Ese año llevábamos de regalo una jarra. Era blanca con arabescos azules. Bleu, decía mamá, era como se llamaba esa tonalidad. Ble no. Cerrá más la boca.  No, Blo, tampoco. Poné los labios así. Bleu. Me hacía doler con las uñas y yo gritaba: ble, blo, blu. Se exasperaba. No sé para qué te mando a ese colegio si ni siquiera podés decir los colores. Ble, volví a arriesgar. Dejá que parecés un becerro. Yo no me acordaba qué era un becerro y ella me respondió que siempre lo mismo conmigo. Mamá estaba enojada porque la jarra era lo único que le habíamos podido comprar en esa tienda carísima. Eso no lo dijo, pero yo me daba cuenta.  El año anterior había pasado lo mismo con un cenicero rosado que en realidad se llamaba salmón. 

Mamá decía que ir a Punta del Este en enero era de grasa o de turista extranjero. La gente bien va en febrero. La gente bien de verdad se instala en diciembre y se queda hasta marzo. Pero a mí ese verano, el de los gitanos, me habían invitado una semana a la casa de Felicitas en el mes de los grasas y era mejor que nada. Porque quedarse en Montevideo por esas fechas era lamentable, decía mamá. Más lamentable que tener que viajar en un ómnibus lleno de gente con viseras. Mi madre odiaba los gorros con visera. Decía que en su época solo se usaban para jugar al tenis. 

El resto del viaje lo hicimos en silencio. Cada tanto se dormía y yo jugaba a que mamá se había muerto y a ponerme triste. Hasta que me daban ganas de llorar, porque si se moría, cómo la iba a extrañar a mamá. Pero ahí justo revivía y mis esperanzas de no ir a la casa de Felicitas por luto pasaban de largo como los postes de la carretera. 

Cuando llegamos a la terminal nos estaba esperando Carlos, el chofer de Felicitas, que en realidad era el chofer de la mamá de Felicitas, aunque le pagaba el papá de Felicitas. Felicitas era mi amiga. No, mentira. Felicitas no era mi amiga porque me decía “la becada del colegio”. Se lo decía a sus primas, unas taradas que también veraneaban en Punta del Este. En el auto le volví a decir a mamá  que no quería ir por lo de la becada y me respondió que los niños son crueles. 

–¿Verdad, Carlos? –dijo mamá.

–La verdad que sí, señora –respondió el chofer.

A mamá no le importaba que yo no quisiera a Felicitas. Quería ser amiga de la mamá de Felicitas y por eso le llevaba los regalos de la tienda cara. Eso no lo decía. Pero yo me daba cuenta. 

–Nosotras también somos gente bien. Solo nos quedamos sin plata en el medio– dijo al aire, como hablando sola.

–¿En el medio de qué? –pregunté 

–En el medio de mi padre y el tuyo –contestó. Y puso los ojos en blanco como cada vez que hablaba de papá.  

* * *

Cuando llegamos a la casa, la mamá de Felicitas estaba sentada con otras señoras tomando el té en el jardín. Mamá se bajó rapidísimo del auto y empezó a gritar que no hacía falta haber mandado a Carlos y que qué amorosa y que qué espléndida que estaba, tan delgada. La mamá de Felicitas no se movió de su silla  y nos dijo que no era nada, que Carlos estaba para eso.

–¿Verdad, Carlos?

–La verdad que sí, señora.

Mamá me dio un golpecito en el hombro para que le diera el regalo. 

–Es bleu –le dije. Y esa vez me salió bien.

Sin abrir el paquete, la mamá de Felicitas llamó a la empleada para saber dónde se había metido su hija. Después gritó Carlos y le dijo que estuviera libre para cuando tuviera que devolver a mi mamá a la terminal.

Aferrada a mi bolso, le agarré la mano fuerte a mamá a ver si entendía que de ahí nos íbamos las dos. Pero ella se puso a  hablarle a las señoras sobre la tienda cara de la jarra.

–Esta temporada se pasaron. La verdad es que me tuve que contener para no llevarme todo.  Los objetos de decoración son de locos. ¡De locos! –repitió pegando el gritito que siempre pegaba cuando decía “de locos”. 

Las señoras decían que sí con la cabeza y sorbían el té. La mamá de Felicitasinterrumpió a la mía para decirle que, si quería, me acompañara a buscar a su hija adentro, que seguía sin aparecer. Pero mamá dijo que yo me las arreglaba, que ya conocía la casa. ¿Verdad, mi amor? Y me soltó la mano.

* * *

Ni loca iba a buscar a Felicitas. Me quedé dando vueltas en el living, que ese año tenía otro color. Lo habían pintado de amarillo y las cortinas hacían juego con unos sillones de flores horribles. En esta casa todo cambiaba siempre y a mí me daba mareo. Como cuando a mamá le daba por renovar y movía los muebles de lugar. O sacaba unas puntillas de la abuela con olor a naftalina y se la ponía a los sofás. Quedaba contenta dos minutos y después otra vez todo como estaba. 

