“Nombrar el tiempo, contarlo, brinda la ilusión de que lo controlamos y permite tal vez ahorrarnos la pregunta angustiante de su esencia”, afirma el escritor francés Olivier Marchon en el prólogo de un librito que está generando furor entre sus lectores: 30 de febrero (Ediciones Godot), traducido por Jorge Luis Caputo. Hay años que han durado 445, 385 o 251 días; Francia jamás abandonó la hora impuesta por los alemanes en 1940; los etíopes festejaron el año 2000 en 2007; y los soviéticos inventaron una semana de cinco días. El valor de las historias no está en la minuciosa acumulación de anécdotas raras o absurdas –aunque haya un par desopilantes–, sino en el modo en que revelan cómo el tiempo es “un objeto político: hay que ocuparlo, poseerlo, para controlar mejor los espíritus”.
Marchon (París, 1975) participó de la tercera edición de “La Noche de las Ideas”, organizada por la Embajada de Francia en Argentina con el apoyo de la Fundación Medifé; y presentó su libro en Buenos Aires. Aunque está cansado por el vertiginoso itinerario terrestre -el viaje hacia Ostende, a continuación Mar del Plata, y luego el regreso al hotel de Retiro-, ha vivido experiencias más agotadoras, como cuando en 2003 filmó su primer documental, sobre una travesía en bote que fue desde Tahití hasta Ushuaia, pasando por el Cabo de Hornos. En la entrevista con Páginai12 reconoce que “no soporta a la gente que no es clara”. El autor de 30 de febrero, su primer libro traducido al castellano, subraya que su obsesión, cuando escribe o cuando habla en público, es la claridad.
–En una de las charlas de La Noche de las Ideas, explicaste, respecto al uso político del tiempo, que seguimos impregnados de cristianismo al continuar usando el calendario gregoriano. ¿Podrías ampliar esta idea?
–El calendario no es en sí mismo un instrumento de poder. Pero si podemos imponer algo, implica que tenemos el poder de hacerlo. Si Gregorio XIII impuso el calendario en 1582 es porque tenía el poder, al menos en los países católicos. Si los países protestantes después lo adoptaron, fue porque era un buen calendario. Eso significa que el mundo está muy atado, muy afectuosamente unido, a este calendario. ¿Este calendario tiene poder sobre nosotros? ¿Quiere decir que Gregorio XIII y la iglesia católica tienen poder? Es muy difícil contestar esta pregunta. No se puede haber vivido 2.000 años de cristianismo sin estar impregnados de ese sentimiento religioso cristiano. Por lo tanto, la pregunta es: ¿es el calendario un instrumento de poder en sí mismo o un signo de la señal del poder de la religión o una señal de que nosotros estamos todavía impregnados de ese espíritu religioso? La respuesta es que sí, que es probable que estemos impregnados de cristianismo. La iglesia no tiene un poder sobre mí personalmente, pero sería falso y una locura decir que yo no estoy impregnado de cristianismo. ¿Estoy atado al calendario gregoriano, un signo de que vivimos en una era cristiana? Yo respondería que sí, pero si cambiáramos por un calendario universal, no voy a protestar o hacer una manifestación en contra. Quizá podría haber cierta nostalgia por un calendario que no era muy regular. Pero aceptaría el cambio. ¿Por qué no?
–En uno de los capítulos del libro, recordás que se aplicó por un período muy breve el calendario republicano y decís que hay nostalgia por ese calendario. ¿Es una ironía?
–No. Tal vez nostalgia no sea la palabra justa, pero puede haber algunos republicanos, la rama más radical de la izquierda política, que tengan cierta nostalgia. El calendario republicano se adoptó en el momento de la revolución; era una experiencia radical muy intensa. No es tanto la nostalgia sino una forma de folclore a la cual uno se apega, del mismo modo que podemos estar apegados al hecho de haber hecho una revolución o haber declarado los derechos del hombre. En el cerebro de cualquier francés, por muy liberal que sea, siempre hay una llama que se enciende y nos hace pensar en la Revolución Francesa, porque la hemos aprendido en el colegio; es aquel período irrepetible en el que Francia dio vuelta a Europa. Nadie quiere volver a ese calendario, salvo algunos nostálgicos republicanos. Pero si amamos ese calendario es porque en el fondo es un signo de esa revolución que sirvió para darle una dirección al mundo.
–Otra curiosidad del libro tiene que ver con el meridiano de Greenwich. Cuando Francia lo adopta, no menciona que lo hace. ¿Por qué no lo nombra? ¿Tiene que ver con la vieja disputa entre Francia e Inglaterra?
–Sí. Francia no podía aceptar esa derrota. En el siglo XVIII, Francia dominó Europa, pero en el siglo XIX es Inglaterra la que domina. Francia desarrolla una desconfianza hacia Inglaterra. Esta derrota era un signo más de que Francia había perdido su lugar en el mundo. Por eso resiste aceptar el meridiano de Greenwich; pero una vez que lo acepta, no lo dice. Hemos perdido una batalla.
–¿La derrota duele?
