Estaba tratando de escribir una novela. En ese intento fallaba y fallaba. La protagonista era una mujer con una misión. Mesiánica. Para imaginarla me puse a leer la Biblia. Nunca la había leído ni sabía apenas nada más que lo que se dice que dice. Ni siquiera había visto los especiales televisivos de Pascuas o de Navidad. La leí con una inocencia que ahora me da ternura. Leí las historias, me maravillé con la imbatible condensación del Antiguo Testamento, lloré con los Evangelios, me enamoré de la versión de Juan, escuché la lengua que nos hablamos desde hace tantos siglos. Leí un montón de textos sobre la Biblia, ficciones basadas en sus relatos y montones de novelas sobre la vida de Cristo. Pero la novela no salía. Y yo vivía en una angustia de la que todavía me estoy reponiendo. Decidí hacer algunos juegos previos. Con la Pasión de Cristo escribí “La pasión de ella”. Con la historia de Lot, escribí “Papá ha muerto”. Con el sacrificio de Abraham escribí este cuento. Reemplacé a Dios por El Proyecto, a Walsh por Abraham.
Hice muchas pruebas. En alguna aparecía la conversación de Rodolfo con la mamá de Vicky, en otras las cartas eran una presencia más explícita. El relato se fue depurando hasta llegar a donde finalmente quedó.
La novela agonizó hasta quedar internada con respiración artificial. Recibió una crítica que dio justo debajo del esternón y desde entonces apenas sobrevive en el fondo de mí. Sin querer compararme con mi querido Franz, si él escribió “La transformación”, “La condena” y “El fogonero”, en los tortuosos intentos por hacer la novela perfecta, yo puedo decir que bajo su influjo escribí el libro de cuentos La política del detalle (Edulp 2018). En las interrupciones, a veces, se es feliz en los intentos. No es una compensación por los fracasos, pero es una manera de comprender profundamente que la literatura es una ética de la humildad. Y que escritora se es escribiendo o no se es.