Nunca iba al centro los sábados a la mañana. Tengo alergia a las multitudes y los sábados la peatonal se llena de gente de todo pelaje: mirones, amas de casa, adolescentes que todo lo atropellan, algunos turistas escasos con caras de turistas y un mar de vendedores ambulantes que inundan la zona con sus caballetes, mesas, mesitas, manteles sobre las veredas, en los que acumulan pelapapas mágicos, artesanías de dudosa artesanía, aparatitos para hacer pompas de jabón, medias de Taiwán, paraguas: chafalonía.

Pero ese sábado me arrastró la inercia y tomé el ómnibus hacia allí. Me tocó ventanilla y pude ir mirando a través de un vidrio lleno de marcas de dedos, de polvo acumulado, de pegotes de caramelos de leche, cómo una parte de la ciudad empezaba a desperezarse a las nueve de la mañana. Las verdulerías habían desparramado ya los cajones en la vereda: naranjas, mandarinas, manzanas, coliflores, apios. Una parafernalia vegetal y tentadora. Cuando me di cuenta, casi habíamos entrado en el centro.

Estuve dando vueltas de aquí para allá cerca de una hora y media; tomando un cafecito en el Savoy, leyendo el diario, mirando las vidrieras de las librerías, toqueteando las bateas de discos sabiendo que no compraría ninguno. A eso de las once decidí el futuro: era un buen momento para pararse a mirar las mujeres en la puerta del Sorocabana. Una práctica que había adquirido hacía mucho y que compartía una legión de tipos solitarios como yo, que vivían en pensiones oscuras; solterones irremediables, melancólicos, violadores frustrados, tímidos sin redención.

En esos menesteres estaba cuando se me acercaron sin aviso. Eran dos: una gorda con los ojos rodeados de ojeras pronunciadas, y otra muy joven, hermosa, que mostraba sus brazos dorados apenas cubiertos por un vello rubio, brillante.

La gorda fue la primera en abordarme. Las trenzas oscuras le salían del pañuelo que le cubría la cabeza y tenía una cara quemada por el sol con pequeñas arrugas a los costados de los ojos. Sus dientes relucían al sonreír mientras me intimaba:

-Lindo muchacho… ¿ayuda a una pobre gitana?

La otra se había quedado un paso más atrás y me miraba con ojeadas que parecían desnudarme. Una especie de sonrisa tipo Gioconda jugueteaba en sus labios y en un momento -lo juro- la punta de una lengua rosada apareció en un costado de su boca y volvió a esconderse igual que un chico asustado. Mientras tanto, la gorda me había tomado de la manga y tironeaba hacia ella, tratando de acercarme un poco más a su cuerpo. Tenía un olor raro, mezcla de sudor y perfume perverso, de talco y caramelos. Me resistí un poco.

-¿Tenés miedo? -me preguntó con su acento extranjero. Su mano había comenzado a acariciarme las costillas, debajo del saco. Eran como alfileres que se me metían en la piel haciéndome dar saltitos en la vereda. La muchacha se reía ya sin ningún disimulo, casi como burlándose.

-No tengo miedo -dije-. Pero no me gustan los gitanos.

La mujer retiró sus dedos de mi flanco. Se le habían oscurecido los ojos y todo presagiaba una tormentosa respuesta. Me arrepentí, pero era tarde.

-¿Qué dijo? ¿Qué dijo? -le preguntaba la gorda a la joven, ignorándome olímpicamente, como si yo nunca hubiera estado a su lado, rozándola como hacía un momento.

-Tranquila, Ivana, tranquila -dijo la muchacha. Ahora era ella la que había comenzado a acariciar a su compañera, con un gesto que la iba aquietando poco a poco.

Yo la miraba buscando atraer sus ojos, pero ella seguía en su tarea de pacificación. La gorda iba cediendo en su enojo y al final fue ella la que dio un paso atrás, con aprensión, como dolida por mi desaire.

