En mi experiencia de más de veinte años como investigador privado he resuelto todo tipo de casos. Pero está claro que nunca me tocó algo importante como el secuestro de un toro campeón en Palermo, el multimillonario robo de las joyas de una cantante extranjera de los camarines del Teatro Colón o el asesinato de un juez de la Nación en un palco de la cancha de Racing. Esos delitos y crímenes aparatosos los leo como todo el mundo en los diarios y las redes o los veo por televisión, y reconozco que siento un poco de envidia por los tipos que -policías, abogados, periodistas especializados o simplemente audaces- hablan ante las cámaras con expresión enigmática o perspicaz y dicen cosas como “secreto de sumario”, “indicios flagrantes” y “pruebas irrefutables”. 

Lo mío, por lo general, tiene menos trascendencia. Casi nadie sino los puntuales interesados se enteran alguna vez de que resolví el tema del colectivo fantasma de Villa Fiorito o desarmé con mi apenas reconocida astucia la después llamada Operación Calzoncillos en una galería del barrio del Once. 

Siento que no es justo pero no me quejo. Seguramente este destino de anonimato y bajo perfil esté determinado tanto por mi carácter, propenso a caer en los excesos de la amistad y las trampas de la melancolía, como por las características de mis ocasionales clientes. Que a veces no llegan a ser ni eso, sino gente –conocida o no– que me trae más problemas y cuestiones que casos propiamente dichos. Tal vez se pueda entender mejor lo que les digo con un ejemplo casi casi de consultorio sentimental.

En mi edificio hay de todo, pero en general buena gente. De las últimas adquisiciones –compró hace unos pocos meses el departamento del tercero, de cuatro ambientes, que da a la calle–, me quedo con la enigmática Erika Weller. Es una agente de Bolsa de treinta años largos, siempre vestida de importante tailleur gris, portafolios al tono y rubio pelo recogido, seria y formal, que parte hacia el microcentro cada mañana a las siete y media y regresa a las dieciocho con precisión alemana. Va y viene en su propio auto, un diminuto dos puertas inglés clásico, negro y lleno de cromados que guarda en la cochera de enfrente. “Una obsesiva eficiente”, la catalogamos un poco prejuiciosamente con Gómez, el portero correntino, amable y chismoso, colaborador ad honorem en pesquisas varias.

Erika tiene un hijo adolescente flaquito de diecisiete, el melancólico Ariel, que se parece seguramente a un padre que no conocemos. Porque Erika está separada, aunque tampoco sabemos mucho de esa historia si no es de rebote y por el chico. Los fines de semana Ariel agarra el casco y la mochila llena de libros, saca la bici que guarda por gentileza de Gómez en la portería, y se va dale que te dale hasta Barrancas, en el otro extremo de la ciudad. Va a pasar sábado y domingo con el padre y una hermanita nueva, Anita, de la que no suele hablar sino cuando le lleva algún peluche de regalo o vuelve –como la semana pasada– con un asiento para bebés adosado a la bici. En realidad, a veces se nota que no tiene ganas de ir, que no le hace mucha gracia la situación de la nueva familia del padre. Pero con los sentimientos de los adolescentes nunca se sabe.  

Tampoco sabíamos nada sobre el uso que hacía Erika de su escaso tiempo libre hasta que empezó a despuntar el verano y la vimos salir a correr un sábado, un rato después de la partida de su hijo. Ahí descubrimos –calzas violeta y camiseta verde mediantes– la entrenada vikinga que ocultaba la rutina y el look laboral. Una bellísima mujer que sonrió al darnos los buenos días e iluminó la mañana. Con Gómez la miramos partir con sana admiración: no hubiéramos podido seguirle el rítmico tren de marcha ni un par de cuadras. Así de saludables vienen las chicas hoy.

Bien: esa misma Erika Weller se me apareció hace tres semanas, de improviso, por la oficina. Que es mi casa, también. No me sorprendió del todo su presencia. Después de todo, sólo tiene que subir dos pisos hasta el quinto y caminar por el pasillo al fondo para tocar a mi puerta. Incluso habíamos charlado antes, un par de veces mientras esperábamos el ascensor, sobre nuestras respectivas actividades y se interesó –aunque un poco irónicamente– por la manera cómo me mal gano la vida. 

