Desde Barcelona

UNO En estos días en que el presente se ha vuelto tan omnipresente (con Rajoy pudiendo no hacer ninguna cosa y con Trump pudiendo hacer cualquier cosa), Rodríguez ha decidido volver al pasado para ser futurista. Volver a experimentar el futuro como se lo experimentó en su niñez: como a un sabor de helado de los raros, como algo en lo que se pensaba todo el tiempo, porque el futuro era casi toda la vida por venir. Ahora, cuando Rodríguez tiene más por detrás que por delante, necesita volver a pensar en el futuro como alguna vez lo pensó su generación: la de las últimas infancias futuristas y muy sci-fi, la que soñaba más con la lejanía de naves espaciales que con la proximidad de teléfonos móviles.

DOS Con ese espíritu entre vintage y anticipatorio, Rodríguez viajó a dos novelas de cientos de páginas y miles de años luz: Aurora de Kim Stanley Robinson y Seveneves de Neal Stephenson. Ambas pertenecientes al subgénero conocido como “generation spaceship”. Es decir: muchas personas metidas en el éxodo inoxidable de naves que no van a llegar a conocer la Tierra Prometida (no hay nada como el acelerante warp drive de Star Trek) pero, hey, lo que importa es el polvo de estrellas del camino. En la primera, Robinson vuelve a hacer lo que mejor hace y que ya hizo en su tetralogía marciana: detallar todo lo que les pasa o deja de pasarles a colonos aquí rumbo al sistema Tau Ceti en busca de un nuevo hogar para la humanidad. En la segunda, Stephenson –como es su costumbre– hace algo que nunca hizo pero que hace como ninguno; y en el primer capítulo la Luna, inesperadamente, estalla en mil pedazos y hay que salir volando rápido, más rápido todavía; y Rodríguez todavía no se repone de la sorpresa de –recorridas las dos terceras partes de Seveneves– dar vuelta una página y encontrarse con un “Cinco mil años después…”. Y entonces Rodríguez, habiendo leído ambas, de vuelta en el aquí y ahora, se dice que eso es lo que desearía: un mucho tiempo después con él ahí, de pronto, como si nada hubiese pasado pero, a la vez, que todo hubiese quedado atrás.

TRES Y, claro, después de semejante dosis de galaxias y novas, Rodríguez –yendo de la casa a la oficina– necesita más. Y así miente enfermedades tempranas a sus patrones y reuniones tardías a su familia y –otra vez, como cuando era niño– se programa un doble feature en un cine del barrio de Grácia y se sienta en la oscuridad frente a las luces de Passengers y Arrival. La primera –también con crucero interestelar– empieza como una versión ingrávida de The Shining, se convierte casi en una de Doris Day & Rock Hudson (en una versión estelar de Pillow Talk) y acaba abrazando su inevitable destino de action-film donde por una vez, por suerte, no hay creature suelta persiguiendo a la parejita por pasillos de acero. Y Rodríguez sigue preguntándose –misterio de nebulosa insondable– sin respuesta si Jennifer Lawrence es atractiva o es repelente. La segunda transcurre en la Tierra y las naves no van sino que vienen. Y es mucho más interesante que Passengers e incluye a Amy Adams (actriz que con esa cara que no dice mucho puede hacer lo que le pongan) y hace guiños vonneguteros y apuesta a la máxima evolución posible como la proustiana habilidad de habitar todos los tiempos al mismo tiempo. Pero lo más interesante para Rodríguez es que tanto Passengers como Arrival son –por encima de todo efecto especial digitalizado– reflexivas y carnales historias de amor donde, a la hora de la verdad, el corazón y el cerebro deberán optar entre la seguridad de la animación suspendida o los riesgos del desánimo ininterrumpido. Es decir, elegir entre el resignarse a vegetar o arriesgarse a el vivir hasta que la muerte nos separe.

