El pibe grande sube al furgón arrastrando como puede un enorme bloque de hierro y los demás vamos acomodando las bicicletas para hacerle un lugar. Supongo que conoce bien a casi todos los habitantes de esa suerte de aguantadero del tren, porque enseguida uno le ofrece cerveza y otro, una seca. Hasta que a un pibito de unos once años se le ocurre preguntarle “¿Qué es eso?” las reacciones no superan la sorpresa admirativa, sintetizada por un gordo todo tatuado que venía durmiendo desde la estación Saldías: “¡alto rescate!” sentencia, y vuelve a apagarse en su sopor. El pibe grande, entonces, nos saca la intriga: “es un aire acondicionado de los de antes. Pesa como treinta kilos. No sé cómo hice para subirlo a la bici y traerlo hasta acá, me lo dieron unos paraguayos que están tirando abajo una casa vieja en Núñez. ¡Hoy es mi día de suerte!”. En estos ámbitos, aunque alentado por la curiosidad, suelo optar por la prudencia. De otro modo, le preguntaría qué piensa hacer con semejante armatoste abollado. El pibito de once años, como si me hubiese leído el pensamiento, se adelanta y le marca el camino al más grande: “En Boulogne te dan 30 pesos por kilo de hierro…”. El nuevo dueño del tesoro ya había sacado cuentas: “Sí, acá tengo fácil una luquita, tal vez más. En Grand Bourg ya tengo quien me lo compre. Con esto salvé la semana. Cuando me den la guita, me vengo para La Catedral (también hubiese querido preguntar, pero vi que los demás habían entendido), quemo 500, y el resto es para morfar, papá… Lo que voy a necesitar es que uno o dos de ustedes me ayuden a volver a subirlo a la bici. Una vez que arranco, ya va sola...”.
La ronda sigue con una democrática exposición de los “rescates” del día. Uno había pegado unas Nike, pero le quedaban chicas y las reventó por 300 pesos. Otro encontró en un container de Libertador y Salguero “un celular de esos con teclado, como había antes. Está re piola, pero me quieren dar 200 pesos. Para eso me lo quedo, se lo doy a mi vieja…”
El furgón en el tren del Ferrocarril Belgrano Norte es tan chico que el acomodamiento constante de las bicicletas que suben y bajan se parece bastante a un milagro cotidiano. El orden en que deben apilarse es atribución de un pelado que en cada estación pregunta (dirigiéndose al ciclista recién llegado, pero refiriéndose a la bicicleta, que aquí tiene vida propia) “¿dónde baja ésta?”. También hay gente de paso, que atraviesa como puede el furgón para ir a otros vagones. Por ejemplo “La Gorra”, versión algo más intimidante que la figura del viejo “Chancho”, pero con cierto olfato para decidir cuándo meterse y cuándo seguir de largo.
En Munro sube un vendedor de helados. Saluda a todos. “Eh, qué caripela. Fantasma…” le dice el pibe grande, el que salvó la semana con el aire acondicionado de la década del 80. “Es mediodía, hace 30 grados y todavía no vendí un puto helado”, le (nos) cuenta el heladero, cortando el clima de euforia que dominaba el furgón. El pibe grande lo mira, nos mira a nosotros, y encuentra rápidamente una solución:
–Hoy es mi día de suerte, así que también va a ser el tuyo. ¿Cuánto valen los helados?
–Diez pesos el de agua…
–Bueno, listo, a ver, pongamos todos un par de monedas y le compramos unos helados al amigo…
No hay objeciones. Todos ponemos más o menos parejo (hay que tener cuidado con estas cosas, porque podría comprarle un helado yo solo, pero estaría rompiendo una especie de equilibrio furgonero y quizás hasta sería mal visto por mis compañeros de viaje) hasta llegar a los 20 pesos. El pibito de once, siempre un paso delante de todos, lo señala al más grande:
–Eh, gato, vos no pusiste nada…
–Pendejo de mierda, yo fui el de la idea, además le acabo de pasar la suerte. ¿Cuánto vale eso? Va a ganar mucho más que el par de monedas roñosas que le dan ustedes…
El heladero se despide de todos con un “gracias, amigos” y se va para el vagón de al lado. Parece otra persona. Al segundo se lo escucha decir
“¡Helaaadoooooos…! con un aplomo tal que todos sabemos que hoy, también él, como el pibe grande y como yo, va a salvar el día.