No sé si este cuento fue un desprendimiento de América alucinada o uno de los eslabones que me permitió escribirla. Comparte con la novela algo del escenario, igual que otros textos que escribí en esos años. Empezó siendo un cuento sobre un trastorno de salud que sufren los que viven en Pittsburgh y en otras ciudades cerca del Polo Norte. En esa zona, la falta de sol y de vitamina D durante el invierno puede producir depresión, angustia y sentimientos suicidas. En inglés, ese trastorno se llama, irónicamente, SAD (Seasonal Affective Disorder). Hay gente que sólo sobrevive gracias a una lámpara que le da las vitaminas que le faltan. Que un fenómeno atmosférico influya tanto sobre el ánimo de las personas es ya un buen motivo narrativo. Además, me parecía poderoso el contraste entre lo natural y lo artificial. Al escribir, fui exagerando el fenómeno, lo conecté con otros rasgos del escenario, tomé datos de noticias reales (la nube perfumada, por ejemplo) e inventé casi todo lo demás. La señora Erk apareció por casualidad. No pensé que iba a ser el punto más luminoso del relato. Pero así fue. Me gusta pensar que en el cuento se frustran las expectativas de la narradora en forma de una esperanza imprevista. Como lectora, a veces me cansa la insistencia de cierta ficción en contar sólo el desencanto o, incluso, cierta truculencia. “Del escritor de ficción espero sobre todo fe”, decía Conrad, “no que encuentre una inconfesable alegría en el hecho de que es mucha la maldad en el mundo”. Aunque no la tuve presente mientras lo escribía, podría decir que esa frase, que me acompaña desde muy chica, fue el origen de este cuento. No es fácil sostener una mirada esperanzada, mucho menos arriesgarla en un texto de ficción. Pero lo difícil es, me parece, lo único que vale la pena intentar.