Desde Teherán
En Irán se respira un clima de “que se vayan todos”, pero estos días, centenares de miles de personas, en las ciudades más grandes y en las poblaciones perdidas del desierto, se reúnen en las plazas para celebrar el 40° aniversario de la revolución que derrocó el régimen monárquico del Sha Mohamed Reza Pahlevi e instauró una república teocrática.
Otros tantos militan el “no festejo”, en repudio al gobierno islámico que vive la peor crisis económica de las últimas décadas. Millones de iraníes, menos enfáticos, disfrutan en familia de los días de asueto y padecen unas penurias económicas que no honran la magnificencia de la efeméride.
“Si para ustedes (los argentinos) Irán resulta tan barato es la prueba de que estamos muy mal…”, dice Mahmoud con una naturalidad que elude cualquier interpretación irónica. Es el mozo de un restaurant céntrico de Teherán que ofrece un exquisito plato de abgusht (un estofado persa merece ser probado aunque sea una vez en la vida) por el equivalente en rials (la moneda de Irán) a dos dólares. La inflación todavía no alcanzó los niveles de la brutal devaluación del rial, que sucedió casi inmediatamente a la decisión de Donald Trump de restablecer las sanciones económicas que había levantado tras un acuerdo nuclear en 2015. Pero Irán ni siquiera puede aprovechar el efecto colateral positivo de una devaluación salvaje. Aunque es barato para los extranjeros, casi no se ven turistas en las principales ciudades. Fatima, dueña de un hostel en Isfahan, tiene una teoría: “Los extranjeros no vienen a Irán porque nos conocen mal, a través de los medios. Leen cosas espantosas en los diarios y no saben nada de nosotros. Nos confunden con Irak. Creen que somos árabes (los iraníes no son árabes sino persas y tienen su propio idioma, el farsí), dicen que somos terroristas del Isis (los terroristas del Isis, sunníes, odian a los iraníes por ser chiíes) y piensan que los vamos a recibir con un fusil en la mano. Ustedes ven que no es así…”
Es probable que no haya otro lugar en el mundo donde la gente sea tan amigable como en Irán. A veces parece una suerte de sobreactuación destinada a contrarrestar la campaña de demonización que pesa sobre el país. Un taxista, ya mayor, que no entiende la dirección del hotel de Shiraz porque está escrita en inglés, lleva a los pasajeros hasta su casa, les presenta a su familia, les da de tomar el té y les ofrece de comer dulces persas sin costo alguno, hasta que aparece su hijo, descifra el nombre del hostel y se sube él mismo al auto para llevarlos; tras un malentendido por una tradición religiosa que estimula a las instituciones a regalar comida a quien lo necesita, una pareja ofrece, a esos mismos turistas, su casa para hospedarlos. Los ejemplos se multiplican.
Muchos rostros, sin embargo, se crispan cuando se alude al gobierno, que en el caso de Irán implica referirse a dos poderes: el de la presidencia formal actualmente a cargo de Hasan Rohani, y el que se desprende de la tradición islámica chiita, encarnado en los Guardianes de la Revolución y el líder supremo, Ali Jamenei. “Son todos ladrones y mentirosos. La gente ya no les cree”, dice el joven Ehsan, empleado del metro de Teherán, sin que la furia logre filtrarse del todo en su delicada gestualidad. Ehsan se acerca a los extranjeros para contarles “la verdad” de lo que pasa en Irán, y se pone a sí mismo como ejemplo de la injusticia: “Me recibí de ingeniero hace dos años, pero no consigo trabajo en ningún lado. Me ofrecieron esto, trabajar en la limpieza de las estaciones de subte, y acepté. Lo que gano no me alcanza para nada”. Despotrica contra Rohani, contra Jamenei y llega hasta el mismísimo Ayatola Jomeini, el hombre fuerte de la revolución islámica 40 años atrás. Se le hace una pregunta simplista y provocadora:
–¿Jomeini o Donald Trump?
–¡Donald Trump! No tenemos nada contra los estadounidenses.
–Pero el gobierno de Trump les está haciendo la vida más difícil con las sanciones...
–Las sanciones están bien. Tendrían que ser más duras, así el gobierno cae.
Las opiniones contra el gobierno actual se repiten en una pareja de jubilados docentes que comparten camarote en el tren de Teherán a Isfahan. Ellos extrañan al Sha, dicen que antes había libertad y que a los maestros se los respetaba. Cuando nombra al Sha la señora baja la voz y su marido se fija que no haya nadie cerca en el pasillo que pueda escucharlos. Al rato la docente reconoce: “pero todavía hay mucha gente que los defiende”. Es que hay otro Irán menos permeable a la mirada extranjera, un Irán que no habla inglés pero se expresa en las urnas y en las calles. Existe un sistema de protección social que amortigua el colapso económico para los más pobres, pero (o por eso mismo) es cuestionado: las “bonyad” son una red de fundaciones islámicas que reparten alimentos, ropa y remedios; manejan un presupuesto que equivale al 20 por ciento del PBI y están eximidas de pagar impuestos.