–Se acepta (risas). El meridiano de Greenwich ya no importa; por el concepto de UTC (tiempo universal coordinado) pasamos a una concepción virtual del tiempo, ya no está regido por el meridiano de Greenwich. Ahora hay 400 relojes atómicos repartidos alrededor del mundo que nos dan la hora virtual. No es medida por la observación astronómica, sino por un electrón que da vueltas alrededor del átomo. Ya no es más inglés.
–¿Qué concepción tenías del tiempo cuando empezaste a escribir el libro y qué concepción tenés ahora?
–Tengo una concepción más clara de cómo se ha construido el tiempo. La medida del tiempo es algo muy arbitrario; hay elementos objetivos como que la tierra da vueltas alrededor del sol, que dura 365 días y 5 horas; que la tierra gira 24 horas sobre sí misma, aunque ahora es un poco más lento. Haber descubierto que la medida del tiempo es arbitraria me incita a mantener cierta distancia del tema. La carrera que tenemos en Occidente por medir el tiempo tiene algo de locura porque a esa medida le estamos dando un valor. Y si le damos un valor, significa que vamos a correr detrás de ese valor. En esa carrera por medir el tiempo tal vez seamos desgraciados. Esta carrera nos conduce hacia la muerte, pero estamos tan obsesionados que vamos por atrás. Quizá la solución sea ver el tiempo en presente y no como lo que está por venir. Pero al mismo tiempo, Occidente ha conquistado el mundo gracias a esa percepción. Este modelo de conquista permanente nos lleva a un precipicio. El recalentamiento climático viene a recordarnos que vamos hacia un abismo; gracias a la previsión que nos permite el calendario, somos ricos y la obsesión de medir el tiempo es un signo de esa previsión. Pero al mismo tiempo nos trae muchos problemas.
–¿Imaginás alguna manera de salir de esa obsesión por medir el tiempo?
–Es muy difícil… no tengo una respuesta concreta. Lo que sí parece cierto es que estamos al límite del sistema, que estamos llegando al final. Es algo que va más allá de la técnica, es algo cultural y espiritual. Tenemos un trabajo enorme por delante. ¿Es posible o no cambiar? Es una pregunta muy difícil de contestar. No tengo una solución.
–¿Cómo fue el trabajo de investigación de 30 de febrero?
–Yo no soy investigador, ni siquiera periodista. Tengo métodos muy personales, muy instintivos, lo que es una debilidad porque no sé por dónde agarrar, pero también es una fortaleza porque yo me permito todo. Internet es una fuente formidable de información, probablemente no hubiese escrito el libro sin Internet, porque mi amor a las bibliotecas es limitado, aunque amo mucho a los libros. Hay que verificar los datos que uno toma de Internet y eso es lo más difícil: separar los datos verdaderos de los que son falsos, identificar lo que es serio de aquello que no lo es. También hay que ver cuán veraz es quién habla o escribe. Es posible que en mis libros haya algunos errores porque hay mucha información. En cada uno de los temas hay una búsqueda y una presentación. Cuando alguna cuestión no estaba confirmada, he empleado el modo condicional. Lo que hace de mi libro algo distinto es que hay afirmaciones y temas que quizá no pondría un especialista en física. Esto me ha permitido buscar fuentes muy diversas y apelar a disciplinas muy distintas, sin limitarme a la ciencia; hay geografía, historia, religión…
–¿Pero estudiaste física?
–Sí, estudié cuatro años. Tengo una base sólida en física. Yo tengo un espíritu científico, aunque también soy un creativo, soy productor de cine y de documentales, entre otras cosas. Esa formación en física es una fortaleza porque me da un método en relación a la verdad y al orden que las cosas tienen: la causa, el efecto, la lógica que rige. Yo aprecio mucho la claridad; si no me entienden sé que tengo que explicar algo de nuevo para ser comprendido. Yo siempre pienso en la persona que me escucha y que me lee; es mi obsesión. Eso hace que mi libro, como me han dicho, sea de lectura fácil, que se entienda bien porque no sacrifico el contenido a la precisión de los datos.
–¿La claridad es también una obsesión como creador o en el cine te permitís no ser del todo claro?
–Sí, en mi trabajo documental también. Mi lucha es por la claridad. No soporto a la gente que no es clara. En el fondo, no ser claro es una manipulación de poder. Frente a una obra podemos decir: “no entiendo… por eso debe ser genial”. Esto ocurre mucho en el mundo del arte. Este razonamiento es horrible porque significa que hay alguien que no ha hecho el esfuerzo para ser entendido y quien mira no se siente digno de comprender. Esto crea una relación perversa entre la obra y el público. El mundo del arte es víctima de este esquema. No hay una inferioridad de la persona que escucha frente al que habla, sino que hay una relación de igualdad.
–Si la claridad es tu obsesión, ¿para quién escribís? ¿en quién o quiénes pensás?
–Quizá aquí hay una pequeña contradicción en mi discurso, o una paradoja. Mi libro no es para un niño de 6 años. Sin quererlo, me dirijo a una franja de la población que tiene cierto grado de cultura. Tal vez sea prisionero de mis propios códigos y de mi medio ambiente. Escribir para todo el mundo es muy difícil. Yo lo intento, pero sé que no lo consigo.