Este cuento es el último de un libro publicado el año anterior. Ahora lo corrijo para Verano 12. En la costa atlántica, seiscientos kilómetros al sur de mi casa, junto a la desembocadura del Quequén Salado. Tacho o cambio algo a cada párrafo. Sabemos, porque Borges lo enseñó –como nos enseñó todo, como nos enseñará cosas que aún no merecimos comprender– que el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio. El viento del sudeste araña el techo de la habitación donde tecleo, apartado. Este paraje del litoral marítimo argentino es desconocido, por carecer de puerto, para el capitán Gonzaga, protagonista de otros cuentos del libro y narrador en “Noche cerrada, mar abierto”. Balneario Oriente, proponen algunos carteles oxidados. Pero el topónimo usual es Marisol. En sus playas, afortunadamente entre las menos urbanizadas de la región, hay casi tantas camionetas 4x4 como personas. También abundan los cuatriciclos y la gente que pesca desde la orilla. Unos pocos bañistas desafían a las olas, hoy bastante grandes. Son minoría quienes se aventuran a bordo de kayaks o botes semi rígidos, no van mucho más allá de la rompiente. A todos puede llamárselos con una palabra inglesa que no tiene traducción al castellano: beachcombers. Son personas que tienen una relación de cercanía con el mar pero a la vez de ajenidad. La navegación verdadera es otra cosa, comienza cuando la costa queda bajo el horizonte. Creo que lo mismo sucede con la escritura. Empieza cuando la función referencial deja de reinar. La afirmación y la confianza resultan, como en la misma navegación, los peores escollos. La mejor arma es la desconfianza. A las modas, al lenguaje, a la literatura devenida institución, molde, lastre. Intento cruzar la rompiente, alejarme, perder de vista lo sabido, ver qué hay más allá. Qué oscuridades, qué constelaciones, qué silencios.
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