Clelia Luro llegó exactamente a las doce, a la hora pautada telefónicamente con Jerónimo unos días antes. Puntual. Así era ella. Jerónimo Podestá llegó más tarde, alrededor de una hora y media después de lo acordado. Así era él. El encuentro fue un sábado cualquiera en la casa de la madre de Jerónimo. Ese día iniciaron una amistad que los uniría definitivamente; una amistad “fundada en la profunda afinidad de las almas, la profunda simpatía, la honda concordancia de ideales; es decir, un común sentido de “misión”, escribiría Clelia años después.
Era abril de 1966. Podestá era por entonces el obispo de la diócesis de Avellaneda y había participado en el Concilio Vaticano II (1962-1965). Lo conocían como El obispo de los obreros por liderar la experiencia pastoral renovadora iniciada en Francia.
Clelia se puso en contacto con Podestá por un pedido del obispo de Salta. Tenía que solicitar su ayuda para un sacerdote salteño con problemas de alcoholismo. Ella estaba separada de su marido y se había vuelto de Salta a Buenos Aires con sus seis hijas: María, Nannina (Cristina), Clelia, Clara, Alejandra y María de los Ángeles. Las niñas estaban pupilas en un colegio de monjas porque el padre no le daba la tenencia a Clelia.
La conexión entre Clelia y Jerónimo fue inmediata. Jerónimo había calculado que la reunión se extendería como mucho hasta media hora antes del almuerzo, pero duró más de lo imaginado. Querían escucharse, estar juntos y compartir la tarde. Lo sintieron natural, como si todas sus tardes hubieran sido siempre así.
Bastante tiempo después, ambos reconocerían que habían sentido lo mismo aquel primer día fundacional, cuando nació su vínculo eterno. Lo que sintieron fue tan fuerte que ambos tuvieron la necesidad de escribirlo y de compartirlo al instante. Ese mismo día, en cuanto Clelia llegó a su casa, se sentó frente a su máquina de escribir para contarle en una carta a un sacerdote amigo la impresión que había tenido del obispo.
“(…) Hoy estuve con Podestá. Se apareció sencillamente con su clergyman. Parecía un curita (…) Me citó en casa de su madre, a las doce, pero apareció recién a las trece treinta. Su madre entró al escritorio a pedirme disculpas por la demora y me dio un diario para entretenerme. ‘Siempre llega tarde’, me comentó con una sonrisa. Estuvimos conversando hasta las quince… Nos sentíamos tan bien juntos, como si nos hubiéramos conocido de siempre. Nos quedamos sin almorzar, a mí se me fue el hambre. Había invitados en su casa pero él, a pesar de los llamados de su madre, me tranquilizaba y me pedía que siguiese hablando. Le conté muchas cosas, le hablé de mi inquietud por la Iglesia. Me dijo que no temiera ver, que fuera fuerte y siguiera adelante. Luego me preguntó si tenía tiempo libre, no sé para qué. Quizá sea con él mi camino. Te aseguro que no sé qué quiere Dios que haga y quizá moriré así. Me dejo llevar de la mano. No dejaba de pensar con hombres así ¡qué distinta sería la Iglesia!”.