–Una nunca sabe cuándo puede necesitar algo así –dijo tras mi explicación somera.

–En todo caso, cuente conmigo –le ofrecí con estudiada cortesía–. Y supongo que si yo quiero invertir en la Bolsa…

Se quedó pensando. Subimos en el ascensor:

–Yo estudié Economía en Bonn. Esto que usted hace ¿dónde se estudia?

–No se estudia. Si a uno le gustan mucho las novelas policiales pueden suceder tres cosas: o se dedica a leerlas (ya lo hice y lo hago), o intenta escribirlas (lo hice pero no soy muy bueno) o trata de vivirlas y se convierte en…

Me interrumpió sonriendo:

–Criminal o cadáver.

–No precisamente –dije riendo a mi vez, sorprendido por su humor negro–. O al menos no por ahora. 

Y le alcancé mi tarjeta profesional: Arturo Cazenave. Investigador privado. La dirección, el celular y el email.

Y eso fue todo. 

Por eso, cuando Erika apareció en la puerta de mi departamento lo que me sorprendió no fue su presencia sino su apariencia. La imagen de esta mujer no se correspondía con ninguno de los dos modos o estilos que le conocía: la formal ejecutiva de la city porteña o la atlética corredora de zapatillas con colchón de aire. 

Eran las diez de la mañana y ella, sin pintar y en ropa de entrecasa, se sentó frente a mí: 

–Ufff.

–¿No fue a trabajar? 

–No –dijo ofuscada–. Ya falté tres veces este mes. 

–¿Por qué? 

–No descanso: son las cuatro, las cinco y estoy con los ojos así. Y es por ese amigo suyo…

Fruncí las cejas e iba a preguntar pero no me dejó. 

–Ese loco que escribe a máquina toda la noche, no me deja dormir.

–Ah. 

Supe enseguida de quién se trataba. Vive en el cuarto. Erika lo tiene arriba y yo abajo: el insomne poeta Horacio Laforgue duerme hasta tarde de día, da talleres de escritura creativa a la tarde y trabaja en sus traducciones de noche. Desde que se le rompió la computadora, como no tiene plata para comprarse una nueva, tenaz melancólico de cincuenta cumplidos, escribe con una Remington vetusta –pareciera que mata hormigas a martillazos– y, como tampoco tiene aire acondicionado, deja la ventana abierta mientras escucha a Bill Evans. 

–Por suerte no le gusta Wagner– dije para distender a la vikinga convertida en walkiria. 

Pero a Erika no le hizo gracia: 

–¿Usted se ocupa también de la prevención del crimen, o sólo de esclarecerlos?

No llegué a contestar. 

–Vaya y dígale que lo voy a matar –concluyó ella marcando las palabras antes de levantarse y caminar a paso vivo hacia la puerta.

–Erika…

Se volvió hecha una furia con el picaporte en la mano.

–No me diga nada. Ya lo intenté a mi manera y fue para peor –hizo una pausa–. Le pago el trabajo: lo que sea. Buenos días.

El portazo hizo temblar la pared. A mi antiguo afiche de El halcón maltés se le cayó una chinche. Mientras volvía a colocarla pensé que no iba a ser fácil la negociación.

Esa misma noche bajé, con pocas esperanzas, a hablar con Horacio. Entré sin golpear –solía dejar la puerta abierta– y guiado por el ruido caminé por un pasillo lleno de libros que desbordaban las bibliotecas, se apilaban en el suelo. Ahí estaba, de espaldas, en el escritorio penumbroso cubierto de papeles, iluminado por una bella lámpara verde, sentado frente a la máquina.

–Horacio… 

–Eh…– y apenas volvió la cara para seguir en lo suyo.

Le dije rápidamente lo que pasaba. Pero él no oía, tecleaba sin parar, avanzaba como sobre patines con una traducción de cierto texto de Perec que disfrutaba. Había puesto al viejo Quinteto de Django Reinhardt en el equipo y el swing sonaba a todo trapo. La máquina de escribir era un instrumento más.

–Horacio…

–Y eso que le faltaban un par de dedos… –dijo finalmente al llegar a un punto–. Qué grande, Django…

Bajó un poco el volumen y me miró:

–¿Qué me decías?  

