• El tipo llegó de alguna ciudad del norte de Santa fe y se ganó la confianza de todos. No obstante algo en el orillo le sobresalía que no me cerraba del todo. Como todo buen psicópata, intuyendo mi buen ojo, me regaló un bandoneón de la nada.

    -Tomá, te lo dejo el tiempo que quieras, si te gusta te lo quedás.

    Al revés de lo que indica el protocolo de la vocación, una vez conseguido el instrumento empecé a tomar clases, para malhumor de mis vecinos quienes me debían soportar en horas poco habituales a los rezongos del fuelle, instrumento alcahuete y difícil si los hay. En ello estaba inmerso en esa burbuja de desconcierto y anhelo, tratando de sonar a alguna cosa cuando en una reunión oigo a una dama que quejábase por lo bajo de un robo.

    -Y primero nos pusimos como de novios, con el tiempo, como a los tres meses, me tuve que ir a lo de mis viejos, allá en el campo unos días... en ese tiempo el tipo aprovechó y me peló el departamento... ¡Hasta un Doble A de mi tío tanguero se llevó el hijo de puta! Las alarmas me sonaron tan fuerte que me puse de pie y me presenté a la dama. El pálpito era tremendo. Al día siguiente en un taxi le llevé el bandoneón a la casa de ella. Casi llora al verlo. Lo sostuvo como a un perro herido.

    -Sí, es este... no sabés la alegría que me das en medio de todas las pérdidas. En ese momento, el tango perdió a un jugador con futuro como era yo pero el Cielo ganó un ángel, como para desempatar todas las fulerías que he cometido. Si en el infierno me encuentro con el fulano aquel lo acuchillo con un tridente que robaría al Diablo.

     
  • Un amigo de la Trova que tocaba con nosotros me refirió una anécdota deliciosa, que el maestro de esta historia desmintió siempre. Andaba Atahualpa Yupanqui por los caminos de la patria, cuando ya era un músico incómodo por sus cantares y su ideología. Alguien lo proveyó de un ya destartalado Citroen 2CV que, a los ojos del maestro, era un artefacto mecánico sin lógica alguna. Había salido de Rosario y según cuenta iba para San Nicolás de los Arroyos para ganarse un poco el puchero, medio de incógnito, medio desconocido para la mayoría. En un camino rural el bicho se detuvo y empezó a echar humo. Un paisano de a caballo se detuvo y lo ayudó. No sé que magia o saber invocó que el autito arrancó. Don Ata decidió no pagarle para no ofender, en cambio sí dijo:

    -Mire, para agradecerle lo único que puedo es tocar en su casa algunas composiciones mías, soy cantautor vea.

    Allí fueron a la casita de adobe donde lo esperaban para matear. Empezó con sus canciones y entonces la mujer de la casa empezó a lagrimear y lagrimear a moco tendido. Don Ata se detuvo

    -¡Por qué llora señora? ¿Dije algo inconveniente?

    -No -se repuso ella-, pero tengo un hijo que hace lo mismo que usted y entiendo cómo habrá de terminar: tocando en un rancho para los pobres.

     
  • Era Lalo, como lo he referido tantas veces, un bicho audaz y buscador de gente exótica que gustaba de coleccionar a manojos.

    -¿Querés ver cómo se compone y cómo se transan canciones? Fue una mañana de bohemia en Buenos Aires. Nos dirigimos a Lavalle, al lado de Sadaic, y en un tugurio lleno de humo por las tiras de asado y el vino malo, me condujo hacia el fondo.

    -Vos sentate y no digas nada, solo prestá atención.

    Dos viejitos sentados a nuestra diestra parecían esperar algo. Ambos tenían un cuadernito y ostentaban en sus dedos dos biromes. Al rato nomás se acerca un tipo de melena rancia y camisa negra de folclorista.

    -Preciso dos canciones para esta semana... que hable de amor lejano, y en una quiero que ella muera. Uno de los vejetes anotaba y otro solo oía. Extrajo entre sus hojas una letra a mano y se la alcanzó.

    -Tomá... hay como cuatro o cinco; fijate si te sirven.

    El fulano barbado y panzón leyó con avidez y aceptó.

    -Hay una que está buena, la segunda... me la llevo

    -¿Para regalo? -chichoneó el otro.

    -Sí, está buena, démela así nomás.

    Cortó a cuchillo la hoja y se la entregó

    -Vale un cien -le espetó. A lo que el cliente le dejó bajo el pocillo de café el dinero y saludando con pudor se alejó. Lalo estaba exultante

    -¿Viste? Así se venden y hacen los éxitos. Y sonreía de oreja a oreja, feliz de haberme mostrado el lado oscuro de la creación. Los viejitos chocaron sus copas de vino y continuaron escribiendo a cuatro manos.

