“Todo lo que yo quería me lo llevaron. ¿Quién? La vida, hijo”. Eso dice, medio en serio, medio en broma, Flora Schvartzman en un momento de Flora no es un canto a la vida, primer largometraje del actor y realizador Iair Said. Iair es el sobrino-nieto de Flora, una señora de unos noventa años que, en más de una ocasión, afirmará a cámara que su muerte está cerca. Podría decirse que todos o casi todos tenemos en nuestra familia de sangre o en la política a alguien como Flora, una mujer quejosa y malhumorada (aunque dueña de una extraña simpatía) que nunca tuvo hijos y que, a determinada edad, ha perdido a gran parte de sus seres más cercanos. Said, avezado cortometrajista, encaró el proyecto, personal en todo sentido, con las armas del registro documental –por momentos, de guerrilla, con imágenes semi amateurs–, aunque el espectador constantemente se ve en la posición de preguntarse si la ficción no habrá metido la cola en más de una instancia.
A poco de comenzar la proyección, el director/coprotagonista aclara, sin pelos en la lengua, que la recientemente reiniciada relación con la anciana, alejada durante un tiempo por peleas familiares, tiene un fin claro: heredar el departamento de Flora en pleno barrio de Flores luego de su muerte. El problema es que el piso ya tiene un futuro dueño: un instituto israelí dedicado a la investigación científica. ¿Podrá el joven, que todavía vive con su madre, convencer a la propietaria de cambiar su testamento y legarle el cuatro ambientes con balcón a la calle? En su carrera como actor, Iair Said ha creado –a partir de personajes ligeramente tímidos, ligeramente torpes, a veces enormemente acomplejados– una suerte de persona cinematográfica fácilmente reconocible (ver Mi Primera Boda, de Ariel Winograd, o Acá adentro, de Mateo Bendesky). Algo de eso permanece en Flora no es un canto… y, nuevamente, vale la pena preguntarse cuánto hay aquí del Said real y cuánto de creación para la cámara.
Es parte del juego que propone el film, que, a pesar de coquetear constantemente con el humor negro, nunca termina de caer en sus garras. En los últimos tramos, cuando un geriátrico se transforma en la única alternativa para el cuidado de la tía, el relato comienza a transformarse en una despedida, una suerte de réquiem cinematográfico tan íntimo en sus particularidades como universal en sus resonancias. “No puedo creer que esté tan vieja”, dirá Flora un poco más tarde, ya como una forma de memento mori audiovisual. En ese momento aparece la humanidad detrás del vínculo, que hasta ese momento había sido presentado en pantalla de manera algo brutal y, en más de una ocasión, incómoda. “Este documental fue realizado sin el consentimiento de su protagonista”, reza una placa al comienzo. Más allá de la veracidad de esa afirmación y de la suerte del departamento, el resultado final de la película se parece más a un homenaje que al registro del intento de una toma, sea esta emocional o edilicia.