-No le gustan los gitanos -dijo la muchacha inexpresivamente, sin agregar matiz alguno a la aseveración. La gorda pareció removerse como para volver a la carga, pero una mirada de la otra la llamó de nuevo a quietud.

-Bueno -yo seguí mirándola con insistencia hasta que logré que me clavara sus ojos claros-: no quise decir eso…

-¿Usted siempre dice lo que no quiere decir? -otra vez tenía esa sonrisa giocondina. Los labios estaban húmedos y tentadores, pero no se me ocurrió ninguna idea sobre eso. Sólo quería salir airoso del paso.

-Los gitanos no son demasiado confiables -le informé. Nunca había tenido ninguna experiencia que avalara semejante hipótesis pero la frase me salió como si lo pensara de verdad.

La gorda pegó unas pataditas en el suelo. Había comenzado a hablar rápidamente en un idioma ininteligible; yo no comprendía absolutamente nada pero algo me decía que me insultaba con total entusiasmo. Movía las manos llenas de pulseras doradas y al agitar la cabeza de un lado para otro, los grandes aros se balanceaban como badajos azorados, sin campana. La otra no parecía escucharla siquiera. Me miraba.

-Dame la mano -me pidió imperativamente. Había vuelto a acercarse y casi me rozaba con su cuerpo. Se la tendí y ella la tomó entre las suyas. Las tenía calientes, afiebradas, pero la piel era suave. Algunos que pasaban por la vereda del Sorocabana nos miraban riéndose. Otro incauto, le comentó el quiosquero a uno de sus compradores, señalándome con la cabeza. No le contesté.

La muchacha había abierto mi mano y la estudiaba atentamente; de vez en cuando, con la punta de una uña filosa, la recorría haciéndome sentir unos escalofríos en la espalda, como si me pasaran cubitos de hielo. Después, volvía a examinarla tocando las líneas de la palma con la yema del dedo índice. Yo esperaba en silencio.

-Usted nunca ha estado con gitanos -afirmó tajante.

-Es cierto -reconocí avergonzado. La cara se me había puesto colorada, como cuando era chico. Me observó con los ojos entornados. La mirada se le volvió ahora calculadora, como constatando las posibilidades de ir más allá con aquel inesperado adversario que yo era.

-¿Cómo sabe que no son confiables, entonces? -preguntó, otra vez agresiva.

No supe qué contestarle. ¿De dónde salió una gitana como ésta?, me estaba preguntando yo a mi vez, pero no encontré la respuesta. Además, me había distraído mirando cómo la gorda parloteaba frenéticamente con el quiosquero; se había desprendido el botón de la blusa y una enorme teta morena pugnaba por asomarse del todo. El tipo se volvía loco mirándola mientras ella iba embolsando en sus amplias polleras coloridas caramelos, chocolatines y cuanto estaba al alcance de sus manos veloces. El quiosquero no se daba cuenta de nada. Incauto tu abuelo, pensé vengativo, pero tuve que dejar de lado la escena: las uñas afiladas habían recomenzado su tarea de rascada en la palma de mi mano. Me ponía los pelos de punta y empecé a sentir una excitación importante. La gitana había dejado de investigarme la palma y ahora se dedicaba a tocarme el pecho, palpando y arañando, como comprobando vaya a saber qué.

-¿Querés venir con nosotros? -preguntó por fin, acercándome la boca a la oreja. Me sopló un vientito cálido que me entró igual que una ráfaga de fuego, haciéndome encoger los hombros y sacudir la cabeza.

-¿Adónde? -las palabras me salieron medio estranguladas.