También Jerónimo tenía la costumbre de escribir lo que sentía y ese mismo día, en cuanto estuvo solo en su habitación, describió al encuentro con Clelia:
“(…) Veo algo en esa mujer decidida, audaz, que no tiene trabas ni inhibiciones y que a pesar de su fuerza de espíritu no tiene agresividad. Me interesa su conversación, siento que irradia amor y cariño entrañable por la Iglesia y sus sacerdotes. No advierto nada que me moleste o perturbe, todo libertad y fuerza pero no desenfado. En su fuerza hay bondad y amor, esto me encanta. Es muy mujer pero en ella no aparece lo ‘caído’ de la mujer sino lo grande. Me habla con total naturalidad y la escucho con gran placer, como si ya nos hubiéramos conocido y fuésemos viejos amigos. Habla el idioma que me gusta: con sabor a Dios, a Evangelio, a Concilio, a renovación de espíritu, autenticidad, sin miedo, con generosidad de alma grande. Desde ese momento percibí el carisma. Por otra parte habla el idioma que me gusta porque es el verdadero, pero que yo no siempre tengo el valor de usar. Siento que esa mujer me habla con gran amor sobrenatural y limpio afecto humano; me trae un mensaje y comprendo que habrá de tener una parte importante en mi vida porque tiene una profunda afinidad con mi alma. Pero justamente me trae lo que a mí me falta. Me habla de Dios, de la Iglesia argentina, de los Obispos, de los Sacerdotes, de la necesidad de renovarse en el Amor de Cristo… Me plantea dos cosas concretas: la salud de un sacerdote del norte y mi opinión sobre una carta que tiene escrita para el señor Nuncio. La carta es verdaderamente audaz, pero tiene la santa libertad de los hijos de Dios, a pesar de lo extraño del caso la carta me gusta, en cuanto al sacerdote le prometo hacer todo lo que me sea posible. Me gusta tanto escucharla pues tiene el mismo concepto de Dios, de la Gracia y del Pecado, pero al mismo tiempo tiene una libertad de la que yo carezco. Varias veces me ofrece retirarse pero yo la insto a que continúe todo el tiempo que quiera. Me gusta su alma y su calidad de mujer… Lo extraño del caso es que, a pesar de tener tantas cosas fuera de lo común, no siento ninguna prevención, por el contrario, una gran afinidad y simpatía…”.
A partir de ese día sus caminos ya no dejaron de cruzarse. Por una cosa u otra, hablaban por teléfono o ella, directamente, iba a verlo hasta Avellaneda para reunirse con él y tomar unos mates.
A final de ese año, cuando todavía gobernaba la dictadura de Onganía, se realizó en Mar del Plata la X Reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam). Durante los días que duró el encuentro, Podestá y Clelia establecieron un estrecho vínculo con Hélder Câmara, el progresista obispo brasileño que había desempeñado un papel importante en el Concilio Vaticano II e impulsado el Pacto de las Catacumbas. Hélder era conocido como El obispo rojo por la dictadura brasileña.
Clelia hizo como periodista la entrevista con los dos obispos y publicó en tapa de la revista Imagen del País la foto de Podestá y Câmara juntos. La repercusión de la nota fue inmediata. La dictadura de Onganía tomó con preocupación el acercamiento entre los dos referentes de la Iglesia.
Para entonces, Clelia y Jerónimo ya habían establecido una relación de profundo amor y mutua identificación. El vínculo, según decidieron, se mantendría exclusivamente en el plano espiritual y con el formato de una “pareja mística”.
En 1967, Clelia y Jerónimo fueron invitados a visitar al padre Câmara en Recife, poco antes de que el obispo brasileño encabezara la firma del “Manifiesto de los 18 Obispos del Tercer Mundo”.
Clelia y Jerónimo debatían sobre las cosas que pasaban y juntos potenciaban su compromiso social. Se complementaban a la perfección. Podestá decidió nombrar a Clelia su secretaria personal en el Obispado, lo que provocó un revuelo importante. No era usual que una mujer ocupara ese puesto en la Iglesia. Los chismes comenzaron a rodar y, con el tiempo, ya eran imparables. Pero a ellos no les interesaba: no ocultaban su vínculo, sentían que no tenían nada que esconder y eran conscientes de que no rompían ninguna de las reglas eclesiásticas. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder ante la hipocresía de la Iglesia, que, aunque no les prohibía su relación, le recomendaba a Jerónimo que mantuviera en secreto el vínculo con “esa mujer”.
Desde que empezó a ejercer su rol de secretaria, Clelia acompañó a Podestá en todos sus compromisos. Estaba siempre a su lado: en los actos, en los reportajes y en las actividades públicas en las que participaba. Los superiores de Podestá en la Iglesia no disimulaban su aversión hacia Clelia. No toleraban su presencia y se referían a ella sin mencionar su nombre. La llamaban “esa mujer”, como alguna vez ocurriera con Evita entre los opositores al peronismo. Buscaban invisibilizarla, ningunearla y deshumanizarla.
Clelia y Jerónimo solían escribirse cartas para intercambiar sus opiniones políticas sobre la Iglesia pero, por sobre todas las cosas, para expresarse el profundo amor que los unía desde que se habían conocido, sin traicionar el juramento de celibato de Podestá y aceptando, a la vez, ese sentimiento como una gracia.
