I
Diciembre es el mes de los suicidios. Me lo dijo el guardabarrera en la Estación de Turdera. Era un jueves de sol por la mañana, y un hombre había decidido quitarse la vida de cara al tren junto con su madre, de modo que el servicio se encontraba detenido. Los operarios esperaban la llegada de los forenses. Mientras tanto, me detuve a pensar en el reciente suicidio del Doctor Lisboa.
No sabría decir cuál es mi profesión, si alguna vez tuve una. Trabajé durante los años noventa con mi padre en un negocio de venta de cloro en Burzaco hasta terminar sin problemas el secundario. Como no mostraba aptitudes para el estudio, decidí lanzarme a la carrera de cantor. Hacía baladas, “románticos”, alguna de Frank Sinatra traducida al castellano. Cuando mi padre murió, producto de una infección en el trasplante de un riñón que yo le doné, grabé en un CD “A mi manera”, en su honor; canción que me ayudó a superar el duelo y mi divorcio. Por ese entonces, yo tenía tres hijos, una casa de dos pisos en un Country de Guernica (que se quedó mi ex mujer) y ganaba un buen sueldo como visitador médico de una empresa farmacéutica.
Me ocupaba de consultorios por el sur del conurbano bonaerense. Se encontraban al fondo de alguna vieja farmacia de barrio atendida por sus dueños y sus hijos; largos y brillantes pasillos, con puertas blancas, cuadros de fotografías genéricas, flores plásticas en vasos de acrílico, y varios pacientes apelotonados, apurados, ansiosos y maleducados, con obras sociales públicas o sindicales.
–Vengo a ver al doctor Lisboa - dije un lunes de marzo por la mañana.
Silvita, la secretaria de Lisboa, levantó la vista de su computadora de tubo. Me observó por primera vez. Dos años después llamaría por teléfono para notificarme que Lisboa había muerto. Dije que era el nuevo visitador de Roemmers. Charlamos, hice chistes, comentarios en voz bien alta hasta que por fin Silvita se puso de pie. Abrió la puerta en el medio de una consulta.
–Dice que pase –me dijo, cómplice.
Cuando entré, me empujó una señora grandota, de tobillos anchos y pestañas mal pintadas que pidió rápidamente, al borde de la desesperación, un nuevo turno para la semana siguiente.
Estrechamos las manos y me senté frente a Lisboa. Su forma de enhebrar frases, de escuchar con exagerada atención y al mismo tiempo habitar un mundo paralelo, me cautivó. Era la clase de persona con quien podría haber trabado una larga y duradera amistad sin las circunstancias hubieran sido otras. Lisboa siempre volvía mis visitas más livianas. Tenía la gracia cristalina de las personas que mantienen una relación cercana con la muerte. Trabajaba mayormente con viejos y pacientes terminales.
Sobre la mesa había una cabeza de telgopor con una jeringa clavada. Le pregunté si era un adorno.Me dijo que se trababa del caso de un chico. Tenía que ir una vez por semana a la casa para aplicarle una inyección en la cabeza en función de extraerle un líquido. Estaba practicando con la cabeza hasta dónde podía clavar la aguja como para no pinchar el cerebro. El chico tenía una enfermedad rarísima en la que el líquido del cerebro se reproducía(nunca fui bueno para recordar los nombres de las enfermedades, quizás haya sido un modo de resistirme). De pronto, me pareció cansado, más viejo que sus cincuenta y nueve años llevados con naturalidad y juventud.
Me preguntó por un analgésico poderoso. Un tipo de medicamento que se usaba en casos extremos de cáncer de páncreas. Intentaría conseguírselo. Es para el chico, me dijo. Y así lo hice. Le entregué en mano, dos bolsas llenas de analgésicos, cada una de las cinco veces que volví a verlo hasta que sonó el celular un martes a las diez de la noche.
Era Silvita.
–Se tiró el doctor –dijo.
Su voz sonaba relajada, monótona y con ese tono provinciano que tienen algunas señoras que viven en el conurbano. Me contó que el Dr. Lisboa había decidido quitarse la vida la noche anterior. Le pregunté cómo había sido. Ella preguntó qué quería decir con mi pregunta.
–Claro, cómo fue.
Era una pregunta explícita. De un suicidio poco importa la forma sino más bien su resultado. Se trata de una decisión en estado puro. La noticia de Silvita era directa: Lisboa no estaba más entre los vivos. Le dije que pasaría al día siguiente, por el velatorio.