-A las carpas -me contestó. Había terminado la revisación de mi pecho y parecía satisfecha: me tomó del brazo. La gorda, terminada la incursión punitiva contra el quiosco, estaba de nuevo a nuestro lado. Me sonreía ahora, con una inesperada calidez. Habló con la muchacha otra vez, en aquella jerigonza infernal; las frases le salían como furiosas de la boca de grandes labios pintados. No está mal la gorda, pensé recordando el seno monumental. La otra le contestaba riendo, con una o dos palabras apenas. De repente, se pusieron de acuerdo y empezaron a caminar. Sentía el brazo cálido de la gitana apretado contra el mío. La miraba de reojo tratando de no aparecer demasiado interesado, pero no podía sacar los ojos de sus pechos: también ella los tenía hermosos y parecían realmente invencibles. Me sonreía de vez en cuando, como dándome ánimo. La gorda abría la marcha contoneando el cuerpo voluminoso pero agradable. Canturreaba en su idioma y de tanto en tanto agitaba los brazos como para iniciar una danza. Nosotros, a la zaga, nos entreteníamos con ella. Cuando me di cuenta habíamos dejado la peatonal y llegábamos a la Plaza Sarmiento.

-¿Dónde queda? -pregunté.

La gitana gorda dio vuelta la cara para echarme una mirada. Me reprendió cariñosamente moviendo una mano, como hacen las madres con los hijos traviesos.

-Muchacho tiene miedo -comentó riéndose. La muchacha también se rió, sin dejar de agarrarme el brazo. Volvió a soplarme en la oreja.

-No lejos, no lejos -dijo la gorda. Ella no dijo nada: me miraba con los ojos brillantes.

En la plaza, donde tenían la parada la mayoría de los colectivos, la gente se amontonaba en los refugios, protegiéndose del sol del verano. Otra buena cantidad estaba sentada en los viejos bancos, debajo de los grandes palos borrachos florecidos. Era un verdadero carnaval: gritos de vendedores, bocinas, ladridos de perros, peleas de chicos, la música estridente de una cumbia que llegaba desde una disquería cercana. Dos o tres tipos que estaban tirados en el césped nos miraron fijamente, pero más a la muchacha. Los ojos se les pusieron opacos. La gorda los insultó y sacó otra vez el pecho gigante y les apuntó con él. Los tipos dejaron de mirar.

El camioncito se destacaba en el estacionamiento; tenía un toldo a rayas de colores que le cubría la parte trasera, como una precaria techumbre, y en esa caja se acomodaban como podían unos veinte gitanos y gitanas que armaban un jaleo tremendo de gritos, cantes y palmas. Cuando nos divisaron, el lío aumentó de volumen.

Un gitano viejo, con un sombrero abollado en la cabeza, vino a nuestro encuentro. Tenía una cara amargada pero los ojos eran los de un viejo pícaro. Se encaró con la gorda y los dos se trenzaron en una discusión tan violenta como interminable. El viejo movía las manos sin descanso hasta que la gorda nos señaló con el brazo extendido, guiñándole un ojo y dándole sin aviso un codazo en el costado que casi lo parte en dos. Simultáneamente, comenzó a reírse a carcajadas.

El viejo estuvo unos segundos mudo, reponiéndose del ahogo, la cara colorada como una ciruela; después también empezó a reírse como un loco. Todos los del camión hicieron lo mismo y nos miraban y señalaban con algarabía.

-¿De qué se ríen? -pregunté a la muchacha. Ella no me había soltado el brazo en todo ese tiempo: debía tener sus dedos marcados.

-Están contentos -dijo secamente. Me empujó hacia el viejo. Cuando me di cuenta éste me estaba abrazando con fuerza, gritándome cosas en la oreja, siempre con su cara de amargado, los ojos de viejo tránsfuga y mareándome con su aliento a tabaco, ajo y alcohol. La gorda se había acercado también y aprovechaba para toquetearme con disimulo. La muchacha parecía no darse cuenta, pero a mí los pelos empezaron a parárseme en la nuca.

De repente, el viejo dio una orden y subimos al camioncito. Él trepó a la cabina, con la gorda a su lado y un par de chiquillos requemados por el sol, que empezaron a aplaudir cuando descubrieron el botín arrebatado al quiosquero. Salimos de la plaza como una compañía de desastrados cómicos de la legua.

