PáginaI12 En Alemania
Desde Berlín
Tuvieron que pasar más de cinco días y la mitad de las películas en competencia para que finalmente el concurso oficial de la Berlinale –de un nivel muy desigual este año– ofreciera dos maravillas, una a cuál mejor que la otra: Ich war zuhause, aber (Estaba en casa, pero), de la directora alemana Angela Schanelec, y Répertoire des villes disparues (Catálogo de ciudades desaparecidas o Ghost Town Anthology en su título de distribución internacional), del canadiense Denis Coté. Cada una a su manera, y muy distintas entre sí, son ese tipo de películas que devuelven inmediatamente la fe en el cine como una de las bellas artes.
La nueva película de Schanelec –una directora asociada a ese movimiento que hace dos décadas se llamó Escuela de Berlín– es uno de esos films que, como los de Robert Bresson, requieren del espectador un compromiso absoluto con el hecho artístico que tiene frente a sí. Schanelec es esa clase de cineastas que no hace concesiones ni toma prisioneros: allí en la pantalla está su obra –autónoma, orgullosa, libre– y es uno quien debe acercarse a ella para descubrir su árida pero fulgurante belleza.
La referencia a Bresson no es ociosa. Ya en su film inmediatamente anterior, El paso soñado, Schanelec -que en 2016 estuvo en Buenos Aires presentando una retrospectiva de su obra, inédita comercialmente en Argentina- trabajó con la obra del director francés como una referencia evidente. Ahora en Estaba en casa, pero esa influencia se hace sentir fuerte todavía, pero más que nada como un punto de partida, como ese burro que aparece al comienzo (una referencia al de Al azar Baltasar, el film de Bresson de 1966) y que sugiere el espacio feérico-rural que sirve de prólogo al film.
Quizás allí estuvo Phillip, ese adolescente que regresa sucio y embarrado a su casa en Berlín después de haber estado desaparecido durante días. A partir de allí, la protagonista del film será sin embargo Astrid (la extraordinaria Maren Eggert), su joven madre, que comienza a cuestionar casi todo en su vida. Literalmente, a ponerla en cuestión, en crisis, a interrogarse existencialmente por ella y por todo lo que la rodea, desde su rutina cotidiana hasta sus sentimientos. Y lo hace con tanto rigor y lucidez como la película misma.
“Mi vida está en sus manos”, admite furiosa Astrid en relación con Phillip y su pequeña hermana, con quienes pasa de la ternura a la ira, sin estaciones intermedias. La relación madre-hijos ya era esencial en los films anteriores de Schanelec y particularmente en Atardecer (2007), una de sus mejores películas. Aquí en Estaba en casa, pero adquiere sin embargo otra dimensión, casi metafísica se diría. Mientras en Atardecer imperaban los primeros planos, ahora la cámara toma distancia de sus personajes y los deja habitar el espacio, salvo en aquellos momentos en que un súbito corte a un plano detalle de una mano o un pie –una vez más, al modo de Bresson- parecen descubrir aquello que hay de esencialmente humano en un cuerpo.
Actriz teatral en sus orígenes (trabajó en la famosa Schaubühne de Berlín), Schanelec nunca dejó de hacer del teatro una referencia. Le preocupa el problema de la representación y aquí lo pone en escena en unos ensayos de Hamlet que se llevan a cabo en el colegio de sus hijos. Despojados de todo artificio, esos ensayos dejan al desnudo uno de los temas centrales de la obra –la verdad– que es también el de la película.
Astrid busca todo aquello que sea verdadero, de la misma manera que Schanelec. Y como su protagonista, no se detiene ante nada para conseguirlo. Así sea construir una escena casi abstracta, en la que Astrid se abraza desesperadamente a la tierra, mientras en la banda de sonido –la única vez en la que hay música en la película– se escucha el tema “Let’s Dance” de David Bowie en la minimalista, conmovedora versión del cantante M.Ward. Y Astrid, pegada al piso, parece necesitar más que nunca bailar, “balancearse entre la multitud hasta un espacio vacío”, como pedía Bowie.
Corte, fundido a negro… Répertoire des villes disparues, de ese habitué del Bafici que es el canadiense Denis Coté, es un film abierto en muchos sentidos. En principio, porque transcurre en gran parte en exteriores inconmensurables, grises, nevados; en el paisaje vacío y desolador de un pequeñísimo pueblo de la provincia de Quebec, donde ya casi no quedan habitantes. Y los pocos que quedan se van muriendo. O se matan de golpe, como ese muchacho que en la primera escena de la película estrella deliberadamente su auto, provocando no sólo luto sino desconcierto e incomprensión en su familia y en el pueblo todo.
Pero la nueva película del director de Vic + Flo ont vu un ours –que le valió aquí en la Berlinale 2013 el premio Alfred Bauer– es abierta también porque se presta a múltiples interpretaciones, o “se puede entrar por distintas puertas”, como reconoció el propio Coté en la conferencia de prensa que siguió al film. Definitivamente, Répertoire des villes disparues no es un film de terror -de género–, pero sí fantástico. ¿Qué son sino espectros, apariciones, fantasmas esas figuras que poco a poco comienzan a apoderarse del paisaje, a poblarlo nuevamente, aunque más no sea de manera silenciosa y fugaz?
“No se preocupen, hasta ahora no le han hecho daño a nadie”, dice la alcaldesa de la localidad, que se niega a recibir ayuda exterior. Ese aislamiento, esa empecinada cerrazón parece aludir no sólo al típico ensimismamiento de pueblo chico sino que tendría que ver también –¿por qué no?- con una comunidad como la québécoise, sitiada por el imperialismo lingüístico del Canadá angloparlante y de su vecino los Estados Unidos.
Esas figuras, esos “extraños” como llaman en el pueblo a sus muertos vivos, aparentemente son vecinos y parientes fallecidos en la región. Pero la deliberada fotografía granulosa del 16mm con que Coté rodó su película hace de ellos apenas sombras, siluetas. Y por lo tanto representan una amenaza latente, una otredad de la que hoy casi todas las sociedades del mundo, ganadas por el odio y la xenofobia, temen y desconfían. Ese “afuera” está construido de manera tan sencilla pero a la vez tan magistral por Coté con esa herramienta esencial del cine que es el fuera de campo que si el jurado no lo premia como mejor director seguro que estaba viendo otra película.