Allí, sentada en el mismo sillón en el que se relaja Susana Giménez, en el enorme camarín que Telefe le reserva a la estrella blonda en los Estudios Teleinde, en Martínez, Lizy Tagliani hace añicos la imagen de “diva” que el establishment cimentó durante décadas. Desprejuiciada, mostrándose tal cual es, riéndose de ella misma y sin la necesidad de construir una imagen pública glamorosa que no posee ni le interesa tener, Tagliani no tiene prurito alguno en confesar que está “¡cagada en las patas!”. La sensación de la humorista trans, tan popular como genuina, tiene razón de ser: la chica que rompió con todos los prejuicios, que ama ser travesti y no tiene problemas en reírse de sus bigotes, debutará como conductora de El precio justo, el ciclo que de lunes a viernes a las 11.30 emitirá Telefe. En el “canal de la familia”, en el horario del almuerzo, Tagliani parece ser la más reciente expresión de que lenta pero paulatinamente la TV argentina empieza a sacarse de encima sus prejuicios históricos.

Si las mujeres pelean por romper definitivamente con el “techo de cristal” que la sociedad patriarcal les impuso, se podría decir que Tagliani rompió con mucho más que esa limitación laboral. Oriunda de San Fernando, una localidad chaqueña cerca de Resistencia, la humorista tuvo que atravesar dificultades de todo tipo para llegar hoy a conducir un ciclo de entretenimiento familiar en la TV abierta. “En mi vida trabajé para llegar a este lugar. Nunca me propuse ser parte del medio. No me imaginé nunca ser famosa. No era un objetivo. Siempre quise ser peluquera. Pero se ve que mi perfil de payasa me abrió puertas inimaginables”, se sincera Tagliani en la entrevista con PáginaI12.

–¿No soñaba con trabajar en la tele?

–No. Cuando empecé a peinar en la tele, me interesaba hacer una carrera en el medio como peluquera. El que vio algo distinto en mí fue Santiago Del Moro, que cuando empezó a darme cámara en Infama me presentaba como “la estilista de las estrellas”. Esa era la excusa que él anunciaba para llevarme a la tele, porque le divertía mi forma de ser.

Aquella primera irrupción mediática marcó un antes y un después en la vida de Tagliani, que a fuerza de romper con el molde de lo políticamente correcto se transformó en una habitué del medio, primero como figura extravagante y luego adoptada por el mainstream. Hoy, Tagliani forma parte de El club del Moro en la primera mañana de La 100 y está a punto de hacerse cargo del mediodía en Telefe.

“Nunca conocí a mi papá biológico, porque mi mamá se vino a Buenos Aires conmigo cuando yo era bebé, dejando atrás toda su historia”, cuenta Tagliani. “Allá vivía en forma muy humilde, pero en Buenos Aires eso no cambió. Ella trabajaba de mucama en casas, cortaba el pasto a los vecinos, cosía, lustraba las rejas de bronce. Trabajaba todo el día. Mi recuerdo más primario es la casita de una pieza y un baño en el barrio La Cumbre, en las afueras de Adrogué, donde vivimos hasta mis 7 años. Mi mamá después se casó y nos mudamos a otra casita, también humilde, pero para nosotros era una mansión”, recuerda.

–¿Tuviste una infancia traumática?

–No. Tuve una infancia feliz, porque nunca sufrí la extrema pobreza. Teníamos dificultades, pero algo siempre comía. Lo que ahora se llaman “bruschetas”, mi mamá las hacía con el pan que le sobraba a Don Aguirre y arriba le ponía las verduras que le daba Don Romero, el verdulero y carnicero. Hacía todo lo posible para que no me faltara la comida. Aunque de eso me enteré después. El pan con un poco de aceite y pintado con tomate era un clásico en casa. No como entrada; era lo único que había. Pero no pasaba hambre. Claro, después me di cuenta por qué mi mamá tomaba mate cocido o mate todo el día: era porque muchas veces para darme algo a mí no comía ella. Pero nunca me lo hizo saber. Fue una trabajadora muy digna. Recuerdo que nos poníamos unas bolsas de nylon en las zapatillas para caminar las cuatro cuadras de barro hasta llegar al Camino de Cintura y tomar el 306 para acompañarla a trabajar y llevarme al colegio. Había carencias: recién a los 7 años me bañé con una ducha. Hasta ese momento me bañaba con un tachito con agua, que mi mamá entibiaba en un calentador marca Bram Metal número 5.