La estación de metro del cementerio Behesht-e Zahra parece un centro de peregrinación, en el sur de Teherán. A una cuadra se impone a la vista el mausoleo donde están los restos del ayatolá Jomeini. Llega gente de todo Irán y de otros países. El clima de recogimiento y solemnidad es -contra lo esperado- más relajado que el de las catedrales europeas. Unos clérigos pakistaníes se sacan unas selfies frente a la mismísima tumba del ayatolá, licencia que en teoría habilita a turistas agnósticos a hacer lo mismo. Unas mujeres, con chador negro, interrumpen la filmación de la escena y piden ver las imágenes. Son policías. Con piadosa amabilidad exigen que la filmación sea borrada. No tienen nada en contra de que se filme dentro del mausoleo, pero no puede haber imágenes de ellas. Piden disculpas y se van.
En el Gran Bazar de Teherán, Abbas dice que defiende la revolución “porque pienso en los que vivimos y trabajamos acá y no en los intereses de las empresas extranjeras”. Como vendedor de especias y bazarí de diez generaciones reconoce que la inflación perjudica las ventas, “pero las sanciones hacen que no se llenen las tiendas con productos de afuera. Vendemos lo que producimos acá”. No le gustan ni los americanos, ni los ingleses ni los israelíes. “Pero –aclara enseguida– mi problema no es con el pueblo americano ni con los judíos, sino con los gobiernos”. A continuación, Abbas enumera la lista de agravios que las potencias occidentales cometieron contra Irán: la repartición del país en distintas zonas de influencia apenas se descubrieron los primeros pozos petroleros, el golpe de 1953 (promovido por la CIA y los servicios británicos, destituyó a Mohamed Mosaddeq por haber nacionalizado el petróleo), el apoyo al Sha y a su temida policía secreta, la Savak, el respaldo a Sadam Hussein en la guerra Irán-Irak…El hombre seguiría hablando, pero se acumulan los clientes. Es hora de regatear el precio y llevarse una buena bolsa de “advieh”, una mezcla de veintidós especias persas que producirá el milagro de llevar la “sensación de viaje” a cualquier cena en Buenos Aires.
La versión persa de “vivir con lo nuestro” se siente en la atmósfera de la capital iraní. Ni siquiera en la orgullosa avenida Valiasr se ven grandes carteles que promocionen marcas internacionales. Los bancos no se llaman HCBC, Citibank o BNP Paribas, sino Melli, Mellat, Tejarat, Sepah. En algunas de sus fachadas, en lugar de pantallas con promociones de préstamos y tarjetas de créditos hay fotos de mártires de la guerra contra Irak y consignas antiimperialistas. El parque automotor parece extrapolado de una ciudad del bloque comunista de la década del 80, con el emblemático Paykan como proyección iraní del viejo Lada soviético. Sin embargo, en Irán no hay comunismo sino un capitalismo de estado condicionado por las circunstancias. Que fluctúan al compás de los intereses económicos internacionales, el tablero geopolítico y las disrupciones inesperadas (la aparición de Trump). Después de que fracasara la gestión del conservador línea dura Mahmoud Ahmadinejad (2005-2013) se abrió con Rohani un ciclo de distensión que tuvo su canto del cisne cuando Irán llegó a un histórico acuerdo con las potencias mundiales (Estados Unidos, Rusia, China, Inglaterra, Francia y Alemania) para limitar su programa nuclear a cambio del levantamiento de las sanciones económicas. Con el paraguas protector de “la preservación de la paz mundial” Rohani y los líderes mundiales garantizaban el reingreso de Irán al mundo de los negocios globales (¿los viejos buenos tiempos de los que hablaba la docente jubilada en el tren?) Las multinacionales europeas Airbus, Siemens y Peugeot anunciaban inversiones multimillonarias en una economía prácticamente virgen, con un mercado potencial de 80 millones de personas. Pero Trump hizo volar todo por el aire: desconoció el acuerdo, restableció las sanciones y comenzó a presionar a todos los países y a todas las empresas que negociaban con Irán (en ese marco se inscribe la detención de Meng Wanzhou, directora financiera del gigante chino Huawei, por hacer transacciones con Irán, un incidente en el que EE.UU. le marcó la cancha a sus dos enemigos, el ideológico y el comercial). El gobierno de Rohani quedó así atrapado entre sus propios errores y las tensiones actuales del capitalismo salvaje.
En Teherán son muchos los que piensan que el recrudecimiento de esta nueva guerra fría (ya no tan fría) entre Estados Unidos e Irán solo favorece a la línea más fundamentalista del gobierno persa. Ejemplo: en medio de la creciente crisis económica y el desplome del rial, el aparato de propaganda oficial puso especial énfasis en divulgar la noticia de que habían colgado en la horca a dos ciudadanos acusados de manipular el mercado local de divisas. De repente, todos los iraníes se enteraron de quién había sido el ahorcado Vahid Mazlumin, conocido como el Rey de las Monedas de Oro.
