El oscuro humor de Natasha Lyonne parece ser el origen de ese inoxidable magnetismo que define a su personaje en Orange is the New Black. Su Nicky Nichols, ya desde la primera temporada vestida de naranja, es el alma delirante y torturada de esa cárcel de mamelucos e injusticias, la adicta de cuna de oro, prendada de amores imposibles y madres ausentes. Esa vejez espiritual que se torna sabiduría y voz aguardentosa es fruto de su propia personalidad, que tiñó la creación de Jenji Kohan de esa pátina de locura y rabiosa autenticidad. Ahora, después de haberle regalado sus rulos revueltos y su irónica sonrisa a numerosas criaturas que otros han imaginado, le llegó el turno de escribir sus propios diálogos y de vestir su propio disfraz en la nueva serie de Netflix, Muñeca Rusa. Creada junto a sus amigas Amy Poehler y Leslye Headland, la idea nace de un piloto para la NBC que nunca se concretó. “Amy me llamó un día y me dijo: ‘Desde que te conozco siempre has sido la chica más vieja del mundo’”revelaba hace unos días en una entrevista con The New York Times. “‘¿Es un cumplido?’, pensé. Lo cierto es que terminamos desarrollando un programa para la NBC llamado Old Soul en el que interpretaba a Nadia y Ellen Burstyn a Ruth, mi madrina en la vida real que vive en Murray Hill y se la pasa en el Borgata de Atlantic City jugando en las máquinas tragamonedas. Fumadora en cadena, Carltons. Finalmente el programa no se hizo y resultó una investigación para lo que luego sería Muñeca rusa”.
No solo el nombre de Nadia, la madrina Ruth y los cigarrillos sobrevivieron, sino esa alma vieja que se esconde en Natasha Lyonne y que define el espíritu de esta nueva aventura. Ya no estamos en Atlantic City sino en Nueva York el día del cumpleaños número 36 de Nadia Vulvokov. Una de sus hipster amigas organiza una fiesta cool con pollo aromatizado y cigarrillos de cocaína en un departamento en el Village que solía ser un edificio sagrado de la comunidad judía. Nadia sale del baño, coquetea con un intelectual algo snob y abandona la fiesta. Sexo casual, el recuerdo de un linyera que parece conocer de algún lado, la entrada en el drugstore amigo para preguntar por su gato y un accidente inesperado. Fundido a negro y otra vez en el baño. La misma puerta psicodélica, la fiesta de cumpleaños, el cigarrillo de cocaína. Todo parece empezar de nuevo, una y otra vez. Esa es la idea que la serie instala en su primer episodio, para desde allí enhebrar los giros y las vueltas de tuerca que irán descubriendo ese mundo alrededor de Nadia, el mismo que resulta una trampa infinita de la que es imposible salir.
La comparación con Hechizo del tiempo –o El día de la marmota, como mejor la recuerden– es inevitable. La serie lo sabe –aunque no lo dice– y se desmarca. Lo que allí se repetía irremediablemente como una maldición, aquí se bifurca en numerosos caminos que siempre conducen a la misma noche, y al mismo baño. Los regresos de Nadia siempre están precedidos por muertes violentas, ridículas, absurdas o extravagantes. Cada una de ellas asegura la trampa pero al mismo tiempo impulsa a Nadia a desandar ese círculo temporal, a intentar romperlo o al menos alterar su curso. En ese juego, las muertes se convierten en algo más que el remate de un gag. “Hay grandes y pequeñas ‘muertes’ a lo largo del día” reflexiona Lyonne, “existen aquellas en las que uno siente que todo su mundo está colapsando, porque está enfermo o porque una relación se está desmoronando. Y luego están las muertes más pequeñas, las del mensaje de texto que no te responden y te está obsesionando, y te hace sentir como si estuvieras vacía por dentro”.
Esa tensión entre lo real y lo simbólico es un guiño que la serie despliega con astucia. Nadia se dedica al desarrollo de videojuegos. De repente, su vida se ha convertido en uno. Es ese conocimiento de los códigos que rigen el funcionamiento de un sistema el que dispara en ella la pesquisa por el error. Algo debe haber ocurrido que al corregirlo permita que todo vuelva a la “normalidad”. Nadia se convierte, entonces, en una especie de detective de sus últimos pasos, de posibles indicios que le sugieran dónde está el cerrojo que destrabe ese irritante loop temporal. ¿Fue el cigarrillo que sorpresivamente contenía ketamina de dudosa procedencia? ¿O el edificio que antes fue yeshivá de una sinagoga próxima y ahora le envía ese encantamiento a modo de redención? La ciudad de Nueva York y sus recovecos se convierte en ese opaco escenario en el que Nadia rastrea sus raíces religiosas, se reencuentra con un novio al que dejó hace un año, persigue un linyera para darle unos zapatos, busca la compañía de su gato que parece haberla abandonado. Todo lo que antes era invisible ahora resulta omnipresente en la repetición, distintivo en el desvío, terrorífico en su caótica condición.
La serie ha fascinado a la prensa en Estados Unidos. Más allá del juego temporal y la narrativa escalonada como una torre de mamushkas, el atractivo está en la capacidad de observación que exhibe Lyonne respecto del mundo que la rodea, en su humor que nunca olvida la tragedia, en el desgarro que implica poner sus recuerdos y pasiones en juego. Hay dos personajes y un libro que resultan decisivos con el correr de los episodios. De uno de ellos no vamos a hablar demasiado para no arruinar sorpresas, pero su aparición supone abrir el espectro más allá de la figura de Nadia y sus amigas, de la fiesta y las drogas, del Village y ese snobismo de código compartido. Lyonne y sus co-creadoras se expanden más allá de lo seguro, combinan la estética vintage con algo de distopía y nunca olvidan la emoción de sus personajes en el camino. Aquí entran en escena el segundo personaje y el libro. El personaje es la madre de Nadia, que funciona como un eco distante que domina su presente. Sus fotos se refugian bajo la cama, sus recuerdos se sostienen en la tibia memoria de su tía Ruth, su presencia se reduce a una moneda de oro suspendida en el cuello de Nadia.
Junto a ese tesoro de un tiempo pasado, el libro Emily, la de la Luna Nueva, de la canadiense Lucy Maud Montgomery, funciona como una guía hacia al corazón de Nadia. La elección de esa niña hermética y filosa en lugar de la sagaz y adorable protagonista de Ana de la pradera de la misma autora, da cuenta de cómo se siente Nadia en el mundo, de cómo Lyonne ha decidido imaginarla. Sus rutinas, su egoísmo, su búsqueda incesante de respuestas ponen en movimiento cada uno de los episodios como piezas de un antiguo reloj. Pero, al mismo tiempo, sus historias se abren a los vínculos que forja en esa interminable pesquisa, a los hallazgos que puntean su incertidumbre, al incisivo humor con el que expone sus traspiés. Es allí donde Muñeca rusa está a la altura de sus ambiciones y de la eterna supervivencia de su personaje. Allí es donde Nadia nos descubre la inagotable inventiva de Natasha Lyonne.