Del living pasé a la cocina, que por suerte estaba como siempre, con la mesada en el medio y las ollas colgando estilo campestre rústico, como decía mamá. De la cocina asomaba la pieza de la empleada. A Felicitas le encantaba revolverle el cuarto. Decía que hacía brujería y por eso tenía tantas vírgenes y velas. A mí no me daba miedo la brujería. Aunque sí me daba miedo que la empleada nos descubriera revisándole las cosas. El cuarto tenía la puerta entornada y la abrí un poco para mirar. La cama estaba hecha. Las vírgenes seguían ahí. La colcha era la misma que la del año pasado. En la mesa de luz había unas fotos y unas velas. Abajo de una vela había un cenicero rosado. No, salmón. 

* * *

–¿Qué hacés ahí, vos? 

Casi me desmayo del susto. Felicitas estaba parada en la puerta de la cocina; me había estado espiando en silencio, como los gatos. Por primera vez desde que había llegado a su casa sentí que me ponía colorada. Esperé a que se me fuera el calor de la cara para levantar la cabeza.

–Metete, dale. Vamos a sacarle las brujerías –me dijo Felicitas.

–No quiero.

–¿Hasta cuándo te quedás esta vez? Mirá que yo ahora estoy mucho con mis primas. 

A Felicitas no la veía desde el acto de fin de año del colegio y en esos dos meses había cambiado. Parecía más grande que yo. Tenía un vestido violeta con volados y sandalias blancas. Ya una señorita, diría más tarde mamá. Pero seguía con la manía de las brujerías y me arrastró adentro del cuarto de la empleada. Por suerte en ese momento sentimos la voz de su mamá que nos llamaba: la mía ya se tenía que volver a Montevideo.

Cuando salimos al jardín las señoras hablaban sobre unos gitanos. 

–Pueden creer que se instalaron acá. ¡En este barrio! Cuando llegamos en diciembre ya se habían armado esas casillas. Lo primero que hice fue llamar a mi amigo Juancho, que conoce gente en la Intendencia. Pero no hacen nada –dijo la mamá de Felicitas.

–Qué vergüenza. Un peligro, además –contestó mamá, indignada. 

–Ignacio dice que va a contratar un cuidador. Pero anda con tanto trabajo, pobre.

Ignacio era el papá de Felicitas pero no estaba nunca. Y cuando estaba era como un fantasma que a todo respondía “jmm”. 

Mamá quería seguir hablando pero Carlos ya la esperaba al lado del auto. Estaba bajando el sol y todo se teñía de esa luz que yo odiaba. En dos segundos iba a ser de noche y mucho mejor. Pero en ese ratito siempre me dolía algo en la garganta. Mamá se acercó, me acomodó la remera adentro del short, me dijo fuerte que me portara bien, que ayudara en todo y despacito que me portara bien en serio y que no me peleara con Felicitas porque estar ahí era importante. Yo le quería contar lo del cenicero salmón en el cuarto de la empleada, a ver si con eso se enojaba con la mamá de Felicitas y me llevaba con ella para casa. Pero si hablaba me iba a poner a llorar y eso no.

* * *

Ese verano Felicitas estaba más insoportable que nunca. Era el tercer año que yo iba una semana a su casa y sabía que siempre se hacía lo que ella quería. Como esa vez que me dijo de jugar a las peluqueras y terminó cortándome el pelo como un varón. Yo en esa época todavía lloraba y las lágrimas se me caían con los mechones. Le dije que no quería ser más su amiga pero a ella no le importó. Estás obligada a ser mi amiga, me dijo. Y sabía que tenía razón. Su mamá no la retó, ni la puso en penitencia ni nada. 

–Son cosas de chicos –le dijo a la mía cuando me fue a buscar y yo no tenía más mi melenita. 

Y mamá se hizo la que se reía. 

Pero ese verano Felicitas solo quería hablar de novios, cambiarse de ropa todo el tiempo y ponerse brillitos en la boca. Se sentía superior porque su abuela muerta le había dejado un anillo de oro con una esmeralda que guardaba en una caja rosada con las alhajas de la comunión. Cuando cumpliera quince lo iba a poder usar. Pero para eso todavía faltaba mucho. Yo también tenía medallitas de la comunión, pero nada de oro. Mamá tenía un anillo con un brillante, pero lo usaba solo para ir a casamientos y no me dejaba ni tocarlo. Pero Felicitas era muy de no hacerle caso a su mamá y cada tanto sacaba el anillo de la abuela muerta y se lo ponía para hablar de novios y hacerse la grande. Quería que yo le contara quién me gustaba y a mí no me gustaba nadie. Entonces me decía lesbiana y a mí me daban ganas de arrancarle los pelos y de decirle puta. Pero no le contestaba nadaporque sino ella le contaba a su mamá, y su mamá después le decía a la mía. Y mamá me empezaba a gritar que ella siempre se esforzaba por mí y de ahí pasaba a papá y a los ojos en blanco. Entonces Felicitas me decía:

–Me aburro con vos. Sos aburrida. 

Y ese año empezó a irse con las primas sin invitarme. 

–No hay problema, que se quede en la casa con Mariela –dijo su mamá la primera vez que Felicitas le contó la mentira que a mi la playa no me gustaba.  

