Desnuda el brazo, el pecho descubierta…un signo gongorino atraviesa la sala de “Studio Party”, el cuadro donde Florine, maja nueva, se pintó dos veces: desvistiendo ropa posando colgada con marco en una pared, y sentada vestida –emulando al óleo de Goya y a sí misma unos centímetros más arriba– entre sus hermanas y amigos poetas de negro, tenores, pintores y críticos de arte, como Leo Stein, el hermano de Gertrude. Son la “clase creativa” neoyorquina de los años veinte. Warhol dijo que fue su maestra, y su amigo Duchamp (quien organizó la muestra de Florine en el MoMA, dos años después de su muerte) le escribía cartas cuando no podía verla, como esa que le escribió desde Buenos Aires contándole que no había ateliers, solo jóvenes educados que pintaban en sus casas. La familia de Florine se convirtió en familia de mujeres cuando el padre las abandonó y los hermanos mayores se casaron. Las hijas solteras, ella y sus hermanas Ettie y Carrie, y Rosetta, la madre, vivieron en Europa hasta que la Primera Guerra las mudó a un lujoso departamento en Manhattan donde las “Stetties”, como las llamaban en tiempos de Gatsby, organizaban las noches y los días de la élite artística. Florine, la amiga de McBride y Georgia O’Keefe, vivió una vida sin biografía escrita, Marguerite Duras, que odiaba –o eso le gustaba decir– las que le dedican a ella, hubiera estado encantada. Ni los libros ni los catálogos hablaban de Florine y su primera muestra pública fue un absoluto fracaso, no vendió ni un solo cuadro. Casi veinte años después de su muerte la descubrieron modernista, feminista y precursora del Pop Art. Su nombre cruzó la barrera del murmullo y su obra llena de colores vibrantes (aunque ella había pedido que la destruyeran) llegó a las páginas negadas –con el agregado elogio de sus amigos célebres–, y a los museos.
Florine no solo se pintó desnuda en el cuadro con sus amigos, ya se había pintado en A Model en 1915 (es el primer autorretrato desnudo que la historia del arte cuenta), donde posa recostada en un sillón mirando de frente. Con una de sus manos sostiene su cabeza, con la otra, un ramo de flores. Poeta, diseñadora de muebles, escenógrafa de teatro y de un ballet que esperaba por Nijinsky, usó celofán para los telones, y tafetas, sedas y encaje para los vestidos de Four Saints in Three Acts, la ópera de Virgil Thomson, con texto de Gertrude Stein y elenco afroamericano dirigido por Eva Jessye, que se estrenó en 1934 en Broadway. Sacudió las “ordenadas jerarquías del modernismo”, pintó alucinaciones y vigilias en cuerpos lánguidos y andróginos vestidos con traje negro y zapatos rojos de taco alto, un rojo que tal vez le pidió a Mondrian y al que le agregó rosa, naranja, granate y negro. Los mismos que usó en Picnic en Bedford Hills (1918) con un amarillo agregado para el suelo y un lavanda para Marcel Duchamp que aparece destapando una olla de langosta y rodeado por las Stetties en descanso escuchando a Elie Nadelman. Murió mientras trabajaba en su proyecto crítico sobre las cuatro catedrales de la ciudad moderna: el distrito financiero, los grandes almacenes, el teatro y los museos. Sabía cómo imaginar nuevos plantones y sortearlos sin ira, perder –Bishop lo dice bien– no es un arte difícil de dominar.