La idea del cuento nació hace muchos años charlando con una antigua amiga quien me contó que su tía golpeaba a su marido. El hecho me pareció insólito y despertó morbosamente mi curiosidad, así que quise saber cómo lo golpeaba, cuál era la reacción del marido, etc. Me olía un cuento, pero supongo que esto último no lo dije. Mi amiga no pudo darme precisiones ni detalles (quizás se basaba en rumores que seguro tenían alguna base real), sólo que la familia sabía que la tía agredía física y psicológicamente al pobre señor que a veces aparecía con moretones, cortaduras y otras lesiones. 

Después de algunos años, escribí el cuento. Para eso tuve que investigar el modus operandi de las mujeres violentas y encontré que, por razones básicamente físicas, las mujeres no suelen golpear con los puños (aunque son capaces de dar grandes palizas a sus hijos), sino que son más bien de arrojar objetos o causar heridas, sobre todo con armas blancas. Desde lo psicológico, no suelen amenazar de modo burdo, pero tienen un gran goce en culpabilizar y humillar a su compañero, sobre todo delante de otras personas. 

En mi experiencia vital, las mujeres tiranas, manipuladores, maltratadoras y violentas no han escaseado y muy probablemente por eso, desde lo literario, siempre me ha atraído mucho más la crueldad femenina que la masculina. ¿Por qué entonces decidí contar la historia desde el punto de vista del marido?

En su gran mayoría, los casos de violencia doméstica son de hombres a mujeres y hoy en día afortunadamente están cada vez más visibilizados y repudiados. Por el contrario, la violencia femenina no es tan conocida y suele estar familiar y socialmente enmascarada. Es mucho menos lineal, más compleja y menos estudiada que la masculina. Dentro de esta particularidad, encontré todavía más singular el rol que juega el varón al que culturalmente se le exige ser viril, fuerte, poderoso y en lo posible adinerado. No quería ofrecer la imagen contraria, la del debilucho, el dominado o el faldero, que es la mirada consensuada y sin duda denigrante que suele tenerse del hombre maltratado, sino mostrar esa supuesta debilidad como una fortaleza. Fortaleza no en el sentido de fuerza sino de defensa: tener que negar o incluso naturalizar que la persona que amamos nos hace daño.