CUATRO Porque –piensa Rodríguez cada vez más seguido por razones obvias– la muerte es la odisea espacial definitiva, el agujero negro sin fondo, la desaparición total o la conversión en absoluta energía astral. Ir Más Allá, sí. Y Rodríguez, insomne, en lugar de contar ovejas cuenta viajeros cósmico-temporales: el Star Rover de Jack London, el Billy Pilgrim de Kurt Vonnegut, el Star Maker y los Last and First Men de Olaf Stapledon, el Star Child de Arthur C. Clarke & Stanley Kubrick, El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld & Francisco Solano López, el Dr. Manhattan de Alan Moore & Dave Gibbons (favorito de Rodríguez, musculoso y desnudo y ahí arriba o ahí abajo, azul y entonando los blues de sus crónicas marcianas, preguntándose “¿Acaso el alma humana conoce abismos tan profundos?”), el Rafa de Roger y el Federer de Nadal, y el Mayor Tom y el Ziggy Stardust y el Thomas Jerome Newton (materializado primero en una novela de Walter Tevis) pero abducido para siempre por David Bowie desde la película The Mal Who Fell to Earth.

Y lo cierto es que a Rodríguez nunca le apasionó David Bowie. Bailó con “Let’s Dance” y se enamoró como “Modern Love”, sí, pero poco más. Nunca lo consideró un “artista total” y siempre le irritó un poco su condición post-beatlesca-multi-referencial de necesitar cambiar todo el tiempo faltándole nada más el Fat Bowie en honor a Elvis. Pero también es cierto que a Rodríguez le gustó mucho ese come back/resumen de lo publicado que fue el auto-museo The Next Day (en especial el Hello Steve Reich Mix de James Murphy para DFA de “Love Is Lost”) y que le fascinó el Blackstar (con su astro-esqueleto recamado de joyas, tuvo la suerte de escucharlo y decidirlo antes de la muerte de Bowie). Y que su admiración ha aumentado aún más luego de ver –como parte de los festejos por el primer año de muerte del músico– ese documental que la BBC dedicó al principio de su final: The Last Five Years. Allí, Bowie desapareciendo de los escenarios y estudios que solía frecuentar luego de un ataque cardíaco live, dedicándose con pasión a dejar de ser Bowie por un rato largo para, finalmente, decidir continuar y volver a materializarse en los albores de su crepúsculo con la vital energía que sólo adquieren los casi muertos. Así, Bowie y dos discos y obra de teatro musical (Lazarus) retomando la historia del hombre que cayó a la Tierra, de ese alien alienado entre nosotros. En Lazarus, Thomas Jerome Newton es el actor Michael C. “Dexter” Hall quien, por lo que Rodríguez escucha en el soundtrack, consigue una más que loable invocación de Bowie. Pero lo mejor viene en el bonus-cd con tres temas hasta ahora inéditos grabados durante las sesiones de Blackstar. Y uno de ellos es especialmente emocionante. “No Plan”, se titula. Y le canta al ya no tener proyectos de este lado y el estar en un sitio sin planes ni planos, donde ya no hay música y donde deseos y creencias y estados de ánimo ya no suman ni cuentan, y se está solo y sin nada que lamentar pero –entre ultratumba y ultrasónico, el video cerrando con la imagen de un cohete rumbo al más exterior de los espacios– concluyendo, con un entre inquietante y esperanzado “Esto no es un lugar / Pero aquí estoy / Y no es aún del todo”. 

CINCO En casa, en su nave padre, Rodríguez –con la excusa de una de esas periódicas inevitables y predecibles catástrofes informáticas pautadas por compañías que alguna vez se dedicaban a diseñar ingenios para no fallar y ahora a programarlos para que, pasado un tiempito, emulen a HAL 9000– decide cambiar el fondo y salvapantallas de su MacBook Pro. Elimina al figurativo y melancólico “Nighthawks” de Edward Hopper y lo suplanta por una de las postales expresionistas y abstractas y pollockianas que de tanto en tanto envía el ojo del telescopio espacial Hubble para contarnos que todo bien por allí y que desde allí arriba se nos ve tan pequeños pero, aún así, significantes.

Mejor así, piensa Rodríguez.

Hay futuro, se dice.

El problema –además de que la electricidad está cada vez más cara– es que hay que viajar muy lejos para alcanzarlo.