–Pero fuiste feliz, dijiste antes.

–Era muy feliz. Me iba a la casa de mi tía Polo, que fue la primera patrona de mi mamá y me quería como un hija. De hecho, cada vez que le compraba a su hija Laura algo, a mí también. Tenía mucho amor a mi alrededor. La cucha del perro León era más confortable que nuestra habitación. Aún cuando esa casa era Disney, con un parque hermoso, y me invitaban a quedarme a dormir, a mí me gustaba siempre volver a nuestra casa. Mi mundo era mi casa y mi espacio para el juego, la estructura que habían hecho para poner la garrafa que nunca existió. No extrañaba, no envidiaba. Era feliz jugando con mi tejido y mis autitos.

–¿Tampoco deseabas vivir otra vida?

–Mmmhh, no... Tal vez porque era consciente de mi realidad. Aunque debo reconocer que a veces ponía en práctica una mentirita. Tenía una amiga del colegio que se llamaba Zulma, que era la hija del fotógrafo, que vivía en una casa que tenía dos habitaciones, una cocinita, un baño, un patio de cemento y techo de loza. Era humilde, pero para mí era millonaria. Entonces, cuando ella venía a mi casa, al momento de pasar el tejido le decía a Zulma que mi casa era grande como la suya, lo que pasaba era que era para abajo, que era subterránea. Ese es mi único recuerdo de querer ser algo más de lo que era. Después, me las arreglaba para hacer de ese mundo algo más importante.

–¿Cuáles eran tus miedos?

–El que alguien entrara a mi casa cuando me quedaba sola mientras mi mamá trabajaba. Porque la puerta de mi casa no tenía cerradura, sino que se cerraba con un candado atado a una cadena. En ese entonces teníamos un perro chiquito, como un maltés pero que era callejero, que usaba como mecanismo de seguridad: cada vez que escuchaba ruidos, levantaba a upa al perro, a la altura de mi hombro, y le sacaba la cabeza por la puerta, para que el ladrón pensara que era un animal de gran porte e iba a salir corriendo.

–¿En ese entonces ya te percibías mujer?

–La primera vez que sentí que era una mujer fue a los 7 años. Hasta ese entonces, no tengo registro de mi sexualidad. Siempre fui muy coqueta. Entre las dificultades que pasábamos, no me gustaba usar ropa rota. Siempre limpita y cosida. A los 7 años le planteé a mi mamá que quería llamarme “Carla Marina Marconi”. No sé por qué. Me gustaba ese nombre. Desde ese momento supe que era mujer. Así, de sopetón. El recuerdo que tengo es que no le dio demasiada trascendencia. No porque no lo creyera. De hecho, fue dejando que me pintara y me vistiera cada vez más con ropa femenina. Mi mamá no fue un obstáculo para disfrutar de quién soy.

–¿Y tus amigos y amigas del barrio?

–Los amigos del barrio, cuando les decía que me llamaran Carla, me cargaban, se burlaban. Me vestía como Sandro, con camisas bordadas por mi mamá, era una chica. Para que dejaran de cargarme, tuve que inventarles una enfermedad: les dije que que si no me llamaban “Carla”, perdía la memoria y me agarraban convulsiones. Con mi idioma, claro, ni sabía lo que era una convulsión. Entonces, cada vez que me llamaban Luis me hacía la que me agarraba un ataque, dando vueltas por la vereda para un lado y para el otro, como Homero Simpson cuando se prende fuego. Así, a la fuerza y el miedo, logré hacer que me llamaran Carla.

–¿Y cómo vivís estos tiempos?

–Con mucha libertad y alegría. En la tele me acusan más por liberal que por mi identidad sexual. Eso es un logro. Es un momento en que, empujado por las mujeres, se está avanzando culturalmente. Creo en que la posibilidad de que cada cual haga lo que quiera, respetando al otro, está cada vez más cerca. No me gusta la imposición. Creo en la libertad de elección. Cada uno tiene un tiempo de aprendizaje. Hay personas que son guerreras, otras que son más pasivas, algunas que son soñadoras y otras personas que sólo viven porque el aire es libre. Pero los derechos que logran las guerreras son para todas y todos.