Y entonces me empecé a quedar con la empleada solas las dos todo el día, porque la mamá de Felicitas se la pasaba en un club con las señoras del té.

Yo la ayudaba a ordenar y Mariela me contaba cosas. Tenía un novio pero que veía solo los lunes. Tenía una hija en la ciudad que no veía en verano. Tenía una hermana que también trabajaba en el balneario. Y los gitanos son todos unos mugrientos que no trabajan. Solo viajan por muchos países. Eso me decía. Ella sabía de gitanos por una novela. Además su  hermana conoció a una que le sacó toda la plata leyéndole la mano.

Los días fueron pasando todos bastante parecidos. A Felicitas la veía un rato en la cena y después mirábamos televisión. Ella no paraba de hablar de las primas y antes de irnos a acostar, ella a su cuarto, yo al de invitados, me decía que capaz al día siguiente podía ir con ellas a la playa. Pero yo sabía que eso no iba a pasar y en el fondo prefería quedarme en la casa y revolverle los cajones de su cuarto. Como ella hacía con la Mariela. 

Una vez, mientras Mariela hacía la cama de los señores, como les decía a los papás de Felicitas, me contó que no le gustaba usar el uniforme. Mamá decía que las empleadas que no usan uniforme se toman muchas atribuciones. Yo le contesté eso y largó una carcajada seca. Se sacó el delantal y empezó a hacer como que tomaba té y me decía “mirá cómo me tomo atribuciones”. Yo me puse su delantal y empecé a pasar el plumero por todos lados, imitándola.

–¡Mirá, yo también me tomo atribuciones! –dije dando vueltas alrededor de la cama. Ese día nos reímos tanto que cuando me fui a acostar me seguía doliendo la barriga. 

* * *

A la mañana siguiente me despertaron unos gritos y no la aspiradora de Mariela, que era lo que siempre escuchaba primero. Gritaba la mamá de Felicitas, gritaba Felicitas, hasta gritaba el papá de Felicitas, que hacía días que no aparecía por la casa. Cuando alguno se callaba, se escuchaban los llantos entrecortados de Mariela que repetía “le juro que no, señora, le juro que yo no fui, señor”. Desde la cama calculé que las voces venían del cuarto de Felicitas y decidí vestirme e ir a ver. Cuando me asomé, estaban todos parados alrededor de Felicitas,que sostenía su alhajero con las dos manos.

–¡Yo lo dejé guardado acá, te prometo mamá que no lo saqué! –decía a los alaridos, tratando de llorar, aunque no le salía ni una lágrima.

La mamá de Felicitas, todavía en bata, decía que no podía ser e interrogaba a Mariela, que tenía los ojos hinchados.

–Yo nunca vi ese anillo, señora. No sé de qué me está hablando –insistía la empleada, desesperada. 

–¡Y vos qué hacés ahí en la puerta! –me gritó Felicitas.

Entré al cuarto y me paré al lado de Mariela. Su papá ya no gritaba más y ahora decía a que había que ser razonables y no sacar conclusiones apresuradas.  Mientras Felicitas lloriqueaba porque no iba a poder usar el anillo para sus quince, su mamá decía que se sentía desprotegida en su propia casa. 

–Estas cosas pasan porque vos no estás nunca, Ignacio –le dijo al papá de Felicitas.

Ahí empezaron a discutir y la mamá de Felicitas le decía que eso del trabajo era una excusa ysu esposo le respondió que no era el momento y que hablar de esas cosas adelante de las nenas y  de la empleada, no. 

–Yo te dije que hacía brujería– me dijo Felicitas.

–No fue Mariela. Fueron los gitanos, yo los vi –le dije, bajito.

–¡Fueron los gitanos! Ella los vio –gritó Felicitas señalándome. 

–¡Cómo que los viste! ¿Entraron a esta casa? –chilló la mamá de Felicitas y empezó a sacudirme los hombros.

El papá de Felicitas, que hasta ese día nunca me había hablado, se acercó, corrió a su esposa, y empezó a preguntarme, casi susurrando, que qué había visto, que si estaba segura.

–Todos estos días estuvieron dando vueltas cerca del jardín. Un día los vi cerca de la ventana pero me asusté y salí corriendo. Hay uno que es grandote, otro que es más chiquito. Son todos unos mugrientos que no trabajan– le contesté.

–¡Lo que me faltaba! No te digo, Ignacio… ¡Te vengo pidiendo hace meses que llames a la Municipalidad para sacar a esos atorrantes! Yo sabía que algo así iba a pasar. 

Los papás de Felicitas se empezaron a pelear otra vez. La mamá de Felicitas dijo que había que revisar toda la casa a ver si se habían llevado algo más. Y llamar a la policía. Y a Mariela le dijo que se podía retirar. Felicitas hacía rato que no decía nada. Sólo miraba a sus padres y lloraba bajito, esta vez con lágrimas de verdad. 

Yo me miré las manos y me fui a hacer el bolso. Todavía tenía mugre en las uñas de la noche anterior. El anillo había quedado bien enterrado en el jardín y esa tarde mamá me pasaba a buscar.