La nueva película del director estadounidense de padres mexicanos Robert Rodríguez es en realidad un proyecto que James Cameron, director de Titanic, relegó durante la segunda mitad de la década pasada para abocarse a la realización de Avatar (2009), el mayor éxito comercial de la historia del cine hasta el momento. Se trata de Battle Angel: La última guerrera, adaptación de la historieta japonesa GUNNM, creada a comienzos de los años 90 por Yukito Kishiro, donde se cuenta la historia de una androide adolescente cuyos restos son hallados en un basural por el doctor Ido, quien la reconstruye y adopta como su hija. Al reiniciarse, la joven cuyo cuerpo combina lo mecánico con un cerebro humano descubre que ha perdido la memoria, pero cuando comienza a revelar casi de forma inconsciente enormes habilidades para la pelea cuerpo a cuerpo, el misterio por ese pasado olvidado se vuelve una obsesión.
Aunque a primera vista la adaptación parece muy obediente de la obra original, lo cierto es que los guionistas Rodríguez, Cameron y Laeta Kalogridis se encargaron de “occidentalizar” el cuento, modificando detalles importantes. Por ejemplo, radicalizando el vínculo que el doctor Ido desarrolla con Alita, a quien en el comic bautizaba igual que a su gata, pero que en la película recibe no solo el nombre de una hija muerta, sino también el cuerpo robótico que este había construido para intentar sin éxito salvarle la vida. Ese detalle por un lado acentúa el vínculo con la historia de Pinocho, escrita a finales del siglo XIX por el italiano Carlo Collodi, pero también aporta un trasfondo mucho más freudiano que acerca a Battle Angel al espíritu de las tragedias clásicas.
La mención a Pinocho permite trazar otras relaciones. En primer lugar, la que la protagonista mantiene con Astroboy, personaje fundacional del manga y el animé japoneses creado por el padre de esos géneros, Osamu Tezuka, que también estaba inspirado en la obra de Collodi. Los tres personajes –Pinocho, Astroboy y Alita– no solo tienen en común el hecho de ser avatares de lo humano, en los que sus creadores depositan el dolor de sus paternidades fallidas, sino que en los tres casos se trata de muñecos dotados de conciencia, cuyas existencias ponen en cuestión los límites de lo humano. En esa hibridación radica uno de los puntos de apoyo en los que se sostiene la adaptación de Rodríguez y Cameron.
Una hibridación que no solo llevan más allá de lo específicamente tecnológico, sino que amplían a cuestiones étnicas y de clase. Esto último, que ya se hallaba presente en el comic, se expresa de forma muy gráfica, dividiendo a la sociedad en dos mitades: la clase alta que habita en Salem, la última de las ciudades flotantes, y la clase baja que vive en la proletaria Iron City, en la superficie del planeta. Pero en la película este asunto se traslada además a la cuestión “racial”: arriba la elite blanca; abajo un mejunje multicultural de descastados. No es casual que Iron City haya sido diseñada como una populosa ciudad tercermundista y que, vista desde los Estados Unidos, su estética redunde en una clara representación del otro lado de la frontera. De ese modo, la idea de la migración como búsqueda de ascenso social se vuelve literal y el fantasma del muro trumpeano se pasea, apenas disimulado, a lo largo del relato. Todas son ideas que el sudafricano Neil Blomkamp utilizó de manera casi idéntica en su película de 2013, Elysium.
Es cierto que en su afán de convertir a una historieta de culto en un blockbuster, sus responsables se pasaron un poco de la raya en eso de tender puentes hacia distintas formas del relato popular, como la novelita teen, el melodrama lacrimoso o directamente el culebrón familiar. Aún así Rodríguez –cuya filmografía muestra un claro fervor por las historias infantiles– consigue imponer su habilidad para contar simple y entretener, aunque siempre con esos límites marcándole la cancha desde lo narrativo.
Sin embargo, hay algo en Battle Angel que trasciende todo eso y que tiene que ver con el concepto de autopercepción y construcción de la propia identidad, convirtiéndola en un símbolo de época. Alita debe construirse a sí misma, ya que aún siendo máquina se autopercibe mujer y del mismo modo es percibida por los demás. Y una mujer que además pisa fuerte en un mundo de hombres, un detalle para nada inocuo en tiempos de Harvey Weinstein, #meetoo y #NiUnaMenos.