Un 8 de enero –según algunos de 1848, según otros de 1890–, un vecino de lo que es actualmente Mercedes, Corrientes, llamado Antonio Mamerto Gil Nuñez, fue ejecutado en un cruce de caminos por una partida militar, cuando se dirigían a los tribunales de Goya, a juzgar al prisionero. Allí terminan unos hechos de por sí imprecisos y comienza lo que sobrevendría hasta el día de hoy: la leyenda. Ésta se inicia ahí mismo, en ese cruce de caminos, cuando el hombre al que están por ejecutar hace una profecía al sargento que conducía la partida. Al llegar a su casa, el sargento la verifica, le pide un milagro al hombre al que le había quitado la vida, y el milagro se produce. Al día de hoy, todos los 8 de enero peregrinan al santuario del Gauchito Gil cientos de miles de personas. La realizadora Lía Dansker también lo hizo, a su manera, durante diez años, filmando el fenómeno. El resultado es Antonio Gil, que tras presentarse en la Competencia Argentina del Bafici 2013 se estrena hoy en el cine Gaumont.
En este documental de observación, todo lo que hace Dansker es registrar. No hay narración en off, ni comentario alguno, ni preguntas, ni entrevistados, ni datos al margen. Nada. Lo que sí hay es un dispositivo narrativo absolutamente sistemático. Mientras la cámara registra el culto en largos planos secuencia (muchos de ellos, travellings laterales, tanto de derecha a izquierda como de izquierda a derecha), en off se escucha a los creyentes, que hablan sobre el “santo” (ésa es la categoría a la que popularmente ha sido ascendido Gil). La idea es clara: el mito narrado, comentado, reconstruido por sus fieles. Que son la casi entera población correntina, con el agregado de unos cuantos pobladores de otras provincias. Debe decirse que esta idea, central a la película, falla. Entrecortados, los relatos no llegan a ser tales, sino apenas comentarios de carácter impresionista. No hay reflexión sobre el mito sino creencia monolítica. Lo expresa un cartel: “La fuerza más grande del mundo es la fe”. El tema es que la fe puede hacer, lo que no puede es hablar. Y acá se pide a miles de “promeseros” que hablen. Relatos hay dos o tres, y son muy interesantes: la presunta locura de un terrateniente, que alucinaba a Gil por las noches, y la amistad de éste con Santa Catalina, apodada “La Virgen Mala”.
En términos visuales, el género documental de observación no es selectivo sino indiscriminado. Filma, filma y filma, y de ese volumen se espera que surja alguna epifanía, algún sentido, algún detalle. Frente a las procesiones de Antonio Gil, el espectador ve bloques, arracimamientos, yuxtaposiciones que tienden a reproducirse. El color rojo encarnado que distingue al Gaucho y que es el del Partido Autonomista, que lo habría contratado. Rojo todo: pancartas, pañuelos, camisas, autos, la cruz que distingue al santo, en referencia al cruce de caminos (y a la que algunos paisanos llaman “crucito”). El gesto de tocar al santo, los ojos cerrados del que pide algo. El ingreso al santuario, con los ingresantes pasando a cuentagotas. Y sobre todo imágenes de camping, con sus carpas, sus autos y colectivos, sus juegos de cartas, sus parrillas humeantes, algún chamamé al paso, la imagen del Gaucho, las velas rojas. Y la gente saludando a cámara. Se diría que si hay algún ritual que rige el culto es ése: saludar a cámara.