La casa de entierros quedaba en Turdera, sobre la avenida Frías. Al verme entrar, Silvita me dio un abrazo maternal. Parecía en una animada fiesta de gente mayor. Me sorprendió no encontrarme con la esposa de Lisboa. Solo vi a uno de sus dos hijos, a quien noté mucho más dejado y gordo, alejado de los cánones deportivos a los que Lisboa se refería cada vez que hablaba de alguno de sus hijos. Le pregunté con un tono cómplice a Silvita que me llevó a un costado haciendo una mueca exagerada de silencio.
–¿Dónde está el otro hijo del doctor? –volví a preguntar.
Silvita me pidió que bajara la voz.
–El doctor ya no hablaba con su familia.
–No me contó.
–Estuvo perdido –dijo–. Muy ido, pobrecito.
Di un sorbo a un café tibio y quemado. La gente a mi alrededor se abrazaba. ¿Cómo había llegado Lisboa a una decisión así? No tenía el perfil fármaco dependiente (como muchos médicos, pediatras sobre todo), si bien sobremedicaba a su pacientes. Silvita suspiró. La mirada acuosa en el vidrio de la funeraria que daba a la calle Frías. Me contó los últimos días del Doctor.
Hacía seis meses que se había separado de su esposa y apenas hablaba con los hijos (¿no le contó nada a usted?). Llegaba al consultorio con mucho olor, mal vestido. Una vez, dijo Silvita entre risas, había apoyado en lugar de un estetoscopio una cuchara llena de comida en el pecho de un paciente mientras le gritaba que su corazón sonaba como un mar embravecido.
–El Doctor igual siempre sonriente, elegante, dentro de lo posible. Con un chiste en la punta de la lengua. Pero por dentro, bien adentro, los que lo conocíamos, sabíamos que algo no estaba bien. Estaba roto, el doctor. Todo por ese “chico”.
Silvita usó los dedos para reforzar la idea de las comillas en la palabra “chico” como si fuese una guinea arañando barro.
Pregunté a qué “chico” se refería, pero obvié usar las comillas con los dedos.
–El de la señora Adela. La que vive cerca del barrio privado, atrás del shopping.
–¿El caso de la cabeza del telgopor?
–Ese –dijo Silvita con un gesto de triunfo–. Se había… digamos, comprometido demasiado, el doctor.
Silvita contó que Lisboa podía interrumpir una consulta, o bien olvidarse de su agenda, solo para ir a la casa de Adela. Los médicos hablaban. Un chico que de pronto no puede salir de la casa,que pierde el habla, la movilidad, hasta el sexo (usted perdone, dijo Silvita), a quien hay que sacarle un líquido de la cabeza entre tres y cuatro veces ¡por semana! (gritó Silvita). Lisboa había tomado el caso después de que varios colegas lo dieran de baja o no pudieran más. ¿Por qué no habían querido continuarlo?
–Eso sí que no lo sé –dijo Silvita, con las palmas de las manos hacia delante, para delimitar un espacio acotado de acción y de conocimiento–. El decía “voy a ver al chico” y apagaba el celular. Una vez hice la prueba. Me quedé mirando cuánto tiempo tardaba en prender el aparatito. Podía estar hasta ocho horas incomunicado.
–¿Se la pasaba con él?
–Eso sí que no lo sé –dijo Silvita–, supongo que sí.
–¿Qué hacía ahí dentro?
–Eso no lo sé.
–¿La conoció usted a Adela?
Hizo otro gesto con las manos, como si se sacara una mosca fronteriza de ojos radioactivos.
–Claro que la conocí –dijo–. La conozco.
–¿Qué pasó al final con el chico? –pregunté–. ¿Hay otro médico que se encargue de… sacarle el líquido?
–El Doctor se llevó al chico.
–¿Que hizo qué? ¿Por la fuerza? ¿A dónde se lo llevó?
Mi voz sonaba ligeramente desesperada. Como si, de pronto, mi interés por ese “chico” hubiera aumentado a tal punto que el caso fuese mío.
–La señora Mirta –dijo Silvita, y pensé, ¿quién es esa otra señora? –¿Cuántas señoras pueden haber perdidas en estas casas viejas y maltrechas de la periferia? –me dijo que el Doctor raptó al chico de la casa de Adela. Se lo llevó. Así como oye.