Estas noticias no parecen alterar, de todos modos, el ecosistema cotidiano de los iraníes. Si hay restricciones financieras, en la avenida Ali Khan Zand (Shiraz) se juntan cincuenta, cien personas (todos hombres) que cambian y venden dólares, charlan de la vida con un enorme fajo de rials en la mano, se entusiasman si ven un turista, negocian el precio, dicen que los dólares que no tienen la línea azul valen menos; y si el gobierno comprime aún más cepo digital, los jóvenes y no tan jóvenes se las arreglan para tramitar sus VPN que les permiten acceder a Facebook, a Spotify, etc por vías alternativas. Como la conexión a wifi se “cae” cada tres o cuatro horas y hay que renovarla, en los hoteles todos los días se provee a los pasajeros de cuatro o cinco claves para ir usando a medida que el gobierno bloquea las anteriores. Si caducan las cinco, consiguen una sexta y la anotan en un papel sin perder la sonrisa.
En el metro de Irán, hombres y mujeres viajan en vagones separados. En rigor, hay vagones “mixtos”, pero en estos casos las mujeres están acompañadas por maridos, novios, hermanos o padres y siempre se sientan al final de la fila, para no tener contacto físico con otro hombre. Los movimientos son naturales, no hay equívocos ni pasos en falso. Los vendedores ambulantes ofrecen su mercadería y cuando llegan al límite que separa los vagones se frenan y desde allí, sin pasarse un milímetro, les venden a las mujeres anteojos, libros para niños, pulseras, etc.
El tema del “velo” femenino es una cuestión de estado, que canaliza otros reclamos y revela el clima social y político de cada momento. Su uso es obligatorio para todas las mujeres, ya sean iraníes o extranjeras. Mohsen, novio de Forouzan, de ideas liberales y contrario a la cultura islámica, se agarra la cabeza cuando ve que la turista argentina está por subirse a un taxi y tiene la cabeza descubierta: “¡Rosana, el hiyab!” En las calles de las principales ciudades, el tipo de cobertura utilizada define la pertenencia ideológica de las mujeres. Las más jóvenes y liberales usan un pañuelo que apenas les cubre la parte posterior de la cabeza; la mayoría prefiere el hiyab (“protege” la cabellera y el cuello), las religiosas se ponen el chador (cubre todo el cuerpo menos los ojos y parte de la cara) y las ultra ortodoxas el burka (todo el cuerpo), que es minoritario. En el inconsciente de muchas de ellas está el recuerdo de Vida Mohaved, la joven que en diciembre de 2017 colgó su hiyab en un palo de la plaza pública y comenzó a ondearlo en señal de protesta. Fue detenida y luego liberada, pero miles de mujeres la imitaron y formaron el grupo “Chicas de la Calle Revolución Islámica” (por la avenida Enghelab, “revolución” en farsí, donde sucedió el incidente). La madre de Forouzan recuerda que 50 años atrás, en tiempos de Reza Pahlevi, la protesta consistía en hacer precisamente lo contrario: las jóvenes progresistas, islámicas o no, se ponían el hiyab en la vía pública para desafiar al Sha, que había prohibido su uso en su intento de occidentalizar el país.
Eran otros tiempos, claro. En aquel momento las ideas marxistas y el islamismo (a priori, en las antípodas) cerraban filas contra la dictadura del Sha, bendecida por las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos, porque con los dólares de la venta de petróleo Reza Pahlevi les compraba armas. El sincretismo entre las ideas marxistas y las islámicas se resolvió así: el teórico Abolhasan Bani Sadr demostró mediante citas del Corán que la propiedad privada es exclusividad de Dios, con lo cual Irán debía nacionalizar las empresas que esclavizaban a los trabajadores. Su demostración resultó mucho más efectiva para los musulmanes que las teorías de Karl Marx expuestas en El Capital. Cuando triunfó la revolución de febrero de 1979, muchos de los estudiantes de izquierda que habían sido fundamentales en la sublevación contra la monarquía terminaron purgados por el mismo régimen que habían ayudado a levantar.
Se va terminando el viaje y Malek, cocinero gourmet, remisero eventual y fan de Mohsen Namjoo y Ali Azimi (dos notables músicos iraníes alternativos), ocupa el viaje de regreso de las ruinas de Persépolis para convencer a los turistas argentinos de que prueben el vino de Shiraz, “el más rico del mundo” (el consumo de alcohol está prohibido en Irán y puede acarrear una multa de 350 dólares y sesenta latigazos). También ofrece porro. Pero los turistas declinan la invitación y se dejan llevar, en cambio, al monumental parque-mausoleo de Hafez-e Shirazi, donde una multitud se reúne diariamente para visitar la tumba del poeta clásico persa y algunos, que visten muy sencillamente, leen su poesía en voz alta, más de 700 años después de su muerte; y a los turistas se les hace un nudo en la garganta. Porque no entienden lo que dicen pero perciben el orgullo de este pueblo milenario, tantas veces vapuleado, tantas veces sobreviviente.