Los gitanos me rodearon enseguida y quedamos separados. La muchacha entre las mujeres de pañuelo en la cabeza y blusas escotadas y colorinches. Yo, metido en el medio de ocho o nueve tipos de cara seria, cejas encrespadas y pelo retinto. Miré a la muchacha. ¿Por qué no usará pañuelo?, me pregunté mientras veía cómo el pelo se le alborotaba por el viento y la envolvía como una telaraña rojiza. Uno de los tipos, de grandes bigotes y un pañuelo rojo al cuello, me preguntó algo de mal modo. Lo miré sin comprender, tratando de sonreírle. Me volvió a repetir lo mismo, me pareció que más enojado todavía que al principio.

-Es el novio de ella -me informó un gitano petiso, de sombrero andaluz y palillo en la boca, señalando a la muchacha que reía ahora entre sus bulliciosas compañeras.

-Digalé que no pasó nada -le pedí.

La muchacha, que había escuchado todo en medio de semejante batuque, encaró hacia el bigotudo abriéndose paso entre la muralla de gitanos y tambaleándose por los sacudones del camión. Empezó a gritar como una condenada mientras él también empezaba a vociferar. La escena iba aumentando en intensidad y todos se sumaron a ella.

De pronto, la muchacha sacó una navaja de alguna parte y la puso delante de los ojos del tipo. Se le fue acercando poco a poco mientras él se iba poniendo cada vez más pálido y más bizco. Cuando la tuvo a milímetros de su frente, se echó atrás rápidamente pero ya no pudo ir más lejos: tenía la cabina contra la espalda. Ella lo miraba con ojos cada vez más alterados.

-¿Cómo se llama? -le pregunté al gitano bajito, que también quería participar en el tumulto. El palillo le temblaba entre los labios y recién entonces descubrí que tenía un aire a Paco Rabal.

-Rita -me dijo-. Margarita Cansino.

Y a los codazos trató de meterse en medio de aquel mar de gitanos que cada vez gritaban más. El camioncito había adquirido velocidad; el centro estaba lejos ya y cruzábamos el Acceso Sur. Al costado, se elevaban yuyales y barrancas donde se avistaban algunas casillas de lata y cartón. El viejo tocaba la bocina a toda orquesta, tratando de apaciguar el desorden pero lograba exactamente lo contrario.

Cuando pude encontrar un hueco y ver qué pasaba, el bigotudo estaba sangrando como un marrano: le caían hilitos rojizos desde la frente, bañándole la cara que se le había puesto color ceniza. La muchacha seguía gritándole, pero ya no tenía ninguna navaja.

Se dio vuelta buscándome. Los cabellos rojos le brillaban como si tuviera de verdad un fuego encendido sobre la cabeza. Toda desmelenada, con las manos un poco manchadas por restos de sangre, me hizo una seña de Acércate.

El camioncito aminoraba la marcha para doblar desde el Acceso hacia la ciudad. Sin dudar, salté limpiamente la baranda, rozando el toldo rayado, caí dando tumbos y empecé a correr por la orilla llena de malezas, basura y restos de comida. Escuché los gritos de la muchacha, la bocina del camioncito y un sonar de voces que parecían cada vez más lejanas y furiosas. Me pareció ver, cuando pude girar la cabeza, que la gorda se asomaba por la ventanilla sacando una teta abundosa que me apuntaba con su ojo renegrido.

Como pude, empecé a trepar y llegué arriba. El corazón me latía como nunca. Cuando pude parar, miré otra vez hacia atrás. El toldito a rayas se veía apenas a lo lejos aunque escuchaba todavía el sonar de la bocina empecinada.

Di vuelta y me metí en el barrial que rodeaba la villa. Cuando alcancé la avenida, el mediodía del sábado se estaba convirtiendo en la siesta y ya quedaba poca gente en la calle. Apenas uno que otro colectivo pasaba cansinamente y el calor me había hecho transpirar. En el brazo, unas marcas como de dedos se veían nítidas. Me pasé la mano pero no desaparecieron.

Desde ese día, estuve sólo dos veces en la Peatonal. Una, cerca de las tres de la madrugada, con un frío polar que habría espantado a gitanos y no gitanos. La otra, en medio de una manifestación que nunca supe qué carajo reclamaba.