La anécdota que dispara este cuento la anoté en uno de mis cuadernos exactamente el 31 de mayo del 2011. Anoté, en realidad, que se podía escribir un cuento con la escena en la que papá nos contó, a mi hermana y a mí, que iba va a formar otra familia y después me regaló una bicicleta. Eso era todo. Por alguna razón (bastante evidente, entiendo) no recuerdo casi nada más de ese día. Habría que inventar el resto.

Tuvieron que pasar muchos años y muchas versiones para que el cuento encontrara su forma. Al principio no conseguía acertar con el tono. Si me acercaba a los chicos el discurso se desarmaba y la anécdota se me escurría entre los dedos. Si me distanciaba no lograba captar la ambigüedad, ni el sufrimiento desmedido y algo teatral del chico. 

Fueron acumulándose los borradores. Ninguno me convencía. El cuento, como diría Walsh, no se dejaba escribir. Pero, al contrario de tantos otros que quedaron en meros proyectos, éste tenía algo que me impedía abandonarlo.

No sé en qué momento, ni por qué, se me ocurrió la idea de incluir a los hermanos, ya adultos, conversando y recordando. Esa fue la llave que me abrió el camino. La nueva escena y la nueva posición del narrador me permitieron una entrada diagonal que, al mismo tiempo, enriqueció la anécdota y le dio un espesor y un interés que no tenía hasta ese momento. Además, le sumó a la historia el problema de las diferencias de las memorias compartidas que es, para mí, uno de los temas relato.

Entonces sí, lo di por terminado.

Más tarde, en el 2017, cuando estaba por publicarse Nadie es tan fuerte, el libro que incluye este cuento, la editora me hizo notar que tenía un pequeño bache argumental. La decepción fue tal que le propuse que lo sacáramos, no me sentía con fuerzas ni con ganas de volver a trabajarlo. Ella, sin embargo, insistió. Dijo que valía la pena. Que hiciera el esfuerzo. 

Lo hice. 

Y acá está.