     
  • Filmamos La Suerte en tus manos donde la trama se reduce a la vuelta de la Trova a los escenarios. Jorge Drexler actúa junto a mí en una breve instancia. Me recoge en una ruta y me levanta. Mi auto luce carbonizado. Luego empezamos un diálogo en el auto que improvisamos pero que Daniel Burman, su director, cortó. Creo que en esos breves minutos había "algo" que se alejaba del modus vivendi de la trama pero constituía mi mejor cameo. Claro, salado como estoy para los filmes, esa parte quedó fuera. Me sentía Marlon Brando desplazado. Algún día se darán a conocer esos retazos fílmicos y pueden resultar una brillantez o reducirse a una porquería. ¿Quien lo sabe? El cine es un arte misterioso.

     
  • Ernesto era el tipo más vivaz y loco que tocara con nosotros en la escuela secundaria. Jamás tocó un libro, jamás estudió cosa alguna que no sea la existencia de los ahorros de su abuela escondidos y eternos en un cofrecito. Como era medio sordo para la música le designamos el bajo, que al menos puesto bien grave escondía los malos manejes de sus dedos en el encordado. Eso sí, con él existía la diversión garantizada. Cierta vez en un cumpleaños, mientras preparábamos los equipos, se sentó a la mesa de un inmenso parral y se dedicó a cazar moscas. Las esperaba con una trampa de un caramelo y cuando se acercaban las manoteaba hábilmente y atontándolas encerradas en su puño que sacudía hasta dejarla patas para arriba. Luego, se sacaba un pelo de su porra extensa y cuidadosamente, con arte de cirujano, ataba al insecto al cabello a modo de pechera y terminaban como barriletes en un racimo invisible. Esa noche, inspirado, ató el nudo principal al mástil de su instrumento y mientras tocaba mostraba al público su manada como globitos negros. Fue el rey de la noche, el mago principal, la atracción extraordinaria. No tocaba bien pero era un genio. La última vez alguien me dijo que lo vió en una plaza de Praga, realizando la misma prueba, rodeado de turistas y cantando una melodía tanguera sobre la pista de un contrabajo mal tocado.

     
  • Los sonidistas suelen ser los mejores o los peores amigos del músico. En el caso que narro, un fulano de Salta, nunca supimos si era malo o bueno, indolente o surrealista, esquizofrénico o copado...la cuestión es que jamás le vimos bien la cara. Estaba con Cardone, y a la hora de probar el audio, el pibe sencillamente enchufó nuestras cosas y se fue detrás nuestro por un largo pasillo con una manguera primitiva y despeluchada. Se asomó y solo dijo: "Dénle, prueben que va a ser una joya".

    Empezamos y alguien dio puerta y la gente con entrada gratis se agolpó en las sillas expectantes. Tuvimos que dejar sin chequear nada y tras cinco minutos empezar el recital. No recuerdo si fue un desastre o la nada misma: la gente aplaudió y pidió bises. Más asombrados que enojados el cable nos condujo hasta la vereda y además...cruzaba la calle y se introducía en una arcada natural donde el sonidista anidaba feliz, como en un nido de ametralladoras. Cuando le preguntamos el porqué de la maniobra, solo agregó:

    -Y... acá estoy más cómodo.

    -Y ¿cómo nos escuchabas? -respondimos.

    -Por este -dijo y se señaló el corazón- Salió fenómeno -nos espetó y remató- Por suerte no pasó ni un solo auto que pisara la manguera...fue una suerte de verdad -cerró.

    Acto seguido, se dedicó a enrollar el sedal como quien recoge tras un día de pesca. Con Cardone nos miramos y sencillamente nos sentamos al cordón de la vereda, silenciados del absurdo que acabábamos de presenciar y de algún modo, padecer el ser actores de un cuento de García Márquez.

     
  • Contaba que había vivido con Jimmy Hendricks en Londres. Las fechas coincidían y no había porque desconfiar. En un sitio con drogas duras, chicas y mugre. Luego -según él- "se salió" y aprendió el oficio de coiffer, y las primeras pruebas las realizó en la testa enrulada del morocho rey de la viola. Según narraba nuestro peluquero barrial: "Era un divino el negro, pero no quería que le toquen mucho las motas. Nuestras madres aborrecían al tipo porque según ellas era un mariquita, pero a nosotros nos fascinaba entrar a su negocio coqueto con olor a colonia, incienso y ropa de batik colgando como dulces espantajos de un separador de mimbre. Ibamos a escuchar andanzas y leer revistas importadas.

    -Háganse de un oficio, no boludeen y respeten a sus padres -nos aleccionaba. Pobres nuestras familias que creían que la verdad residía en los magisterios y en los estrados. Pobres de ellas. Gracias a él crecimos rápido y mejor. Hector Luis se llama o se llamaba nuestro delicado y legítimo educador de los recodos de la vida bohemia y musical.


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