Ahora que se vuelve a hablar de Miguel Angel Bustos gracias a la más que merecida traducción de buena parte de su obra poética al inglés, me resulta inevitable evocar su persona durante los pocos años de trabajo que compartimos en la redacción del semanario Panorama.
Hay quienes dicen que la memoria es un puente que nos lleva de un tiempo a otro, tanto como la imaginación. Según Giorgio Agamben, Walter Benjamin escribió una vez que en el recuerdo “hacemos la experiencia de lo que parece absolutamente concluido –el pasado– y de repente se vuelve incompleto”. La memoria, entonces, restituye al pasado su incompletud y es así que, de alguna manera, lo vuelve todavía posible. De eso se trata: Miguel Angel Bustos es todavía posible.
Nos conocimos, como dije, en la revista Panorama y recuerdo que nos enredamos en una charla sobre la importancia de la teoría del juego a partir de la visión que Johan Huizinga desarrolla en su famoso “Homo Ludens”. De inmediato me di cuenta de que nos vinculaban “voracidades” parecidas en el abanico de lecturas y autores. Hasta el humor nos acercaba y el humor de Miguel Angel, precisamente, podía alcanzar niveles de una rara “finesse” hilarante. Supongo que el mío era menos certero pero no puedo discernirlo desde mí, naturalmente. Recuerdo –repentinamente– su voz ronca y el tono susurrado que utilizaba para atenuar el sarcasmo con que a veces redondeaba alguna de sus bromas. Pero en todo momento, aquel susurro ronco remedaba la modalidad conspirativa de un compinche cuya lealtad no admite fisuras.
Compartíamos, además, una visión política redentora, la suya decididamente comprometida y militante y la mía menos práctica que teórica. Y desde ya, participábamos de la pasión –o la fatalidad– de la escritura. Con Jorge Lebedeb y Diego Lagache, ambos redactores también de Panorama, compusimos rápidamente una suerte de cuarteto indisoluble. Nos acantonábamos en el Florida Garden o en Augustus –cuando todavía existía Harrods– y deambulábamos a lo largo de Florida donde almorzábamos algún sandwich de lomo poco antes de llegar a la esquina de Lavalle. Nos atravesaban y ocupaban incesantes conflictos gremiales, nacionales y personales y, prácticamente, era imposible bajar la guardia o entregarnos a distracciones hipnóticas, debíamos permanecer atentos, construir estrategias fantásticas y alentar paralelamente sueños literarios a partir de preferencias innegociables.
Conviene recordar que vivíamos una época dura, peligrosa y, al mismo tiempo, paradójicamente feliz, dualidad a primera vista del todo incomprensible pero indudablemente cierta no bien se reconstruyen –desde ya parcialmente– momentos recordables de ese pasado.
Miguel Angel, si estaba en vena, recitaba a Baudelaire en francés y a Holderlin en alemán. Su facilidad para los idiomas era notable, hablaba y leía en francés, en inglés, en alemán, en portugués y en italiano. Nosotros imitábamos el sueco o el ruso y él nos respondía en medio de un estallidos de risas. Su retrato sería incompleto sin las costosas ediciones extranjeras que a veces traía bajo el brazo y de las que casi se disculpaba porque pertenecían a la biblioteca familiar. Supongo y deseo que muchos de esos libros estén hoy en manos de su hijo Emiliano, excelente poeta también él y voraz lector como su padre.
Como ya dije en otras ocasiones, y quizá demasiadas veces, fue Miguel Angel quien me arrebató el borrador de El Apartado y me alentó –con vehemencia– a seguir adelante. Con su clásico susurro conspirativo me dijo: este libro habla de todos nosotros. Eso mismo le repitió a su amigo Enrique Pezzoni, que fue mi editor. Y ese gesto cambió mi vida para siempre, o de ese modo al menos lo siento. Por entonces, entre 1974 y principios de 1975 yo leía Fragmentos Fantásticos y Visión de los hijos del mal, y entendía por qué llamaban a Miguel Angel un poeta maldito:
“1) Hemos cambiado nuestro destino de dioses por un destino de mercaderes.
2) La única verdad que poseeo es mi muerte. La única mentira es mi vida.
3) De la noche vengo. A la noche voy. Un solo relámpago de luz turbia mi cuerpo.
4) Esta espantosa reliquia del dolor, la alucinada memoria”.
En esos días tendría cuarenta y dos o cuarenta y tres años, ocho o diez más que noso-tros, sus amigos de Panorama, pero parecía un adolescente de ojos intensamente azules y piel ligeramente rugosa. Poco más tarde, en mayo del 76, la dictadura cívico militar lo haría desaparecer ocultando su cadáver en una fosa común.