Si bien no lo leí entero, como me pasa con tantos otros textos que sin embargo me han dejado un ancla, el Documento de Aparecida, redactado por el entonces cardenal Bergoglio y emisor del punto de vista de los Obispos Latinoamericanos de esa década, me abrió la perspectiva de la palabra “fetiche” aplicada al dinero. Creo que ahí se abre el lenguaje y que esa palabra permite, hoy, reconfigurar esta realidad sórdida en la que nos hemos internado aceleradamente.
Uno de los pilares sobre los que se apoya esta realidad dislocada es precisamente nuestra incapacidad de comprender qué es lo que pasa, y la incomprensión de la realidad ya sabemos qué trae: por un lado víctimas, dolor y enfermedad física y mental, y por el otro nuevos sujetos que se deslizan por su propio sadismo y sus bajos instintos, habilitados, instados a sentir odio y a sostener lo que hasta hace poco era insostenible, porque sobre ello habían caído condenas históricas (la supremacía racial, la censura, el terrorismo de Estado son apenas tres). “El fetiche contra la historia”, podrían titularse estos apuntes. Fetiche, según la acepción que llega más rápido por Google, es la “Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural al que se atribuye el poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas, y al que se adora y se rinde culto”.
Rastros de esto que digo son diariamente observables en la Argentina, pero también sirve para tener una perspectiva de lo que pasa en Venezuela, o en Colombia, o en Brasil, o en España, o en Chile, o en Estados Unidos sobre todo, que nos quiere volver a implantar sus ojos: los grandes dispositivos mediáticos, las redes sociales y los respectivos poderes judiciales dan a cada momento esa batalla sutil, con forma de noticia dura, muy obvia y bizarra ya en los medios locales, pero con apariencia de equidistancia en medios como The New York Times o la Deutsche Welle, con líneas editoriales que no son equidistantes pero lo parecen y tienden a implantarnos los ojos con la mirada que necesitan que tengamos sobre Venezuela. En pocos días, lo que habían sido elecciones inobjetadas en las que había ganado Maduro se volvieron, también en el discurso “equidistante”, un hecho político revisable cuando no un motivo para un golpe que no se enuncia así, dado que responde a un hecho previo, que es el que acaban de inventar: que Maduro no ganó legítimamente las elecciones. Es medio un rollo, pero hay que tirar del hilo para desovillar.
Volviendo al Documento de Aparecida, conocido antes de que Bergoglio fuera Papa, en él se puede leer una descripción de las teorías y prácticas neoliberales que no eran caracterizadas como pasadas sino como al acecho después de un breve retroceso, y se hablaba del dinero como fetiche. El fetiche de la sociedad del descarte.
Es central esta idea si queremos procesar el retroceso cultural y la locura bélica que nos espanta. Coincide, además, con otras ideas sobre esta fase terminal del capitalismo, que en su agonía histórica abandona toda pose y buen modal para chimpancearse de un modo, digámoslo, obsceno. Linchamientos, intervenciones militares, asesinatos en masa de líderes sociales, el rasgo sádico con prisioneros políticos, como fue el no haber permitido que Lula despidiera a su hermano (o Amado Boudou a su padre o haber impedido el tratamiento de Héctor Timerman).
Lo más probable es que la asociación buscada en el Documento de Aparecida fueran los fetiches bíblicos, como el becerro de oro. Pero yo lo asocié con el porno. Creo que por la hipersexuación del capitalismo terminal, que busca por todos los medios hacer algo más con los cuerpos, además de separarlos o quitarles la vida.
Lo asocié con lo obsceno. Con un fetiche que no debe ser exhibido, porque mientras está oculto forma parte de lo privado, y sin embargo recurre a la obscenidad para mostrarse, para provocar excitación o revulsión. El fetiche es aquello donde el desplazamiento del goce con otro cuerpo resulta exitoso. El fetichista no necesita del otro, sino de su obsesión para autoprovocarse la descarga de una pulsión. El fetiche es la parte por el todo, y el goce liberador que implica ese reduccionismo.
Algo de esto ocurre con el dinero en el mundo hoy. Tenemos un gobierno que acusa a otro de ilegítimo y alienta una injerencia militar extranjera, mientras todos sus ministros tienen sus cuantiosas fortunas –engrosadas con ilícitos cometidos incluso desde el ejercicio del poder– en cuentas off shore. Un gobierno que habló de inversiones, que no recibió ninguna –¿Quién invertiría en un país cuyos funcionarios no le tienen confianza a su propia moneda? Pero todavía más: ¿Quién invertiría en un país obscenamente exhibido como no destinado al crecimiento, sino a la especulación y al resultado con el que se relamen los buitres?–, y medios que advierten que las inversiones “se frenarían” ante un eventual triunfo en las elecciones de alguna propuesta “populista”. Todo ridículo y sin embargo contado como verosímil.
No es ajena a esta reconversión del dinero en “algo primordial”, “algo más allá de todo”, “algo por lo que se miente, se mata o se invade”, esta acepción que le rinde un culto de cierta religiosidad, aunque trucada. Vimos a ese obispo venezolano dar misa escoltado por monaguillos disfrazados de Capitán América. Tenemos una “enviada” venezolana que en realidad era la hija de un ex preso político que hacía ya años que era empleada de María Eugenia Vidal. En los penales queda retenida gente a la espera de que acepten declarar cosas que comprometan a la ex presidenta para evitar competir electoralmente con ella. Todo a la vista. Todo exhibido.
Por más medios que se tengan les es necesario generar el consenso mudo de que ellos tienen derecho a cosas que resto del mundo no. La derecha se reserva la asignación de derechos, mientras el populismo los democratizaba. Cuando uno ve el dolor surcando una cara agotada de recibir azotes emocionales, y vemos muchas de esas caras, anónimas y famosas por día –como las de los miles de vecinos que se quedaron sin irse vacaciones o hasta de comer para pagar sus facturas y están desde hace dos o tres días sin luz y sin agua, mientras Midlin mira fútbol clase A, se pregunta de qué están hechas las caras de los funcionarios de la derecha y qué corre por sus humores, si bilis o veneno.
Lo que corre, y eso de lo que “están hechos”, es la fe, la creencia, la reverencia que todos ellos le rinden al dinero. Ese dinero en el que piensan Macri y la gente como él no está compuesto por billetes ni mucho menos por monedas. No es el dinero que contamos nosotros para ver si llegamos a fin de mes. Es un abstracto. Es un bien superior. Es su propio bien común. Es la degradación de lo humano puesto como un hecho sacrificial para rendir culto al tipo de dinero que ellos tienen en mente: el incontable, el que proviene de lo no vendible. Ese es el goce de los adoradores del dinero: hacerse de lo que no está en venta, como la mayoría de la población mundial, o el planeta.