“Querido Jerónimo:
Hoy pregunté a Dios por qué quiero, por qué amo así; no quería amar, se sufre. De lo profundo de mi alma, vino la respuesta: así tengo que quererte. Es cierto que me has dado mucha felicidad al compartir todo lo tuyo, pero también es cierto -y lo sé en toda su profundidad- que es renunciamiento… Tus manos, Jerónimo, amo tus manos que consagran y bendicen. Tú debes ser otro Cristo en la historia de hoy. Todos los cristianos deberíamos ser otros Cristos para que la historia madure. Toda tu vida y todo tu ser: tus labios que dan Su palabra, tus ojos que reflejan a Dios, tus pies que no se cansan de andar para anunciar el Evangelio…
Clelia, Navidad de 1966”.
“Clelia querida, te amo mucho, te amo de veras, te amo bien; te quiero mucho, muchísimo, con todo mi ser. No quiero ni la más leve sombra que pueda empañar la dignidad y nobleza de este cariño. Asimismo, te digo que no debemos permitir la más leve rebaja del nivel y de la dimensión que Dios le ha dado a nuestro encuentro.
Jerónimo, 2 de enero de 1967”.
Pocos días después de este cruce epistolar, a mediados de enero de 1967, Podestá recibió por primera vez una seria advertencia de los obispos Humberto Mozzoni, Antonio Plaza y Raúl Primatesta sobre su relación con Clelia. Les molestaba Clelia, por supuesto, pero más allá de no aceptar la relación que ellos mantenían, lo que verdaderamente inquietaba al poder eclesiástico y al poder político eran los canales de participación, reflexión y análisis que abría Podestá con su militancia.
En paralelo al hostigamiento personal al que era sometido, Podestá comenzó a dar conferencias sobre Populorum Progressio, la encíclica del papa Paulo VI. Sus charlas se volvieron cada vez más populares, sobre todo en medios sindicales y peronistas, ambos prohibidos por la dictadura.
El 1º de mayo de 1967, Podestá publicó un artículo cuestionando la prohibición del gobierno militar de realizar actos durante el Día Internacional de los Trabajadores. Podestá, Clelia y Perteagudo planeaban realizar un acto en el estadio Luna Park para fines de ese año, en plena dictadura. La idea era que el obispo fuera el único orador y la exposición abordara Populorum Progressio. El 25 de junio Podestá le escribió una carta a Hélder Câmara en la que le cuenta que el nuncio papal Humberto Mozzoni le había advertido que no debía realizar el acto en el Luna Park. En esa misma carta, le habla a Hélder del profundo significado de su vínculo con Clelia y la decisión de ambos de asumir en libertad la “colaboración sacerdote-mujer”. También le expresa, no sin preocupación, la fortaleza que les exigía asumir ese sentimiento.
A mediados de 1967 la situación de Podestá se complicó todavía más. Onganía lo citó en su despacho, en junio, para transmitirle que lo consideraba el mayor peligro de la Revolución Argentina. Y con la intención de presionarlo a Podestá para que renunciara a su puesto de obispo, le ordenó a la revista Sí que publicara en la tapa las fotos del obispo con su secretaria. Los denunciaban, sin ningún tipo de eufemismos, de mantener una relación amorosa.
Clelia habló con sus hijas sobre lo publicado, porque estaba convencida de que se enterarían del contenido de la nota y porque, además, sabía perfectamente que de ahí en adelante las habladurías estarían a la orden del día. Había otro tema que la preocupaba: todavía no tenía la tenencia de sus hijas y pensaba que el contenido de la nota le podía jugar en contra para conseguir ese objetivo. Ellas aún permanecían pupilas en un colegio religioso y su padre conservaba la patria potestad.
Presionado por las autoridades de la Iglesia argentina y convencido de que el pontífice lo entendería, Podestá anunció que iría a hablar con el papa Paulo VI para defender su honor y enterarlo de la limpieza de su conducta. Así lo hizo, pero la audiencia no resultó como suponía y el Papa, en lugar de entenderlo, le exigió que “arrancara” ese sentimiento de su corazón.
Podestá sabía que podía hacer cualquier cosa menos renunciar a Clelia y al amor que los unía. Ellos no tenían nada que ocultar. La relación con “esa mujer” era la excusa de la Iglesia para sacarse de encima al obispo obrero que molestaba con cuestiones sociales y políticas que afectaban sus propios intereses.