Le dije que me parecía notable lo del guitarrista gitano pero que si seguía con esa máquina antediluviana y sin dejar dormir a vecinas rubias y madrugadoras iba a tener problemas. 

–Ayer Erika, la del tercero, se vino a quejar conmigo –concluí.

–Sé quién es, pero no la conozco –dijo el poeta con liviandad–. Al pibe sí: se me apareció la semana pasada y terminé prestándole un par de libros. Escribe, o quiere escribir.

–¿Ariel vino por eso?

Horacio Laforgue lo pensó, acaso por primera vez:

–En realidad, no sé. Entró solo, como vos, cuando estábamos reunidos con uno de los grupos de taller, y se quedó ahí, al costado. Escuchaba lo que la gente leía y comentábamos. Pensé que estaba interesado en sumarse... Nos quedamos charlando. 

Le dije que seguro lo había mandado ella, Erika, para pedirle que no hiciera ruido de noche…

–Y no se animó… – completó Horacio con una carcajada–. Claro… Ahora entiendo. ¡Pobre Ariel! Con esa bruja de madre…

–No creas.

Le expliqué, sin entrar en detalles, que las brujas ya no venían con arruga en la nariz ganchuda como en los cuentos de Grimm que él había traducido. Y volví al tema que me había traído:

–Sé buen vecino: bajá el volumen, Horacio. Tiene razón.

Me miró de una manera rara:

–Está bien. Pero que venga ella a pedírmelo.

Y volvió a la máquina y a Django al mango. 

Decidí no hacerme mala sangre: no hay nada peor que la gente grande cuando se comporta como se supone que lo hacen los chicos.

Durante un par de días no hubo novedades. A la tarde del tercer día toqué el portero eléctrico de Horacio pero nadie contestó. Me enteré por Gómez que había ido después de media tarde a Ezeiza, a buscar a su hija. 

–¿De vacaciones?

–No esta vez. Se viene a quedar con él… –dijo el portero con admiración, el labio inferior adelantado–. Quiere estudiar en Buenos Aires.

–Esa sí que es una novedad.

Y lo era. Ahí me di cuenta el significado de ciertos cambios que había notado en su casa la última vez: la cocina estaba sospechosamente limpia y ordenada y el cuarto de huéspedes barrido, sin ropa tirada sobre el sillón y con la cama hecha. Algo nada frecuente. Al menos desde que lo conozco hace más de diez años. Porque cuando llegué, él ya estaba.

Horacio Laforgue nació en este edificio, en ese mismo departamento del cuarto piso a la calle, ya entonces atestado de libros. Hijo único de padres progres, la militancia llevó a la familia al exilio durante la Dictadura. Ellos volvieron con la Democracia; él no quiso. Estudió en La Sorbona, vivió en Berlín, dio clase, publicó un par de libros, vivió de las traducciones, tuvo una hija con su novia vietnamita a fines de los noventa pero se separó. 

Cuando en el 2001, en plena crisis, murieron sus padres viejitos en un accidente de tránsito, regresó a Buenos Aires sólo por unos días para liquidar lo poco que quedaba. Pero se fue quedando. Y se quedó, en el viejo departamento familiar.

Desde entonces vive de lo que traduce y de los tres o cuatro talleres literarios que le ocupan la semana. Cada año se va a París al menos una vez a visitar a Diu, su nena; nunca tiene plata porque se gasta los pocos dólares que ahorra en esos viajes. A veces, en los últimos años, como ya puede sola, ha venido ella. Le encanta Buenos Aires. Y ahora pensaba quedarse.

–¿Cómo lo viste a Horacio? –le pregunté a Gómez.

–Feliz y asustado.

En ese momento precisamente entraba Erika al edificio, volvía del trabajo.

–Con usted tengo que hablar –me dijo al pasar–. Lo espero.

–Voy en un rato.

El departamento de Erika resultó lo más despojado del mundo. Ha tirado abajo un par de paredes e integrado la cocina con el living, que le quedó inmenso, con una barra para comer y desayunar. Atrás, los dos dormitorios con el baño en medio. Ha pintado todo de blanco y dispuesto los pocos muebles modernos y de colores vivos en los extremos, con sillones y lámparas estratégicamente dispuestas y grandes cuadros abstractos. Tras los cristales, las plantas del balcón. Junto a la ventana, la mesa con la computadora de pantalla gigante con una sobria biblioteca de dos estantes encima; un equipo de música con auriculares y la bicicleta fija. Nada más. Se puede jugar al tenis en medio de ese living.

