Desde Barcelona
UNO Rodríguez se acuerda de su infancia, de su primera tele (un cubo enorme que hablaba en blanco y negro y con muy pocas opciones y en el que no se podía programar, grabar, avanzar, retroceder y/o repetir y en él uno veía lo que le tiraran y pusieran y era tan poco). Se acuerda de su adolescencia y de la llegada del VHS y de esas canciones de Talking Heads que le cantaban al haber nacido “en una casa con la televisión siempre prendida” y en la que “el mundo se estrella en mi living... Y estoy mirando y soñando por primera vez y estoy adentro y fuera al mismo tiempo y todo es real”. Y se acuerda de su juventud con, de pronto, todos esos raros canales nuevos. Ahora –no mucho tiempo después de todo aquello pero en otro milenio y planeta– la alguna vez caja boba se ha visto obligada a volverse “inteligente” y multi-aplicada para competir con tantas otras pantallas en las que la gente ve televisión.
Y la televisión –las series de televisión– han vuelto a vengarse de las salas de cine, cada vez más vacías. Y de los libros. Y por ahí viene toda esa gente aullando por las calles desde hace ya unos cuantos años todo eso de que la Gran Novela ahora se emite en HBO o AMC o en ese infinito conocido como Netflix donde no hay noche en que no empiece algo nuevo y, seguro, sin que uno lo sepa ya hay una serie sobre la propia vida.
Y se publican informes acerca de todos esos nuevos aparatos cada vez más anchos y planos –por el momento unos cuarenta millones repartidos por todo el mundo y sumando– que te seducen con eso de la “interactuación” con el fantasma de la máquina pero que en realidad no es espectro sino vampiro: porque no hace otra cosa que chuparte datos y coordenadas y gustos de tu vida privada sin que seas del todo consciente de ello. Aunque hayas autorizado absolutamente todo a la hora del primer arranque cuando se optó por saltar la lectura de ese texto kilométrico en letras pequeñas y conectar los dispositivos para recibir “ofertas especiales” que, en verdad, no son otra cosa que el modo que tienen de convertirte en producto al que ofrecerle productos más o menos diseñados a medida y más información al respecto –como al pasar y sin profundizar demasiado– en el noticiero de las nueve de la noche.
DOS En cualquier caso, la situación de Rodríguez ahora es más bien paradójica: tiene la tecnología pero no tiene el contenido. Como ya se explicó, hace más de un mes y medio que Rodríguez ha caído en una suerte de loop-gusano temporal de Movistar/Telefónica donde le han arrebatado todos los canales que tenía y no le han puesto ninguno de los canales nuevos que había solicitado. Lo han abierto en canal, sí. Y así Rodríguez no ha podido ver cómo terminó la sexta temporada de Ray Donovan (el hombre al que más le pegan y menos se queja), ni cómo arrancó la nueva temporada de Catastrophe (la mejor sitcom matrimonial de la historia), y se quedó fuera de todas las conversaciones acerca de Bandersnatch. Tampoco ha podido opinar si la tercera temporada de True Detective es o no un calco de la sobrevalorada primera temporada y algo mejor que la infravalorada segunda temporada. De pronto su vida se ha convertido en un camino minado de spoilers. Lo mismo le sucede con Mr. Mercedes y The Passage y Nightflyers: historias que ya leyó hace años, pero que ahora es obligatorio ver para así poder participar en charlas de serie-adictos anónimos.
En su lugar, en cambio, Rodríguez –enmudecido y a solas– se ha convertido en el protagonista de una suerte de solipsismo y entrópico reality show donde tiene conversaciones cada vez más desesperadas con cordiales pero completamente ineficaces operarios /comerciales en una central telefónica con base en Colombia, la tierra del realismo mágico donde las bellas vuelan y las averías sólo se estrellan. También es verdad que –le dicen sus amigos– podría ver todo eso on line, en su ordenador. Pero no es/sería lo mismo. Para Rodríguez la televisión va por televisor. Así, Rodríguez les grita y les solloza y alcanza delirios del tipo de los de Kurtz en Vietnam justo antes de dar la orden de que tiren la bomba y los exterminen a todos. Y les pide por favor de rodillas frente a una pantalla negra que, sospecha, está registrando todo para alegría de esos seguidores suyos que él jamás sabrá que tiene y que, probablemente, lo sintonicen desde Japón: la tierra del plasma naciente donde todos tienen un club de fans al menos durante quince minutos.
