* Hace un par de años vi una serie que me acompañó parte de un verano. Se llama The Killing. Es un policial que transcurre en Seattle. Una detective, Sarah Linden, que se está por retirar, recibe una llamada en su patrulla, responde y se engancha con un caso de asesinato que la va a obsesionar profundamente. Linden investiga junto con el detective que la iba a reemplazar, Holder, un ex adicto. Los dos personajes tienen dificultades para relacionarse con el mundo. Nada los salva, nada los preserva. Están de cara a lo real y lo único que los mueve es la posibilidad de hallar un resquicio –minúsculo– de verdad. Esta “verdad” se relaciona con el caso de asesinato que investigan, pero supone también una afirmación –evidencia genuina– sobre la existencia.
Muchas cosas de la serie me encantaron ?entre ellas la lluvia permanente?, pero sobre todo hubo un episodio que me pareció revelador: Linden sale a correr por un campo, se encuentra con una vaca agonizante, vuelve a su casa, busca el arma, regresa y la mata. La potencia de esa escena es descomunal. Y me dejó pensando: los animales parecen ser las víctimas perfectas.
Cuando empecé a escribir esta historia –imposible no hacerlo–, se me ocurrió incorporar un conjunto de detalles que funcionaran como marco borroso, como clima del relato, ingredientes que aportaran espesor, volumen, más que color. Quería hacer algo parecido a lo que ocurre en la serie: la atmósfera crece –leva, diría mi tía Elda– a partir de los pormenores, del fragmento, de la particularidad. Esa fue la apuesta. El cuento, más tarde, formó parte de un libro que se llama Villa del Parque.