Finalmente, el 10 de noviembre, el nuncio Mozzoni le pidió a Jerónimo la renuncia al Obispado. Clelia y Jerónimo se abrazaron y lloraron juntos un largo rato. Estuvieron durante horas sentados en el sillón del living de la casa de Clelia, en silencio, juntos. Con el alma partida pero, al mismo tiempo, con la certeza de que eran indestructibles. Jerónimo y Clelia viajaron a Roma para hablar con el Papa, pero Paulo VI nunca los recibió. De vuelta en Buenos Aires, el 3 de diciembre de 1967, cinco días antes de lo que le habían informado, Podestá fue desalojado por la policía de la diócesis de Avellaneda.
Ya fuera de la Iglesia, Jerónimo se mudó a un departamento de un ambiente, a una cuadra de la casa de Clelia. Ahí empezó a escribir y a ordenar todos los discursos que había dado en los últimos años. En 1968 publicó su primer libro, Violencia del amor. Fue una iniciativa de Clelia, que además colaboró en su redacción. Al año siguiente trabajaron juntos sobre un segundo libro: La Revolución del Hombre Nuevo.
A partir de su relación con Clelia, Podestá atribuyó un papel central en su prédica a la idea del “amor”. Manifestó su simpatía por el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) –antecedente de la Teología de la Liberación–, creado en 1968 como adhesión al Manifiesto de los 18 Obispos del Tercer Mundo que impulsó Hélder Câmara.
Para entonces, la prensa había difundido la información de que Podestá y Clelia se habían casado o vivían en pareja. Podestá decidió exponerse a declarar públicamente que sentía un profundo amor por Clelia, pero que ambos habían decidido mantener la relación en un estado puramente espiritual debido a su condición de sacerdote. Declaró además que aquella “versión indignante” sobre su casamiento era una maniobra de quienes pretendían que le fuese quitada su condición de obispo. Mientras tanto, al mismo tiempo que debía defenderse de los dichos públicos sobre su relación con Clelia, se ocupaba de denunciar los asesinatos en manos de grupos militares y paramilitares, de escribirle cartas al Papa para mostrarle la situación del país, de denunciar las violaciones a los derechos humanos y de reunirse con otros sacerdotes comprometidos como él.
Podestá volvió a mudarse, esta vez al mismo edificio de Clelia, en el barrio de Almagro. Y un tiempo después, empezaron su convivencia. Tampoco podían seguir solventando los dos departamentos. Así fue como Jerónimo se sumó a la vida familiar de Clelia y sus seis hijas. A ella no le gustaba cocinar, a Jerónimo le encantaba pero no era un experto en materia culinaria, aunque le ponía voluntad. Fueron años duros para todos en la casa. Clelia, la tercera hija, recuerda los días en que llegaba a la casa y su madre les preguntaba: “¿Qué comemos hoy? ¿Arroz con sopa o sopa de arroz?”.
Clelia y Jerónimo realizaron una gira por Europa en 1971. Estuvieron en Roma durante una serie de encuentros de sacerdotes. Allí, varios medios quisieron entrevistarlos. Era un momento en que se empezaba a discutir la cuestión del celibato en los sacerdotes.
En 1972, Podestá se manifestó sobre la Masacre de Trelew y recibió a familiares de las víctimas. Ese mismo año lo invitaron a Yugoslavia y volvió a viajar junto con Clelia. El recorrido incluyó escalas en las principales ciudades europeas. De vuelta en el país, Clelia y Jerónimo siguieron con su vida y militancia. Se cuidaban mutuamente. Discutían con vehemencia cuando hablaban de política o de religión, pero jamás se peleaban o enojaban. Jerónimo siempre la tomaba de la mano, incluso en los momentos en que Clelia se ponía brava, durante alguna acalorada discusión.
En 1974 los amenazó la Triple A: “Eso sí que fue muy feo. Ocurrió en agosto del 74. Me acuerdo porque yo estaba embarazada de tres meses, más o menos. Sonó el teléfono en casa y era Tomás Eloy Martínez, quien preguntó a mamá si Jerónimo estaba con ella. Mi mamá le dijo que sí y le preguntó si estaba todo bien. Al recibir la respuesta afirmativa, no dudó: ‘Váyanse todos ahora’, le dijo Tomás Eloy. Esa era una época en la que la Triple A te avisaba pocos días antes de que te iba a matar”, contó Clelia hija.