TRES Pensando en eso –y aumentando el rating de su paranoia– Rodríguez recordó ese programa que sí llegó a ver antes de que se viniese la noche en las pulgadas de su vida y de su ojo. Aquel de Sacha Baron –el de Borat, el de Brüno, el que contagió con sida a Donald Trump en una demencial película de espías, el que quiso ser Freddy Mercury en la biopic de moda pero tan añeja en sus planteos pero al que los de Queen prefirieron dejar pasar por considerarlo demasiado imprevisible y volátil– que se llama Who Is America. Y en el que el ¿cómico? adoptaba diferentes personalidades para adoptar especímenes selectos de la superficial USA profunda. Allí, Baron muta a reaccionario feroz, a ex presidiario convertido en artista por sus pinturas con materia fecal y semen propio o de ajenos, a agente del servicio secreto israelí, a progre absurdo, a veterano de guerra, a conspiranoide de extrema derecha adicto a las fake news para entrevistar a funcionarios de bajo calibre gubernamental. Pero también a “estrellas” de la política como Sarah Palin y Bernie Sanders y Dick Cheney (quien se prestaba a autografiarme un kit para torear por waterboarding) y al apólogo del libre acceso a las armas Philip Van Cleve a quien convenció de publicitar absurdos como el fusil UZIcornio forrado de peluche para que niños y niñas de tres años estén capacitados para defenderse si su jardín de infancia es atacado por terroristas o compañeritos chiflados. Una de sus voluntariosas víctimas –Jason Spencer, el congresista republicano por el estado de Georgia– se vio obligado a dimitir luego de que se lo viese aullando consignas racistas y con el culo al aire como “arma de defensa personal contra yihadistas” o algo así ¿Por qué? Porque el israelí y ex agente de la Mossad Eran Morad (Sacha Baron detrás de una máscara de inteligente bestia bruta) le aseguró que si atacaba con su culo desnudo a un musulmán fundamentalista éste se rendiría de inmediato “porque piensan que si los toca un trasero masculino se convertirán en homosexuales por contagio”. “Si quieres hacer algo arriesgado, el lugar correcto hoy por hoy es la televisión”, explicó Sacha Baron. Pero el mensaje es otro: la nueva televisión es un arma para disparar sobre los ridículos que suelen dejarnos en ridículo.
CUATRO Y, antes del eclipse, Rodríguez también alcanzó a ver la primera temporada de Kidding, la serie que sería tanto mejor de lo que ya es si no estuviese Jim Carrey de protagonista. Y en la que el conductor/anfitrión de un legendario y muy redituable show infantil televisivo comienza a perder los papeles frente a las cámaras luego de la muerte accidental de uno de sus hijos y el divorcio del amor de su vida y madre de ese muertito al que un hermano mellizo idéntico y sobreviviente jamás alcanzará a suplantar, porque antes eran dos y ahora queda sólo uno. Y porque en verdad eran tan diferentes.
Ahora, Rodríguez se entera de lo que vendrá: más nuevas series. Pero se dice, también, que no está tan mal la realidad. Así que se ha enganchado al culebrón venezolano (con esos “líderes” yendo a misa y bailoteando mientras los militares parecen pensar que están todos locos), a los debates parlamentarios ingleses por el Brexit (cruza entre Shakespeare y Dickens y Amis, jr.), y en unos días se estrenarán los juicios en directo a los presos del Procés. No es un tan mal programa, como programas no están nada mal. Tal vez, quién sabe, se esté desenganchando, dejando el vicio, volviendo a empezar. Diciendo que tal vez sea hora de salir no en televisión sino de la televisión.
Ayer Rodríguez entró a su librería favorita. Y paseó por pasillos y estantes con los ojos y sin apretar botón. Tackeray. Vanity Fair. Siempre quiso leerla, nunca creyó contar con tiempo. Ahora cuenta con que le cuenten.
En el mostrador –mientras le cobran el libro el equivalente de dos meses de Amazon Prime Video– el vendedor le comenta que está muy buena la nueva adaptación de Vanity Fair que hizo la ITV inglesa de la novela, y le pregunta si la vio, y volvemos a estudios centrales.