Puse el pocillo de café en una mesita enana, me dejé caer en un sillón y me hundí mientas ella caminaba, hablando como si dictara:

–El asunto es así, Cazenave: todo sigue igual con este sujeto.

–Lo sé. 

–Reconozco que la gestión de Ariel fue un fracaso –y me miró como para que registrara que admitía su intento–. Pero esperaba algo de usted, investigador.

Me encogí de hombros:

–Yo también: es un desconsiderado.

–Y un poeta mediocre y grosero. 

Eso me sorprendió.

–Después de lo que me contó Ariel busqué su sitio en internet, donde pone cosas para atraer incautos como mi hijo a sus talleres de escritura– dio dos largos pasos y recogió su laptop de última generación de encima del escritorio y me dijo, leyendo–. Oiga esto: 

se miran, se presienten, se desean / se acarician, se besan, se desnudan / se respiran, se acuestan, se olfatean… ¿Sigo? 

–¿Qué es eso? –dije realmente sorprendido.

–Algo que puso su amigo.

–Es Oliverio Girondo, mamá. El poema 12 del libro Espantapájaros.

Ariel estaba en la puerta y meneaba la cabeza con gesto de cansada resignación.

–Y si tenés que decirle algo a Horacio aprovechá ahora. Acaba de entrar, coincidimos en el ascensor. Pero te aviso que no está solo.

Erika se detuvo un instante, nos miró a uno y a otro y luego, sin mediar palabras, salió haciendo ruido con los tacos. El golpe a su puerta fue menor que el que le propinó en su momento a la mía.

Una hora después se nos habían agotado el café y los temas con el sensible Ariel. Estaba fastidiado con su madre, así que hablamos algo de fútbol y un poco de poesía, de su nueva hermanita y de novelas policiales. Al final lo invité a comer algo en casa. Bajamos por la escalera y sin que fuera necesario ponernos de acuerdo nos arrimamos a la puerta del departamento de Horacio. La charla amable a tres voces y dos idiomas parecía estar en lo mejor. Seguimos viaje.    

Al rato, comíamos pan con salamín y queso en mi cocina cuando sonó el celular de Ariel. Era Erika:

–¿Dónde estás hijito?

–Arriba, en lo de Cazenave.

–Ah.

Se produjo una pausa y Ariel hizo caras.

–Haceme un favor –continuó Erika en modo madre, un nuevo registro para mí–: andá a casa y traeme la laptop y los auriculares que están sobre la mesa del escritorio. De paso conocés a Diu, que es un encanto.

Ariel asintió, meneó la cabeza en un gesto de agobio que ya le conocía y salió tras agradecer el salamín. Es un chico educado; y no golpea las puertas.

Me quedé pensando en la laptop y en los auriculares: todo un programa de substitución tecnológica para el poeta.

Pasaron los días, siguió el calor. Durante casi un mes no tuve novedades de mis vecinos; de ningún tipo. O sí, pero todas imprevistamente buenas. Y gracias a los jóvenes, según me pareció. La bella Diu y el perplejo Ariel funcionaron como un fantástico sedante para las tensiones entre los mayores. Creí entender, por lo que el siempre atento Gómez me contó, que el pibe subía regularmente un piso los martes a las siete de la tarde para asistir al taller de escritura poética, y yo mismo la vi a Erika, dos sábados seguidos, salir a correr con la sonriente francesita de nariz minúscula y ojos orientales. Se las veía felices, trotando codo a codo rumbo al parque.

Además, coincidió con que durante esas semanas estuve muy poco en la oficina. Sobre todo, me mantuve ocupado con un par de casos menores que resolví, lo que sirvió para recuperar mi maltratada autoestima. Incluso tuve que viajar a Rosario y andar por las islas de enfrente buscando un fugitivo –ningún malhechor: un veterano bombero con ataque de pánico– porque en estos tiempos no se puede despreciar ningún trabajo. Cobré y volví el viernes, cansado, hecho polvo y con la piel ardiendo.