Lisboa se volvía enigmático, desconocido. ¿Habría planeado el secuestro en las comidas con su familia cada vez más abstraído, más enfrascado? ¿Se habría cubierto la cabeza con un pasamontaña? ¿Habría atado a Adela en el living para después subir a su auto al chico, cruzarle prolijamente el cinturón de seguridad por el pecho, y lanzarse por la avenida Pavón hacia…? ¿A dónde?
–¿Y el otro cuerpo?
–Eso es raro –dijo Silvita–. No lo encuentran, apenas encontraron al del Doctor. ¡No sabe cómo quedó su auto! Carbonizado quedó, pobrecito.
La policía mandó muestras para que se hicieran estudios forenses, pero Silvita sabía que esos estudios nunca llegarían a destino; quedarían oscilando en la nada. Miré hacia la avenida, la inmensa cantidad de gente y de autos que avanzaban en ambas direcciones.
–¿Dónde vive la señora Adela? –pregunté.
–Más abajo, en Uriburu al 500.
–¿Tiene la dirección exacta?
–Es la única casa de la cuadra –dijo.
Se puso de pie, saludó a lo lejos a una señora petisa de aspecto italiano. Pidió permiso y se acercó dando tumbos hasta ella. Ambas se apretaron los cuerpos, el abrazo apenas les llegaba hasta la cintura. Quedé a un costado, solo. Divisé a lo lejos a un colega de una farmacéutica y caminé hacía él con la intención de salir lo más pronto que pudiera y regresar a mi casa.
En la calle, respiré profundo el aroma de los tilos. Caminé por el medio de la calle, sorteando el asfalto rajado, debajo de los viejos tinglados de cables gruesos, hasta la estación de trenes. Me arrepentí de haber dejado atrás mi tierra natal, aunque con la leve seguridad y confusión de quien afirma una decisión tomada cada vez que la revisita para ponerla en crisis. Salí a la avenida Pavón y me crucé con la calle Uriburu. Pensé un rato y doble, calle abajo, hasta la casa de Adela.
La zona era residencial. La casa de Adela estaba ubicada en una cuadra larga, poblada de plátanos verdes que formaban una cueva en la calle. Las veredas estaban rotas y desniveladas.
Subí las baldosas desparejas que funcionaban como una escalera hasta el dintel de la puerta. No había medianera que separara la casa de las vecinas. Tampoco un cerco, ni de madera o de hierro, que la distanciara de la vereda. Estaba alzada en el medio de una ondulación del terreno. Se llegaba hasta la puerta ascendiendo lentamente. Era una vieja casa cuadrada con techos de laja, de estilo colonial y marcos de madera verde. Se alcanzaba a ver, en el segundo piso, un precario bloque de hormigón mal terminado.
Llegué hasta una pequeña galería, mire hacia la calle. Toqué el timbre de bronce. Se abrió la mirilla, y rápidamente la puerta. Apareció una señora baja, flaca y de pelo blanco. Su piel parecía papel manteca.
–Soy el visitador médico –dije por decir algo–. Amigo del Doctor Lisboa.
La puerta se abrió grande, la señora me miró de arriba abajo. Los ojos chatos, hundidos, brillaron súbitamente. Su gesto de desconfianza se transformó en una sonrisa amplia, la boca abierta, los dientes de plástico amarillos. Un olor a encierro me envolvió. El sonido del televisor llegaba desde algún lugar incierto de la casa.
–Pase, usted es el visitador. El doctor me lo mencionó un par de veces, con nombre y apellido, sí, sí. Pase, pase.
Adela caminaba como un topo. Una enorme joroba ocupaba el lugar de su espalda. Tenía poco pelo y una piel en los brazos anaranjada. Llevaba un repasador engrasado entre las manos. Caminé lentamente y crucé un marco oval que dividía la entrada del living.
En las paredes había estampitas, crucifijos y un olor a sahumerio. No soy religioso pero no puedo evitar la culpa y el remordimiento cuando las veo, como si admitiera, a pesar de mi ateísmo, los pecados que he cometido en vida y las culpas que arrastro de otras vidas.
Adela desapareció por una puerta y volvió.
–Mi marido está en la cocina. Dice que está bien que haya pasado. Venga por acá, ¿quiere sentarse? ¿Terma con soda?
Se acercó demasiado, me tomó de las manos.
–El sabe que usted está acá, lo percibe, ¿no es así?
Afirmé con la cabeza.
–Usted lo siente, también. Me doy cuenta –dijo Adela–. El Doctor fue muy bueno. Pero su misión con él tuvo un final.
–Toda misión tiene un propósito si hay entrega.
Adela lanzó una risotada que me relajó el cuerpo. Apoye la mano sobre el sofá, estaba pegajoso.
