Tanto en prosa como en poesía, la combinación entre vista a vuelo de pájaro y detalle hace que la obra de Santiago Venturini (Esperanza, 1981) se parezca a un retablo de Brueghel el Viejo. Su escritura evoca el realismo de la pintura barroca flamenca por la precisión con que articula imágenes triviales en un gran panorama de actividades humanas que si bien no atina (y esto es lo interesante, lo angustioso del asunto) a darle sentido, por lo menos lo cohesiona.
Docente universitario, investigador del Conicet y traductor, Venturini escribió en Santa Fe a los 35 años su cuarto libro de poemas, En la colonia agrícola, que Iván Rosado publicó el año pasado con un abigarrado y vibrante arte de tapa por Diego de Adúriz. Encabezado por un citado epígrafe de Louis‑Ferdinand Céline ("A los veinte años ya sólo tenía pasado"), En la colonia agrícola forma una novela de iniciación junto con sus estampas o ensayos breves de la serie Resonancia magnética, que publica en el periódico digital Pausa.
"Algunos datos no se borran", escribe en uno de aquellos textos. "Todavía tengo en la cabeza el sonido de los gorriones frenéticos que me despertaban en la casa alpina donde crecí: es el ruido común de pájaros comunes, ya sé, pero es único, o eso me hace creer la grabación de mi mitología personal". La casa alpina integra esa mitología personal, grabada en la memoria (y en una foto en blanco y negro que se incluye al final del libro). Venturini llama "mitología" a todo lo que desborde el riguroso horizonte de una fenomenología.
La frase que da título al libro constituye una forma recurrente, tanto en los ensayos como en los poemas, de nombrar su localidad natal con un epíteto que le permite objetivarla y universalizarla. Esta asepsia integra un proyecto literario de distanciamiento: en poesía, el precursor local esperancino fue el regionalista épico José Pedroni.
En las antípodas, lejos de todo heroísmo, Venturini prefiere inscribirse en la tradición reciente del neo objetivismo de los años noventa, como un Fabián Casas de segunda generación, con su misma eficacia para la frase satírica conceptista que lo resume todo ("donde había un monte/ crece un living") pero en un universo cotidiano más extraño aún, íntimamente disuelto. Si el tedio juvenil urbano de Casas se salvaba de la dilapidación total gracias a la epifanía a lo Raymond Carver o a la gambeta ingeniosa final para el aplauso de los muchachos de la tribuna, en Venturini faltan aquellos arrebatos del yo, o del cosmos, ausencia que hace más desolado el tedio pueblerino que narra.
A la niñez y a la orfandad adolescente les hace de trasfondo la rutina adulta, presentada como un ejercicio constante del absurdo. Más que un gesto estético vanguardista de extrañamiento, aquí la extrañeza aparece como constitutiva de la experiencia misma, lo que la vuelve mucho más inquietante. Aun sin irse del tópico autobiográfico de su generación treintañera y grave, Venturini radicaliza el asombro.
"Los cueros de animales/ que habían protegido/ un sistema perfecto de órganos/ estaban colgados en los galpones/ como mapas de lugares raros", escribe sobre la curtiembre vecina a su vieja casa. El campo, según él, "esconde cosas". Santiago Venturini es también autor de El exceso, que obtuvo un premio en Madrid en 2008; de El espectador (Gog y Magog, 2012), y de Vida de un gemelo (Iván Rosado, 2014).