Tras la advertencia, salieron inmediatamente de la casa. A la noche llamaron para saber cómo estaban las cosas y, para su sorpresa, un hombre desconocido atendió el teléfono y se hizo pasar por “amigo de las chicas”. Comprendieron enseguida que tenían la casa tomada.
Después de discutirlo durante horas, estuvieron de acuerdo en que se tenían que ir del país. Tras muchas idas, venidas y cambios de países, Jerónimo y Clelia decidieron que Perú era el lugar para pasar el exilio, porque no estaba tan lejos de Buenos Aires. Los dos querían volver, no les gustaba vivir separados de su familia. Durante esos años vivieron de lo que pudieron y luego de vivir varios años en Perú, con unos ahorros lograron comprar un departamento en Buenos Aires, sobre la calle Chirimay, en el barrio de Caballito.
Clelia estaba convencida de que era una oportunidad para que Jerónimo volviera. Nadie sabía de esa nueva dirección y podría estar seguro. Parecía que todo se iba acomodando y que pronto volverían a ser una familia como la de antes, pero el día de la mudanza, mientras ella esperaba el camión acompañada por cinco de sus seis hijas, escucharon una sirena. Todas se miraron preguntándose a quién irían a buscar. La sorpresa fue que las buscaban a ellas. Un vecino, que era policía, las había denunciado como subversivas y de ahí se llevaron detenidas a las cinco hijas de Clelia hasta la Comisaría 13ª. Por alguna razón, a ella no la detuvieron.
Primero en la Argentina y luego en Latinoamérica, Clelia y Podestá fueron los fundadores del Movimiento de Curas Casados. Hacia mediados de los 80, su militancia se concentró en el trabajo con ese grupo. Realizaban muchos viajes por la región y reuniones locales. Unos años después armaron la Federación Internacional.
Jerónimo sufrió el desprecio de los sacerdotes, sobre todo cuando se puso a militar de lleno en el Movimiento de Curas Casados. Con el correr de los años, el único que se le acercó fue Jorge Bergoglio.
Jerónimo se había levantado un día con la idea de pedir una audiencia con el entonces cardenal Bergoglio. Clelia intentó convencerlo de que no era una buena idea porque ya le había pasado con Quarracino, quien, a pesar de haber sido compañero de seminario y tener los dos la misma edad, le había negado el encuentro cuando se lo había solicitado. Clelia temía que le pasara lo mismo con Bergoglio, pero, para sorpresa de ambos, el cardenal aceptó el pedido y recibió a Jerónimo.
Pudieron reunirse por primera vez en 2000. Jerónimo ya no estaba bien de salud. Desde 1994 padecía una insuficiencia cardíaca que requería cuidados y había empeorado en esos meses. A principios de mayo de ese año fue internado por primera vez. Estaba en la clínica San Camilo y, cuando Bergoglio se enteró, le pidió permiso a Clelia para ir a visitarlo y darle la unción de los enfermos.
En junio, cuando fue internado por segunda vez en terapia intensiva, Clelia llamó a Bergoglio para decirle que las monjas del sanatorio no la dejaban entrar a verlo. El cardenal ordenó a las monjas que la dejaran estar las veinticuatro horas junto a Jerónimo, y así fue. Clelia pudo estar a su lado los cuatro días que permaneció en coma.
Luego de su muerte, Bergoglio comenzó a llamar a Clelia todos los domingos a las tres de la tarde. La última charla la tuvieron el domingo 3 de noviembre de 2013. El lunes 4, Clelia murió.
Clelia y Jerónimo se habían casado en 1994. Fue idea de Jerónimo, quien consideraba que era necesario como una forma de proteger a Clelia en caso de que a él le pasara algo. Además, resultó una muy linda excusa para celebrar. Ese día, luego del registro civil, fueron directo a su casa para brindar con familiares y amigos. Algo sencillo e íntimo, sólo para los amigos más cercanos.
Clelia y Jerónimo siempre estuvieron juntos. Y probablemente esos encuentros se estén recreando aún hoy en alguna otra dimensión, desde ese lunes 4 de noviembre de 2013.