Me aventuro en un par de definiciones básicas para arrancar. Si ideología es un sistema de ideas, entendemos que la hegemonía es el sistema de ideas predominante, ese orden invisible que sostiene nuestra aparente libertad. Hegemonía es todo eso que hacemos creyendo que es nuestra propia decisión, pero en realidad es la respuesta a un sentido común, sentido común que siempre beneficia a ciertos grupos y perjudica a otros.
Muchas veces dijimos en esta columna que lo más difícil de identificarse como feminista es justamente enfrentarse con la dolorosa revelación de que las mujeres no somos libres, noción que no es tan dificil de comprender para grupos más vulnerados y castigados por la hegemonía, como mujeres pobres, lesbianas, gays, trans y travestis. Es entendible entonces que para aquellas personas que llevamos la hegemonía en nuestro cuerpo, nuestra clase social o sexualidad, para quienes estamos del lado del privilegio, es dificilísimo aceptar que en realidad tampoco somos libres. Primero, porque paradójicamente, ese no ser libres, para algunas de nosotras, es comodísimo, como pensaba mi amiga –vamos a decirle W– que a los 18 años, en el 2000 me dijo: “Me cago en las feministas, que nos hicieron trabajar”. Nunca olvidé esa frase que sintetiza toda una clase social y todavía me hace reír. Aceptar la existencia de ese orden invisible a muchas de nosotras, directamente, no nos conviene, entre otras cosas, porque veríamos que también somos parte del problema. Segundo, es difícil entendernos como no libres, porque es la misma hegemonía y su sentido común la que nos convence de que todos nuestros deseos, tan convenientemente coincidentes con el discurso hegemónico, son efectivamente nuestros propios deseos y por tanto nuestra libertad.
No creo en la posibilidad de estar fuera del sistema, no conozco a nadie que lo esté, sí conozco personas admirables en permanente lucha contra el mismo, campeonas sin duda. El consumo es hoy la única ideología posible y por lo tanto ser feminista y tener contradicciones es inevitable. Sin embargo, un fenómeno despreciable comenzó a apoderarse de las redes sociales: la alabanza o el orgullo de la contradicción. Me puedo sentar a enumerar contradicciones entre mi vida y el discurso feminista y no me alcanzaría el suplemento entero: mi miedo a la vejez, por ejemplo, mi miedo a engordar, que me guste más comprar ropa que cojer, mi rechazo absoluto al poliamor, mis despreciables celos, y por sobre todo, mi morbosa heterosexualidad. Estas son contradicciones, estas mierdas no me enorgullecen. Son mis mierdas y no pienso transformarlas en cualidades positivas para que la cosa cuaje y yo sea maravillosa. Para que todo cierre perfecto y sea la feminista intachable. Mis contradicciones tampoco me quitan el sueño, la vida es muy difícil para andar dándose látigos por querer comprarse una campera, pero mis contradicciones tampoco me empoderan, muy por el contario me hacen débil. Contra ellas se lucha, todos los días, no se exponen como una batalla ganada, no se presentan las contradicciones como victorias feministas. “A cada una la empodera lo que la empodera”, suelo leer en redes, “soy libre de hacer lo que quiero, es individual, de cada une”. ¿Sos libre? ¿En serio? Qué afortunada, hermana ¿Es el poder individual siempre en detrimento de otres? ¿En qué vuelta infernal de maldad patriarcal conseguimos que el mismo gesto que hace que nos odiemos sea también el que nos libera? ¿Podríamos vivir nuestras contradicciones sin la necesidad cínica de transformarlas en acciones altruistas? Y sobre todo, ¿podemos debatir esto, sin acusarnos de yutas o de no feministas? ¿Podemos cuestionarlo o estamos tallando verdades en piedras? Vamo’a discutir, bebas, que calladas ya estuvimos mucho tiempo.