–Mis dos hijos fueron ingratos, no nos quieren –dijo–. Esperan nuestra muerte. El mayor se hizo la casa arriba de la mía. Mi marido nunca quiso que se quedara, pero mi hijo decía que no tenía plata. Así juntaría para hacerse otra casa por qué sé yo dónde, para él y para la atorranta de mi nuera –hizo un gesto con las manos, como si tomara una escoba y apuntara a un cuerpo invisible–. Hasta que mi marido entró en esa casa extraña una noche y lo sacó, ¡ta, ta, ta!, a escopetazos, a él y a la atorranta que vivía acá, en mi casa.
–Los hijos a veces traen más frustraciones que alegrías.
–El no –dijo Adela y señaló el techo–. El no me pide ni me cuestiona nada. Da más de lo que doy. Yo no lo mantengo con vida, el doctor tampoco lo hizo. Es el líquido el que lo mantiene.
–Pensé que era su otro hijo.
Adela rió. Miré hacia las paredes buscando la salida. Había aparatos de odontología entre las imágenes cristianas.
–Me gustaría decir que es un aparecido, como la virgencita de San Nicolás, ¿la escuchó nombrar? Ella supo entrar por la casa de esa señora Gladis y ahí le dejó su mensaje. Yo lo encontré en la calle, dejado, no me pidió nada. Es como un aparecido, así le digo yo. Y le rezo cada noche, en la puerta a él. Le rezo por mí, por mi marido, por los que sufren de verdad, como el Doctor.
Me tocó en la cintura, apretó con fuerza.
–Lisboa lo raptó –dije.
Adela armó lo que podría llamarse como una sonrisa.
–El volvió a su lugar, acá arriba. El Doctor era bueno, pero a veces él logra que la gente lo quiera solo para sí. Hay que cuidarlo también a él de él mismo. Pero esta es su casa.
–¿Está ahora acá?
–¿Lo percibió ahora?¿Quiere conocerlo? –se acercó más, su cara a pocos centímetros de la mía, un aliento pestilente y ácido. Me tomó de la cintura, apretó fuerte en la cicatriz de la operación, cuando me extrajeron el riñón para mi viejo -. Su padre le agradece lo que hizo usted por él, ¿sabe?
–Yo… –dije– lo extraño, mucho. A veces me duele ahí.
–Solo tiene que pedirlo.
–No sé si querrá conocerme a mí.
–Cantelé esa canción que le sale tan lindo, ¿cómo se llamaba? ¿”A mi manera”?
Las paredes vibraban, respiraban. Se hundían lentamente, volvían a soltarse. Era una percepción, es claro, alterada por el sonido de mi voz. Apenas se veía, por la ranura de la puerta de la cocina, al viejo, el marido de Adela, con el torso desnudo y la mirada clavada en una televisión de tubo. Mis piernas alejaban mi cuerpo del living, me arrastraban por las escaleras hasta el segundo piso. Mi voz ganaba confianza.
–Cantelé, sí, eso, como usted sabe –dijo Adela, desde abajo.
Había una fuerza en mi voz, atronadora. Las primeras estrofas se desprendieron de mis cuerdas y la casa se convirtió en una caja de resonancia.
El final se acerca ya.
Mi mano marcó una parábola, los dedos se abrieron como si estuviera sosteniendo una copa de vidrio invisible, cargada con un elixir maravilloso. Subí nueve escalones más, di media vuelta en el final de la escalera que me pareció, de pronto, circular, con la forma de un caracol. Abajo, los ojos de Adela, admirada por el lujo de mi voz proyectada en el ambiente, eran huecos y obscenos.
Viví, la inmensidad. Sin conocer jamás fronteras.
El pasillo del segundo piso se convirtió en una masa oscura. Las paredes densas y barrosas convergían en un punto negro; una puerta que, incrustada hacia el final del pasillo, demarcaba el acceso a esa otra zona, la casa de la casa, construida e injertada años después, por fuerzas mortales y desconocidas. El sonido se distorsionó. Avancé con las estrofas finales hacia el final. ¿Estaba riendo? ¿Lloraba? ¿Importa eso ahora?
No hay por qué hablar, ni qué decir.
En mi mano derecha llevaba la jeringa. Cargaba también un frasco de vidrio con boca ancha. Avancé a tientas, y en un mismo movimiento, brusco y salvaje, mi voz se quebró cuando moví el picaporte y la puerta se abrió hacia afuera.