A la noche no podía dormir, daba vueltas y más vueltas buscando el sueño cuando en determinado momento el estruendo me alcanzó. Miré el reloj: la dos de la mañana. Ahí me di cuenta de que así como durante mucho tiempo, años, me había acostumbrado al ruido nocturno constante producto del insomnio laboral de Horacio, en las últimas semanas me había habituado al silencio. Sin embargo, al parecer, el ruido que emergía como en los mejores tiempos del cuarto piso había vuelto para quedarse.

Me vestí malhumorado y bajé. 

La puerta estaba sin llave, como siempre. Con su mejor estilo, Horacio Laforgue había vuelto a escribir martillando en la vieja Remington y la voz de Lotte Leyna cantando la música de Kurt Weil llenaba el aire de la habitación y más allá, mucho más allá. Los modernos auriculares de Erika pendían colgados del respaldo de su silla como una guirnalda abandonada desde el carnaval. La laptop, cerrada y con un par de libros encima, dormía con su sereno teclado inmóvil y sin esperanzas. Para contribuir a la confusión general, el poeta recitaba en alemán mientras escribía:

“Der Radwechsel: Ich sitze am Strabenhang. / Der Fahrer wechselt das Rad...”  

Me acerqué sin que me oyera, pero cuando me puse a su lado y me vio, además de la sorpresa, creí notar cierta decepción:

–¿Qué pasa, maestro? –dijo enarcando las cejas luego de un momento.

–¿Estás solo?

–Sí. Diu se fue el fin de semana a casa de una amiga de Ariel, en el Tigre. Se fueron juntos.

–Ah. Y volviste a las viejas prácticas…– lo reté amistosamente–. No puedo dormir.

Así que tomé los auriculares y se los coloqué; después los conecté al equipo. Se hizo un saludable silencio.

–Ahhh – exclamé–. ¿No estabas mejor así?

Me miró con sonrisa pícara:

–Me interrumpiste. Estaba haciendo un experimento.

Y de nuevo desarmó todo: se sacó los auriculares, los desconectó del equipo y volvió la voz de Lotte. Y la máquina con todo; y el recitado, a los gritos:

 “Der Radwechsel: Ich sitze am Strabenhang. / Der Fahrer wechselt das Rad...”

 –¿Qué es?

–Bertolt Brecht.

Y siguió recitando y tecleando. Cuando terminó –era cortito– me lo tradujo, entero:

– “Estoy sentado al borde del camino, / mientras el conductor cambia la rueda. / No me gusta el lugar de donde vengo. / No me gusta el lugar adonde voy. / ¿Por qué entonces miro el cambio de la rueda / con impaciencia?”. Se llama La rueda, y es de la última época.

–Una maravilla– admití.

En eso golpearon a la puerta y alguien entró. Era Erika, descalza, pelo suelto y en pijama: 

–Repetilo, todo entero, Horacio: Brecht es lo más. 

Laforgue la miró y quedó mudo, admirado y sonriente.

–Por favor, en alemán– dijo ella.

–”Der Radwechsel: Ich sitze am Strabenhang. / Der Fahrer wechselt das Rad...”

Sin duda el experimento de Horacio había funcionado.

Me levanté y los dejé solos. Ni se enteraron. Esa noche no volví a oír la máquina, ni a Lotte Leyna ni ningún otro ruido. 

En esos días tuve inevitables charlas con Gómez, me crucé con Ariel una vez, pero a ellos no los volví a ver hasta el sábado siguiente. Bajaban juntos en el ascensor, con Diu. Él las despidió con un beso a cada una y juntos las miramos partir al trote.

–Me cambiaron la vida –dijo el poeta con un bostezo enorme. 

–¿Y el chico de ella qué opina?

–Ariel, no dice nada. Pero el otro día trajo un texto suyo al taller, el primero, después de meses, muuuy bueno. Es una paráfrasis, una versión libre del poema de Brecht. ¿Y sabés cómo le puso?

No llegué a adivinar, tampoco era una pregunta real. 

–Le puso Cambio de piso– dijo Horacio como si nada. 

Y después, sin transición:

–No es fácil. Un capo, el pibe.

–Un capo –le confirmé.