres con niños pequeños, hombres con cara de espanto. Son como distintas estatuas del miedo. Pero usted no tiene miedo ¿no? Usted está sufriendo. Mi hija… ¿Una enfermedad? No, siempre fue muy sana. ¿Un accidente? El hombre no responde. Sabe que aunque parezca que puede confiar, aunque probablemente se pueda confiar, no tiene que entregarse. El guarda sigue hablando pero concentra la mirada en el mate. Los hijos son nuestro punto débil. No hay nada peor que perder un hijo. ¿Sabe qué creo? Que este mate necesita un condimento. Abre el último cajón y saca una petaca de caña. Destapa la pava y echa un buen chorro. El hombre se sonríe a su pesar. Siempre se aprende algo. Pero de pronto se da cuenta de que no se lo va a poder contar a ella, que ese es el tipo de cosas que a ella le hubiera encantado saber, que era una anécdota perfecta para cuando la conversación se volviera difícil. Así es la muerte. Un lento y sofocante inventario de las cosas que ya no vamos a poder compartir.
Es la segunda vez en dos días que dice “mi hija”. Dos palabras que se han convertido en navajas. Pierde una cuerda vocal cada vez que las dice. La boca se le llena de sangre cada vez que las dice. ¿Era su única hija? No, pero… Si, ya sé, los hijos cuando se nos van siempre son hijos únicos. A mí se me fue mi primer hijo. Dos días después de nacer. Un angelito. Después tuve cinco hijos más, pero cuando digo “mi hijo” sólo pienso en él, como si los demás fueran menos hijos. Dios nos pide sacrificios, nos pone pruebas muy difíciles, pero recuerde que nunca nos pide algo que está por encima de nuestras fuerzas. Yo creí que me iba a morir de dolor, creí que mi mujer se iba a suicidar, y aquí me tiene. El hombre chupa su mate alcohólico y se acuerda de que cuando escuchó el nombre de ella en la lista de los que habían muerto en ese combate, tuvo el impulso de persignarse. Hizo los primeros gestos pero en la mitad se arrepintió. Un poco por pudor, un poco por asombro de que el golpe le hubiera traído al niño que fue, arrodillado a las cinco de la mañana en la iglesia del internado, rezando cada noche con los codos en la cama, haciendo la señal de la cruz cuando escuchaba en el pasillo los zapatos de los celadores malos. Pero la mano se había detenido en la mitad del gesto también por odio. ¿Por qué invocar a un Dios que había permitido semejante desastre? Dios no pide nada. Dios quita, exige, castiga. Dios es un sádico, un caprichoso, es un rey malvado y arbitrario. Pide imposibles, asesina niños, envenena los ríos, sólo para probar que es más fuerte. Y no contento con eso, demanda holocaustos como muestras de devoción. Tal vez haya que entender mejor eso de que el hombre fue creado a imagen y semejanza del Señor. La crueldad es la prueba de que Dios existe. El hombre se encoge en la silla. Se había enderezado para hablar; el odio siempre da coraje. Pero las palabras lo han agotado. Se frota los brazos como si hiciera mucho frío. Busca en el bolsillo del sobretodo el atado de cigarrillos. Debajo, en el pantalón, el metal de la pistola se ha entibiado con su cuerpo. Se demora un poco palpándola. Parece haberse olvidado del cigarrillo, del guarda que lo mira alarmado, de la silla, del mate con caña, de la noche que empieza a ceder. Lo perdono porque está dolido. A un padre que se le ha muerto un hijo hay que perdonarle cualquier cosa. No, no me perdone. Usted me quiere consolar y yo le estoy faltando el respeto. Los hombres se quedan en silencio. El murmullo final de cada mate organiza un dialogo mudo. Cebar, tomar, entregar, cebar. Usted debe tener un jardín ¿no? Sí, tengo, ¿cómo supo? No, no supe, me imaginé. A mí me gustaría tener un jardín, con plantas mezcladas, con el pasto cortado a guadaña. No esos jardines ingleses que parecen una alfombra, con todas las flores ordenadas por color, me gustaría tener un jardincito criollo. El hombre saca el atado de cigarrillos y le convida al guarda. Tardan en encenderlos. Como si quisieran consumir el tiempo y los temas difíciles con la brasa, fuman despacio, con caladas profundas, tóxicas, efectivas. Tiene que tener cuidado con las hormigas. Si se descuida le dejan su jardincito criollo pelado en una sola noche. Son terribles. Se organizan como un ejército y no se cansan. Usted se cansa, se distrae, se aburre. Pero ellas no. El hombre siente el escozor del humo en los ojos. Teme que unas lágrimas involuntarias, orgánicas, empujen las otras que tiene apelmazadas debajo del esternón. La puerta se abre de pronto. El hombre salta de la silla y se lleva la mano al bolsillo derecho del pantalón. Buen día Rogelio, ah, estás acompañado. El hombre no entiende todavía si el peligro ya pasó o está por llegar. Está confundido. Llegaste temprano Gaita, te presento acá al amigo… Daniel, dice el hombre y extiende una mano formal, Daniel Hernández. Bueno, te presento a mi amigo Daniel Hernández, su mujer lo dejó durmiendo afuera, así que va a usar nuestro tren mientras piensa cómo se hace perdonar. Ah, las mujeres. No sabe cómo lo entiendo. A mí me dejó mi mujer hace tres meses y todavía no me repongo. Sufro mucho. A veces pienso que me gustaría acostarme y dormir un año entero. Despertarme un día y haber olvidado todo. El hombre no se atreve a sentarse de nuevo, pero parece más tranquilo. Saca otro cigarrillo, ofrece y enciende los tres con la mano izquierda. Yo no podría haberlo dicho mejor. Dormir un año entero.